Droga e ideolog¨ªa
De vez en cuando vuelve uno a sentir la indignada tentaci¨®n de recurrir de nuevo al sobado concepto de ideolog¨ªa y en su sentido m¨¢s contundente adem¨¢s, como dicterio. Casi siempre, n¨®tenlo ustedes, en relaci¨®n con la necesidad de autocomplacencia moral de quienes, por exigencia de su cargo o por esperanza de conseguir uno en el humanismo burocr¨¢tico reinante, desfilan un d¨ªa s¨ª y otro tambi¨¦n con el uniforme de las buenas personas. El anuncio frecuentemente reiterado estos d¨ªas por televisi¨®n bajo el lema Drogas, ?para qu¨¦? Vive la vida, auspiciado por el ministerio del ramo, es ideol¨®gico en la acepci¨®n menos cautamente cient¨ªfica y m¨¢s expresivamente denostadora del t¨¦rmino. Es decir, miente, falsea la realidad, sustituye lo que hay por lo que convendr¨ªa a la Administraci¨®n que pareciera haber, glorifica una blandengue abstracci¨®n para evitar enfrentarse con un problema comprometedor, en ¨²ltimo t¨¦rmino colabora con la perpetuaci¨®n de la miseria reinante... todo ello, desde luego, en nombre de una de las m¨¢s progresistas recomendaciones gubernamentales, la alegr¨ªa de vivir. En s¨ª misma, la alegr¨ªa de vivir es literalmente impensable, es decir, desaparece en el esfuerzo reflexivo que pretende considerarla. De aqu¨ª su potencial subversivo contra la racionalizaci¨®n productivista de la vida, cuando se exhibe como provocaci¨®n y riesgo privado. Pero en cuanto se convierte en lema pol¨ªtico, en consigna ministerial o eclesial, no es precisamente m¨¢s que complicidad ideol¨®gica con lo que no deja vivir; hay pues que pedir las razones escamoteadas al anunciante para que el enga?o reaccionario no se perpet¨²e.Unas cuantos j¨®venes, en un marco discretamente idealizado de barrio a lo, Coppiola, pero sin violencia, son interrogados por una voz celestial sobre lo mucho que pueden hacer con sus manos, pies, cabezas, etc¨¦tera. Se omite mencionar sus sexos, tema que hubiera sido particularmente interesante, pero la propaganda de la vida no permite dispararse tanto. Al final todo se resume en un West side story danzar¨ªn de bailar por casa, mientras los m¨¢s intelectuales juegan una partida de ajedrez (?por qu¨¦ no con una computadora?, supongo que por concesi¨®n al tono l¨²dicamente humanista del spot). Moraleja: los j¨®venes que se drogan no saben lo que se pierden. ?Se puede ser m¨¢s interesadamente imb¨¦cil? La droga quiz¨¢ sea la perdici¨®n, pero la vida ciertamente no es la fiebre hortera, del s¨¢bado por la noche. Los j¨®venes tienen que emplear sus manos, pies, cabezas y todo lo dem¨¢s en trabajar, y eso en el mejor de los casos; en el peor, en buscar o esperar desesperadamente trabajo. Con esas manos, pies y cabezas los j¨®venes ser¨¢n obligados a ir al servicio militar, donde sus oportunidades de practicar breakdance no abundar¨¢n demasiado, aunque quiz¨¢ se les den otras ocasiones de romperse el cuello. La menci¨®n ausente del sexo y la no menos oculta de la familia hubiera apuntado hacia otras facetas del destino de los j¨®venes llenas de coacciones ideol¨®gicas o f¨¢cticas que poco tienen que ver, desde luego, con ejercicios de claqu¨¦. En cuanto a los barrios y las ciudades en los que se ven obligados a vivir, dif¨ªcilmente guardan parecido con el vespertino desahogo amistoso que refleja la propaganda filmada.
Pero incluso en este generalizado y tosco falseamiento se insin¨²a a contraluz algo de lo escamoteado. Las contorsiones de los animosos bailarines al final del anuncio recuerdan irresistiblemente a los zombies esp¨¢sticos de Thriller, lo que como publicidad de la vida no deja de ser un tanto parad¨®jico. Pero, en cualquier caso, uno se pregunta por qu¨¦ han recurrido a esa imagen seudol¨²dica en lugar de mostrar una serie no menos edulcorada de estampas productivas: laboratorios, aulas, museos, deportes, foros pol¨ªticos, etc¨¦tera, aun renunciando cautamente al desfile de batallones y tanques. A fin de cuentas, pocos se enga?an respecto a la relaci¨®n directa entre nociones como salud p¨²blica o ser ¨²tiles a la sociedad y la obligaci¨®n instituida de producci¨®n y reproducci¨®n del sistema. ?No es la verdad social de manos, pies y cabezas la de producir o ser amputadas? ?A qu¨¦ recurrir entonces a presentarlas -aun con torpeza- en uno de sus raros momentos de desperdicio? Hay en esta opci¨®n algo as¨ª como un reconocimiento de que lo que en la droga est¨¢ en juego como demanda es una rebeli¨®n del cuerpo contra la necesidad de lo que entre todos y a beneficio de no se sabe qui¨¦n (por eso se habla de bien com¨²n) debe ser hecho. Vivir, se admite as¨ª, tiene que ver con no producir, pues lo que se produce -y sobre todo- los modos de producirlo- cada vez tiene menos relaci¨®n con lo que m¨ªticamente se llama vida verdadera. Pero como los sistemas de producci¨®n no van a cambiar, la promesa vital consistir¨¢ en ofrecer como posible, como al alcance de cualquiera con tal de que no se drogue, un limbo de improductividad placentera. En las burocracias del Este, por lo menos, se empe?an en seguir mostrando a la propia f¨¢brica y a la propia siega como resignados para¨ªsos de fabulosa alegr¨ªa: su mentira consiste en decretar lo inevitable como dicha, mientras qu¨¦ nosotros preferimos ser enga?ados con la oferta de la dicha como inevitable.
De lo que se puede decir en torno a la droga da buena idea que el best-seller del ramo sea una digamos novela -y con premio literario y todo- escrita por un comisario de polic¨ªa. Que ma?ana sea sustituida por un sesudo informe m¨¦dico o por un an¨¢lisis sociopol¨ªtico (cuando no por una maniobra humanitario-electoral) no constituir¨¢ modificaci¨®n fundamental del problema. Lo que seguir¨¢ sin decirse es que el gran negocio de la droga -y, en cuanto tal negocio, origen de adulteraci¨®n y cr¨ªmenes- es su prohibici¨®n. Y, desde luego, lo que seguir¨¢ sin plantearse de veras es la cuesti¨®n del placer improductivo dentro de la sociedad de la producci¨®n como placer y, en ¨¦poca de paro, adem¨¢s como privilegio. Reivindicar el placer -o, aun mejor, hacerse con ¨¦l sin m¨¢s y sin pedir permiso- es correr riesgo de muerte cuando los mecanismos de colectivizaci¨®n han decidido no consentir tal desv¨ªo: en este sentido, la sobredosis y el ametrallamiento justiciero del grupo revolucionario, as¨ª como el linchamiento del atracador de farmacias o la inmolaci¨®n del farmac¨¦utico que se resiste, todo son modelos de ejecuci¨®n de la misma sentencia. V¨ªctimas de la droga lo somos todos desde que han decidido protegernos contra ella, salvo los traficantes y los verdugos.
El caso, empero, no es ¨²nico: del sexo y sus aberraciones podr¨ªan contarse cosas no muy distintas. Los supuestamente mejor intencionados insistir¨¢n en que de lo que se trata es de prevenirnos contra el irracional escapismo. Pero fallan cuando se les solicitan seriamente razones para no escapar.
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