Vivir bien es la mejor venganza
JOS? DONOSO
La Ertzantza
El martes 13 de agosto, mi coche -placas suizas- fue detenido por,una pareja de la Ertzantza en Irubide, carretera de San Sebasti¨¢n a Bilbao, cuando circulaba con entera normalidad y sin motivo aparente alguno. Los polic¨ªas me ordenaron que les siguiera hasta su jefatura, en el alto de Miracruz, y all¨ª se me inform¨® que deb¨ªa pagar 5.000 pesetas por "conducir sin el correspondiente seguro obligatorio". El seguro en cuesti¨®n era, seg¨²n parec¨¦, la carta verde. Cuando les expliqu¨¦ que las p¨®lizas de seguros suizas cubr¨ªan al asegurado en todos lospa¨ªses de Europa y que pod¨ªa aportar pruebas, se me contest¨® que lo ¨²nico que les interesaba era las 5.000 pesetas. Con el fin de esclarecer el asunto, quisiera poder establecer tres hechos:
1. La p¨®liza de segur-os suiza cubre al asegurado en toda Europa. Falta por saber si la Ertzaritza considera que Euskadi es Europa.
2. Para que una ley pueda ser aplicada debe antes ser hecha p¨²blica y dada a conocer a todas las categor¨ªas de ciudadanos afectados por ella. As¨ª, en la frontera del Estado espa?ol no se exige ni se ha exigido desde hace muchos a?os la carta verde, a diferencia de las fronteras de Francia, Portugal o Marruecos. No existen tampoco carteles anunciadores de tal obligatoriedad como los hay en las fronteras citadas o como ha colocado el Ayuntamiento de: San Sebasti¨¢n en las entradas de la ciu-
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La Ertzanza
Viene de la p¨¢gina 9dad para indicar la.obligatoriedad de la ORA.
3. La mordida de 5.000 pesetas a un residente en el extranjero que de todas maneras cumpl¨ªa con la ley, una curiosa ley para uso privado de la polic¨ªa, es un acto digno de una rep¨²blica bananera.
Estos curiosos m¨¦todos de autofinanciaci¨®n de la Ertzanza no son muy originales: sus predecesores hac¨ªan lo mismo.- -Queda una sensaci¨®n de que no son suficientes, al leer hoy las novelas de Fitzgerald. Falta, por un lado, el macrocosmos y el compromiso que nos hemos, habituado a estimar necesario en una gran novela, y por otro, despu¨¦s de todos los a?os de extremada experimentaci¨®n formal, la maravillosa perfecci¨®n epid¨¦rmica de Fitzgerald ya no nos parece motivo de admiraci¨®n. Por otra parte, ya no nos podemos identificar con el mundo que pinta -la Riviera, los millonarios del Long Island, el charlest¨®n, las depresiones nerviosas de gente tremendamente sensible-, e incluso dudamos que exista. O queremos dudar que haya existido alguna vez ese mundo descocado, de juego, de frivolidad, de vidas malgastadas en bares elegantes, frente al cual, nuestro puritanismo contempor¨¢neo se alza con rechazo. La profundidad literaria es otra cosa, decimos, exige un compromiso, un riesgo formal y de contenido que no podemos encontrar en Fitzgerald.
Al leer una reciente edici¨®n de su correspondencia, sin embargo, el personaje Fitzgerald, hasta ahora cautivo en el tr¨¢gico mito vacuo creado por su propia vida y la de Zelda, su mujer, toma una dimensi¨®n ausente en las novelas. No es que las cartas nos descubran un compromiso de Fitzgerald con los grandes problemas colectivos de la d¨¦cada del treinta, (las cartas de esta d¨¦cada, la del final de su vida, son las mejores): la guerra civil espa?ola, el estalinismo, el desempleo en EE UU, el fascismo, que lo aproximar¨ªan a la sensibilidad de los escritores de hoy, que, pese a rechazar
te¨®ricamente este compromiso en busca del texto puro, se sienten arrastrados a ¨¦l por la fuerza de las circunstancias hist¨®ricas que nos aprisionan dentro de obsesiones colectivas de las que no podemos (?c¨®mo?) liberarnos. Pero en la correspondencia de Fitzgerald existe tal humanismo l¨ªrico que uno no puede dejar de sentir nostalgia por aquello que nuestra preocupaci¨®n por revoluciones y luchas pol¨ªticas, por fundaciones y batallas, ha relegado a la oscuridad porque para nosotros lo colectivo tiene mayor importancia que lo personal. El que esto escribe sinti¨® al leer la correspondencia de Fitzgerald una gran nostalgia por el lirismo, por lo individual en la novela, por la novela de talla humana, por la novela de personajes, que siempre ha abundado en la literatura norteamericana, a veces, como en Updike, por ejemplo, desprovista de ninguna alusi¨®n al macrocosmos ideol¨®gico e hist¨®rico. Tal vez sea la tradici¨®n individualista en la novela norteamericana lo que m¨¢s nos aleja de ella. Aunque tal vez haya llegado el momento en que la novela latinoamericana comience a estabilizarse, equilibrando el afuera con el adentro, las batallas con las personas, lo general con lo individual.
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Por eso el lirismo de las cartas de Fitzgerald parece ejemplar. Pocos epistolarios revelan a un hombre tan limitado, pero tan inteligente y sensible, que se ocult¨® bajo la epidermis brillante y fr¨ªvola de sus novelas. Las cartas a Maxwell Perkins, su genial editor, relatan minuciosamente los pormenores de su quehacer y su lucha literaria. Las cartas a su hija Scottie pintan sus esfuerzos por educarla con la dureza con que no lo educaron a ¨¦l, para evitarle los errores que a Fitzgerald lo llevaron al desastre del alcohol, y a Zelda a la locura. Y las cartas a Hemingway relatan los altos y bajos, a veces dram¨¢ticos, y en que Fitzgerald siempre sali¨® perdedor, de una amistad ambivalente.
Pero quiz¨¢ las cartas m¨¢s conmovedoras son las pocas dirigidas a Gerald y Sara Murphy. ?Qui¨¦nes eran los Murphy? Si uno lee una vida de Cole Porter (perd¨®n por la frivolidad) o Living well is the bestrevenge. (Vivir bien es la mejor venganza), uno se encuentra con una pareja de personajes sacados de las p¨¢ginas de Fitzgerald. En realidad, Tender is the night est¨¢ dedicado a ellos, y se dice que Dick y Nicole Diver est¨¢n trazados, en la mitad inicial del libro, sobre Gerald y Sara Murphy, y en la segunda parte el autor los transforma en Scott y Zelda Fitzgerald, lo que, seg¨²n los cr¨ªticos, configurar¨ªa, dos personajes literarios desarticulados. En todo caso, Gerald y Sara Murphy eran una pareja de j¨®venes y ricos norteamericanos que desde despu¨¦s de la I Guerra Mutidial hasta la d¨¦cada de los treinta habitaron las playas de: Francia e Italia y los caf¨¦s y las, galer¨ªas de Par¨ªs: en otras palabras, la generaci¨®n perdida, cuando, seg¨²n las palabras de otra expatriada norteamericana, Gertrude Stein, "Par¨ªs era donde suced¨ªa el siglo XX". Fue Gertrude Stein quien bautiz¨® a la generaci¨®n perdida, y Gerald Murphy quien la defini¨® m¨¢s famosamente: "Aunque todo suced¨ªa en Francia, de alg¨²n modo fue todo una experiencia norteamericana": el charlest¨¢n, el gin, los bares, los negros, el ruido, las m¨¢quinas. En casa de los Murphy no s¨®lo se encontraban. norteamericanos como Cole Porter y Monty Woolley, Fitzgerald, Hemingway, Gertrude Stein y Ezra Pound, que asist¨ªan a sus fiestas en el tiempo cuando Par¨ªs era una fiesta, sino tambi¨¦n europeos como Picasso, Stravirtski, Fernand L¨¦ger, la gente del Ballet Ruso de Diaghilev, lady Adby y lady Diana Manners.
Pero a poco andar de la d¨¦cada de los a?os treinta, esta pompa de jab¨®n comenz¨® a desintegrarse, a cambiar y desaparecer como consecuencia de la gran quiebra de Wall Street y la preparaci¨®n de la II Guerra Mundial. La tragedia se cierne sobre los grandes fr¨ªvolos que le hab¨ªan dado el tono a la d¨¦cada anterior, por lo menos en lo que al arte y la literatura que a nosotros nos lleg¨® se refiere, y a medida que las artes se hacen m¨¢s serias y comprometidas, los protagonistas de los a?os veinte desaparecen bajo la nube de la vejez, la bancarrota, el fracaso y el olvido. La nueva generaci¨®n desprecia la literatura fr¨ªvola de Fitzgerald. Los editores se niegan a publicarlo; las revistas, a interesarse por sus cuentos. Cargado de de¨²das, destruido por el alcohol, el cigarrillo y la locura e intentos de suicidios de su mujer, a quien niantiene encerrada en una casa de salud, va a trabajar oscuramente en Hollywood (tambi¨¦n lo hace Faulkner), donde gana algo de dinero. All¨ª lo cuida su ¨²?tima amiga, Sheilali Graham, y escribe los guiones de algunas pel¨ªculas populares que los que tenemos 60 a?os recordamos, aunque sin relacionar con ellas el nombre de Fitzgerald: Madame Curie y algunas pel¨ªculas de Joan Crawford. Fitzgerald muere en Hollywood, de una serie de ataques al coraz¨®n, solo y en bancarrota, a los 44 a?os.
Las cartas de Fitzgerald a los Murphy son desgarradoras porque est¨¢n escritas desde la desgracia: un hombre enfermo y olvidado y ya no tan joven se pone en contacto con la pareja que le inspir¨® uno de sus grandes libros, ellos azotados por la muerte sucesiva, en dos a?os sucesivos, de sus dos hijos varones. Gerald hab¨ªa sido el hombre, que pose¨ªa "el mayor virtuosismo para tratar a la gente", y ¨¦l y su mujer eran "maestros en el arte de vivir". Pero las de ellos'fueron las verdaderas "vidas malgastadas", que no dejaron huella, y en esencia, a su regreso a EE UU, eran s¨®lo dos personas maduras, ya no tan ricas, que hablaban de cosas y con un estilo que ya no era de la ¨¦poca, que vivieron adjetivamente en torno a los creadores que dejaron algo, como Cole Porter, y Fitzgerald. Tal vez estas cartas desmientan lo que dice Fitzgerald: "El amor a la vida es esencialmente tan incomun¨ªcable como el dolor". La virtud de este epistolario es que nos comunica ambas emociones con la mayor generosidad del mundo, que era la esencia misma del coraz¨®n de este falso fr¨ªvolo.
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