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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Arquitectura colonial / 1

El avi¨®n dej¨® atr¨¢s Caotania como una tierra dormida. La silueta de la breve costa mediterr¨¢nea de su pa¨ªs le pareci¨® a Oda el perfil de una moneda partida, cuya otra mitad jam¨¢s encontrar¨ªa. En la tarjeta para la aduana de Kabarega dud¨® qu¨¦ profesi¨®n declarar. ?Periodista?, ?reportera? Opt¨® por poner escritora.El piloto avanzaba por un cielo limpio y amplio, y Oda, sin ning¨²n miedo a volar, buscaba -como quien necesita encontrar una cara conocida cada vez que tiene una idea- nubes lejanas y desfloradas para contarles sue?os ¨ªntimos y vaporosos. Las azafatas, con diligencia matinal y ojos de mala noche, ofrec¨ªan Prensa y bebidas a los hombres de negocios de Caotania que viv¨ªan de las empresas y de las industrias nacionalizadas por el directorio revolucionario de Kobarega. Sobrevolaban el Mediterr¨¢neo -con simposios de costa a costa sobre la creatividad del esp¨ªritu mediterr¨¢neo-, atravesar¨ªan el norte de ?frica y, finalmente, encontrar¨ªan las pistas del aeropuerto popular de la isla de Kobarega, antiguo aer¨®dromo Igor III.

UNA MONJA ILUMINADA

Cuando ya se lo hab¨ªa contado todo a las nubes, Oda se fij¨® en la vecina de asiento, una monja de rostro iluminado por la compasi¨®n y la piedad. La imagin¨® que ense?aba a leer a una bandada de ni?os negros, al aire libre, e indicaba las letras en la pizarra con un largo puntero mientras los negros cantaban el abecedario. Por la tarde trabajaba en el ambulatorio, y al oscurecer, despu¨¦s de rezar, cuidaba los jazmines que envolv¨ªan la larga veranda de la casa conventual.

Le har¨ªa una entrevista. Quiz¨¢ -como contrapartida por el injustificado viaje a Kobarega- pod¨ªa ofrecer al temible Tergiversa, director de La Voz de Caotania, un reportaje de color local, el antes y despu¨¦s de la revoluci¨®n: la imagen deteriorada del pa¨ªs depredado por el colonialismo, y junto a ella -como en los anuncios de nuevos tratamientos contra la calvicie, en los que el coco pelado tiene el contrast¨¦ del mismo hombre sonriendo bajo una fronda de cabellos-, el empuje sonriente de un pa¨ªs liberado. La entrevista con la joven monja pod¨ªa ser el toque humano, la Iglesia de los pobres que nunca abandona a sus hijos.

La monja deb¨ªa rezar: rezaba por todos los pasajeros del avi¨®n, y por los negros que estudiaban el alfabeto, y por sus enfermos del ambulatorio, y por el futuro de la Kobarega revolucionaria. Oda se vio a s¨ª misma vestida con h¨¢bito de monja que sal¨ªa por la ma?ana temprano, se desperezaba con la campana del convento, entraba en silencio en la capilla y com¨ªa en el refectorio mientras otra hermana le¨ªa p¨¢ginas de vidas de santos. Se ve¨ªa cantando con voz pura en el coro de la congregaci¨®n. Divag¨® sobre los colores de h¨¢bito que mejor le sentar¨ªan.

Decidi¨® hacerse un maquillaje minucioso y fue al lavabo de popa. Cuando sali¨®, la joven monja estaba esperando.

La monja se volvi¨® y Oda recibi¨® el culatazo seco de una ametralladora en el vientre. Par¨® el golpe y qued¨® sin respiraci¨®n. Una oscuridad dolorosa como un cuchillo mellado resplandeci¨® por todo su cuerpo.

AUTOTERRORISMO

En el fondo del avi¨®n, en la puerta de la cabina del piloto, un cura amenazaba a los pasajeros con una ametralladora y con la otra mano apuntaba con un rev¨®lver a la nuca de la azafata; en el corredor, dos ni?as con uniforme de colegiala andaban arriba y abajo, con pistolas, custodiando el buen orden del pasaje. Ordenaron bruscamente a Oda que se senta se El clergyman de la metralleta anunci¨® estent¨®reamente:

"Nos dirigimos a la patria de la revoluci¨®n. El piloto recibir¨¢ ¨®rdenes de llevarnos a la isla prometida. En caso de sabotaje, volaremos el avi¨®n".

Entr¨® en la cabina del comandante detr¨¢s de la azafata. De golpe, el comandante de la nave habl¨® por el sistema megaf¨®nico; pidi¨® tranquilidad, rog¨® que no se movieran de los asientos: "Me han comunicado que, en nombre de la revoluci¨®n internacional, tenemos que volar hacia Kobarega". Fue interrrumpido por las imprecaciones poco eclesi¨¢sticas del secuestrador. Las dos colegialas intimidaron a los pasajeros con bombas de mano.

"En nombre de la revoluci¨®n internacional, te ordeno que desvies este vuelo hacia Kobarega", dec¨ªa el secuestrador por los altavoces. "Estamos volando hacia Kobarega desde que salimos de Caotania", respondi¨® el piloto.

"No aceptar¨¦ ning¨²n sabotaje. Desv¨ªa el trayecto. Nuestra misi¨®n es esencial. Vamos a Kobarega, patria de la nueva revoluci¨®n".

El hombre de la ametralladora sali¨® de la cabina con un mapa de vuelo en las manos.

"Ya conoc¨¦is las ¨®rdenes. Si obedec¨¦is, no pasar¨¢ nada. Aterrizaremos en el aeropuerto popular de Kobarega, coraz¨®n internacional del antiimperialismo".

Entre las butacas y los restos alterados de los viajeros Oda vio la cara radiante de la joven monja, tensa con la ametralladora en las manos, como una nueva versi¨®n del ¨¢ngel de la guarda. Los secuestradores obligaron a poner m¨²sica popular de Kobarega, intercalada con consignas revolucionarias: un sopor muy dulce inund¨® la conciencia de los pasajeros del avi¨®n desviado de la ruta de vuelo regular Caotania-Kobarega y orientado en vuelo revolucionario hacia la propia Kobarega.

En el aeropuerto popular de Kobarega -mientras Oda estaba en el control de pasaportes consultando una advertencia pol¨ªglota que indicaba que cualquier da?o o perjuicio ser¨ªa castigado con la amputaci¨®n de la pierna derecha-, la guardia popular de Kobarega hac¨ªa un pomposo recibimiento a los secuestradores, y el revolotear airoso del h¨¢bito de la joven monja pas¨® por las pistas del aeropuerto como una nueva victoria de Samotracia.

Hac¨ªa una semana que los 400.000 habitantes de Kobarega estaban en huelga de brazos ca¨ªdos como respuesta a las agresiones del imperialismo: las propinas de los taxistas y las expectativas de natalidad hab¨ªan aumentado en proporci¨®n geom¨¦trica.

En el peque?o palacio barroco, la bandera de Kobarega ondeaba sobre el silencio azul del cielo a punto de ocaso. El archivo eclesi¨¢stico -ahora museo del pueblo en armas- estaba en una placita abarrotada de perros y ni?os que jugaban desnudos: en el centro, una escultura neocl¨¢sica consa graba la esteatopigia de una mujer africana que levantaba la bandera y andaba sobre las ruinas de la cultura occidental, representada por un piano, la torre Eiffel, el sistema m¨¦trico decimal, la guillotina, el c¨®digo napole¨¢nico y los bustos de todos los presidentes norteamericanos y sus esposas. Un r¨®tulo malherido indicaba que aquel edificio era el museo del pueblo en armas. Debajo, el directorio revolucionario de Kobarega advert¨ªa que cualquier al teraci¨®n del orden revolucionario en el interior del museo ser¨ªa castigado con 27 latigazos.

ARCHIVO Y CAOS

Un guardia la acompa?¨® hasta el subterr¨¢neo donde estaba el archivo. La humedad calaba las paredes descascarilladas. Hab¨ªa monta?as de papeles: s¨®lo el caos pod¨ªa haber clasificado todos aquellos papeles ro¨ªdos y amontonados por la humedad, homenaje a la confusi¨®n burocr¨¢tica propia de la hora de las grandes urgencias.

Oda removi¨® carpetas polvorientas. Mir¨® al guardia. Oje¨® expedientes sin saber qu¨¦ le¨ªa. Le entr¨® una a?oranza absoluta como quien se encuentra perdido en medio de un bosque cuando cae la noche. Lo a?or¨¢ todo, sus animales de felpa, los tranv¨ªas de su ciudad, la redacci¨®n de La Voz de Caotania, la tutela ¨¦tica de su admirado profesor Peene. Le entr¨® miedo de quedarse sola para siempre, de descubrir no una verdad sobre los secretos de la descolonizaci¨®n de Kobarega, sino una herrumbre que pudiera dejarla arrinconada para toda la vida. Penetraba entre el papelamen como quien pasa ante una fila de cad¨¢veres para identificar al amigo muerto en un accidente ferroviario.

De golpe, por casualidad, encontr¨® una pista sobre el expediente de compensaciones industriales. Sigui¨® buscando con nueva ilusi¨®n. Era como seguir un hilo que no se romp¨ªa. Saltaba de una carpeta a otra, repasaba el ¨ªndice de documentaci¨®n. Recuperaba la finalidad de su viaje: Kobarega ya no era un paisaje de la mente, sino una concreci¨®n donde pod¨ªa verificar las palabras de Asard que la hab¨ªan dirigido all¨ª. La zona, devastada en 1958 tomaba forma ante sus ojos: mapas, gr¨¢ficos, estad¨ªsticas, presupuestos, v¨ªctimas y da?os.

Finalmente tuvo en las manos el expediente de compensaciones industriales. Se acerd¨® ala l¨¢mpara, alej¨¢ndose del guardia, y abri¨® la carpet¨¢con el coraz¨®n desbocado.

Un paquete de peri¨®dicos cay¨® por los suelos. Eran ejemplares de La Voz de Caotania de aquella misma semana. Salt¨® agitada entre los peri¨®dicos, pero s¨®lo encontr¨® una hoja de papel con un gran signo de interrogaci¨®n dibujado con tinta roja. Por lo dem¨¢s, el expediente estaba totalmente vac¨ªo.

Sali¨® del museo y busc¨® el hotel El Descanso Popular. Entre bailes y cantos, los ciudadanos de Kobarega reposaban de la huelga antiimperialista. En medio de la gran avenida, pompa colonial toda ella, se levantaba el gran cadalso con la m¨¢quina el¨¦ctrica dedicada a amputaciones sin peligro de infecci¨®n, bodas irreprochables entre la medicina y la justicia.

Andaba absorta, palpando en e interior de su alma las costras de primer fracaso de su vida. No gust¨® el tacto rasposo de la decepci¨®n, y record¨® la alegr¨ªa perenne de sus amigos los delfines y la ligereza de las nubes con las que hab¨ªa conversado aquella ma?ana, a millares y millares de metros por en cima de las astucias humanas.

UN DISIDENTE

En el bar de El Descanso Popular, un ind¨ªgena con aspecto d ind¨ªgena se le acerco y le salud con una sonrisa de t¨ªmido capaz de todo.

"Si me permite saludarla... Soy un disidente".

Oda qued¨® petrificada. No pod¨ªa suponer que Kobarega pudiera abrigar en su interior ninguna disidencia: por una parte, porque le parec¨ªa fuera de lugar, y por la otra, porque las advertencias de amputaci¨®n o flagelaci¨®n le hac¨ªan pensar que las conductas discrepantes no estaban bien vistas.

"?C¨®mo dice? ?Disidente?", repet¨ªa en voz baja mientras observaba si alguien la escuchaba.

"Di-si-den-te", silabe¨® el desconocido, levantando el tono de voz en la s¨ªlaba sucesiva.

At¨®nita, apel¨® al reflejo condicionado de su experiencia period¨ªstica.

"?Disidente de la ruptura o de la reforma?".

"Pero si aqu¨ª hemos hecho ya la revoluci¨®n" dijo el disidente estallando en risas desafinadas.

Oda oje¨® con alarma por todo el bar, pero aquellas risotadas no encontraban otro eco m¨¢s que otras risotadas y campanilleos de vasos.

"La disidencia discute sobre la reforma o la ruptura, s¨ª, pero dentro de la revoluci¨®n. ?Reforma, ruptura o amputaci¨®n?", y sin despedirse sali¨® del bar como quien cierra la radio cuando dan publicidad.

Cuando recog¨ªa la llave de su habitaci¨®n, Oda coincidi¨® con la joven monja que hab¨ªa secuestrado el avi¨®n. Sin h¨¢bito, reconoci¨® en ella a una condisc¨ªpula de las clases unversitarias del profesor Peene. Conservaba en el vientre el recuerdo del culatazo, pero recordaba tambi¨¦n que la tortilla de las revoluciones no es posible si no se rompen antes las c¨¢scaras de los huevos.

"S¨ª. Te reconoc¨ª en el avi¨®n, pero en aquellas circunstancias deb¨ªa considerar que estabas en territorio enemigo. En estos secretos, los viajeros pueden llegar a ser muy desagradables. Por suerte, todo fue bien. Me han recibido de forma muy positiva. Ahora haremos un seminario sobre el secuestro como arma del proletariado. Incluso nos pagar¨¢n las dietas".

"?Te acuerdas de las clases de Peene?", dijo Oda, buscando la complicidad en la a?oranza de las teor¨ªas.

"No me hables de aquellos tiempos. Qu¨¦ aburrimiento... Prefiero viajar".

Era ya noche oscura, y Oda volvi¨® a encontrarse sola, con las manos vac¨ªas, tan lejos de Caotania, en un hotel hecho de desperfectos.

En la rotonda del vest¨ªbulo colonial de El Descanso Popular, los bur¨®cratas de la revoluci¨®n que administraban el dinero p¨²blico como si fuera suyo, y los hombres de Caotania que deseaban hacer lo mismo, conferenciaban con aire responsable. Nunca falta un momento en que la codicia del Estado y la responsabilidad privada -o la responsabilidad del Estado y la codicia privada- se adecuan a un mismo antifaz mientras se hacen cucamonas.

Con el tono de voz de los mercaderes en el templo, toda forma de riqueza era chuleada y envidiada. Uno de los tatuajes del coraz¨®n humano es la l¨ªnea de sombra que separa la legalidad del delito: el mercado negro de Kobarega era el axioma de un rinc¨®n oscuro del alma que no acepta obst¨¢culos para atesorar, depredar, acaparar o trocar.

En su habitaci¨®n, Oda se ech¨® sobre la cama, con un cansancio desconocido. Mariposas nocturnas revoloteaban en la l¨¢mpara y llegaba un murmullo de cuerpos y hojas desde la calle.

El tel¨¦fono la despert¨®.

"Asard nunca estuvo en Kobarega. No digo nada m¨¢s. Las paredes oyen. No insista", y Oda qued¨® escuchando el bip-bip del tel¨¦fono colgado ya en el otro extremo de la comunicaci¨®n an¨®nima.

Todav¨ªa era medianoche. Mir¨® su cuerpo desnudo en el espejo y esto la calm¨®.

ORQU?DEAS Y UNA COPA

Llamaron a la puerta. El camarero le entregaba un ramo de orqu¨ªdeas. Entre las flores, una tarjeta con bandera de Kobarega y el nombre del director del Instituto Internacional para la Paz y, con caligraf¨ªa gruesa, la propuesta de que bajara a tomar una copa en el bar.

En el ascensor, Oda se perfum¨® profusamente, con la idea de parecerse totalmente a una orqu¨ªdea.

El director del Instituto Internacional para la Paz ten¨ªa aspecto de intelectual que ya no lee nada.

"He sabido que usted hab¨ªa llegado felizmente a nuestra isla y era una deber de hospitalidad ofrecerle una copa la primera noche de su estancia en nuestro maravilloso pa¨ªs", dijo con la mirada triste de los intelectuales resentidos, capaces de las mayores barbaries.

"En el Instituto de Kobarega para la Paz admiramos su prosa sint¨¦tica y la perspectiva exacta de sus art¨ªculos".

Aunque complacida por el elogio, Oda le pregunt¨® c¨®mo hab¨ªa sabido de su presencia en Kobarega.

"Una de mis constantes obligaciones es concoer puntualmente la llegada de los visitantes ilustres para hacer m¨¢s instructiva su estancia en nuestra admirable isla. Por ejemplo, s¨¦ perfectamente qui¨¦n es usted y de d¨®nde viene. Usted se revel¨® como periodista en las primeras elecciones democr¨¢ticas de Caotania, tras la muerte del mariscal. Su columna en La Voz de Caotania es m¨¢s que temida. Ahora prepara la biograf¨ªa de un personaje turbio y pel¨ªgroso: Asard, confidente del mariscal y agente nefasto de la descolonizaci¨®n de Kobarega. No hace mucho la secuestraron un par de veces. Desde entonces est¨¢ amenazada de muerte y no pasa d¨ªa sin que amenacen al diario en que escribe con el lanzamiento de bombas. Ahora est¨¢ en Kobarega de vacaciones. ?Me equivoco?

Oda ya hab¨ªa olvidado algunos detalles de su propia biograf¨ªa y, sinceramente, la encontr¨® constructiva. El director del Instituto Internacional para la Paz no lo ve¨ªa de la misma forma, y como quien hace una referencia clim¨¢tica le pregunt¨®: "?Ha encontrado lo que buscaba entre los papeles del archivo eclesi¨¢stico?".

La barra del bar se hab¨ªa convertido en un casino clandestino: los dados rodaban sin abolir el azar y el juego animaba las voces y los gestos.

"Nos enteramos de todo de forma r¨¢pida y precisa. Es la forma revolucionaria de proteger de s¨ª mismos a los ciudadanos. A veces podr¨ªan da?aise si no estuvi¨¦ramos observ¨¢ndolos de cerca a fin de protegerlos. Ciertamente, se trata de una situaci¨®n provisional. En un futuro, cada ciudadano de Kobarega ser¨¢ un aut¨®nomo, insufructuario de una libertad que Occidente no conoce, la libertad que es fruto de la revoluci¨®n y no de la burgues¨ªa. El cinismo de los pa¨ªses democr¨¢ticos es infinito. Actualmente no podemos renovar nuestro material judicial -un tanto anticuado, realmente- porque los pa¨ªses occidentales han acordado el embargo comercial de los instrumentos de tortura y amputaci¨®n contra todos los pa¨ªses no considerados democr¨¢ticos. Kobarega no quiere participar en el gran banquete de la democracia burguesa. Occidente acabar¨¢ con una indigesti¨®n mortal.

Oda se inquiet¨® como si estuviera en la consulta de un m¨¦dico que siempre hace diagn¨®sticos antip¨¢ticos.

"La pregunta era, efectivamente, si ha encontrado lo que buscaba en el antiguo archivo eclesi¨¢stico", repiti¨® el director del Instituto para la Paz.

Oda no sab¨ªa qu¨¦ deb¨ªa responder.

"En todo caso, mi pregunta podr¨ªa ser: ?qu¨¦ buscaba usted? Si yo lo supiera, quiz¨¢ podr¨ªa ayudarla", convirti¨® el tono de voz en un murmullo de conspiraci¨®n: "Cr¨¦ame, puedo ayudarla".

Oda pidi¨® qu¨¦ acusaciones imputaban en Kobarega a Assard.

"En Kobarega no acusamos a nadie de nada. Nos defendemos. No acusamos de nada a Assard. En todo caso, lo haremos dentro de unos a?os, lo har¨¢n los partidos pol¨ªticos cuando el pueblo est¨¦ suficientemente maduro para fundarlos y tengan la autorizaci¨®n para hacerlo. La revoluci¨®n no acusa nunca: ¨²nicamente defiende. Nunca ataca: razona".

Oda estaba dispuesta a todo con tal de demostrar al director del Instituto Internacional para la Paz que ella merec¨ªa la confianza del pueblo de Kobarega.

"Velamos por nuestra pureza ideol¨®gica. Los intelectuales de Caotania nos mandan exceso de papeles y pocas energ¨ªas".

La voz adopt¨® un tono de s¨²plica civilizada: "?Ha encontrado algo esencial en el archivo del museo del pueblo en armas?".

Acababa de entrar un grupo de fot¨®grafos, como si esperasen en El Descanso Popular la visita de alguna actriz europea sin contrato que ven¨ªa a proclamar su adhesi¨®n a la revoluci¨®n institucional. Luego lleg¨® un c¨¢mara de televisi¨®n. Instalaban focos.

"Usted no entiende que la revoluci¨®n tiene enemigos. Es cuesti¨®n de vida o muerte que yo sepa si ha encontrado algo en el archivo". La s¨²plica empezaba a ser poco civilizada.

Todos quienes estaban en el bar se volvieron hacia la puerta. Se escuch¨® la llegada veloz de un coche, portazos secos, pasos marciales. Entr¨® en el bar un capit¨¢n de la guardia popular de Kobarega seguido de guardias con traje de combate y ametralladoras. La c¨¢mara de televisi¨®n zumbaba, con el foco dirigido hacia Oda y su anfitri¨®n. Los flashes de los fot¨®grafos estallaban sin parar.

El capit¨¢n de la guardia popular dijo, con voz reglamentaria, dirigi¨¦ndose al director del Instituto Internacional para la Paz: "En nombre de la revoluci¨®n institucional de Kobarega, se le acusa de colaboraci¨®n con las actividades contrarrevolucionarias de agentes provocadores extranjeros y se les condena a la amputaci¨®n de la lengua y de las orejas". Se volvi¨® hacia Oda y la conmin¨®: "Queda usted detenida, acusada por el pueblo de Kobarega de actividades de sabotaje".

Una ovaci¨®n popular acogi¨® las acusaciones del capit¨¢n. No colaborar con la justicia del pueblo se castigaba con la amputaci¨®n del dedo mayor del pie. Oda fue escoltada hasta el coche, que se la llev¨® a toda velocidad por las calles de la capital de Kobarega atropellando tres disidentes, cuatro gallinas y la vieja bruja de una tribu dispersa, que antes de morir tuvo tiempo para proferir un conjuro mal¨¦fico contra la nueva t¨¦cnica que el mundo de los demonios exteriores hab¨ªa hecho llegar a Kobarega.

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