Robert Graves recibi¨® sepultura en Dei¨¤ entre el callado dolor de sus vecinos
El d¨ªa que muri¨®, su hija finalizaba una traducci¨®n suya al castellano
La sepultura de Robert Graves fue abierta ayer por la ma?ana en la tierra del peque?o cementerio de Dei¨¤, con las medidas justas para un ata¨²d que hace a?os habr¨ªa sido m¨¢s largo. El lento transcurrir de estos 10 ¨²ltimos a?os encogi¨® el cuerpo y la memoria del poeta. La pl¨¢cida vejez le alej¨® de la pluma dolorosa, diestra en transcribir los versos de sus visiones po¨¦ticas, y el escritor caminaba a diario estrechos caminos de cabra para recoger aceitunas y quemar rastrojos al atardecer. Intrigado por la extravagante presencia del aliento de la muerte en los tejidos de la vida, el escritor, que ya no escrib¨ªa, pensaba la historia de su vida.
La familia de Robert Graves admiraba la disciplinada consecuencia del hombre atado a su destino, buscado y labrado. Lo cuidaron y dispusieron la determinaci¨®n de acompa?arlo siempre. Cuando el escritor dej¨® de hablar y consent¨ªa con sonrisas mudas ser paseado fuera del lecho de su largo sue?o, sus hijos, Luc¨ªa, Juan, Tom¨¢s o Guillermo, y su mujer, Beryl Pritchard, adivinaron en las sabias arrugas de su rostro el pausado retorno al pasado. Una por una, visitadas con valor: en las amplias y desnudas regiones del sue?o, Robert Graves se desenvolv¨ªa para vivir de frente los episodios de su vida.La peor crisis fue percibida con violencia y todos comprendieron que hab¨ªa alcanzado, mediante el secreto ardid del pensamiento, las trincheras abiertas con los europeos asesinos en su primera gran guerra. Despues vino la fraternidad de la adolescencia, y m¨¢s tarde la tierna ilusi¨®n de la infancia, que dio paso a la sonrisa primigenia de la despedida.
El arte de la cautela
En el cementerio, despu¨¦s de cavar con destreza la tierra los sepultureros mallorquines beben un trago de licor, colocan el ata¨²d y cumplen la met¨¢fora inevitable del olvido: lanzan al agujero con la pala la tierra. La familia observa cabizbaja sin ostentar pena. El largo adi¨®s de Robert Graves al mundo, que sembr¨® de indicios po¨¦ticos y escrituras iluminadas, fue tambi¨¦n un acto del amor que declar¨® perseguir: una muerte sin drama ni llanto desconsolado.El arte de la cautela, precepto glorioso de la literatura m¨ªstica mortuoria, perteneci¨® a Robert Graves. Sus 90 a?os le han permitido vivir el siglo de los acontecimientos grotescos o maravillosos para despedirse, lentamente, de todo eso.
Los vecinos de Dei¨¤, que entierran en el elevado promontorio de la iglesia s¨®lo a los viejos muertos por agotamiento de plazo vital, no dicen nada: el rito de la desaparici¨®n les ha exigido un nuevo p¨¦same. Pero raras veces manifiestan pesadumbre.
Los extranjeros residentes, viejos n¨®madas agotados por una b¨²squeda infructuosa, arrastrados al pueblo hace a?os por la leyenda del poeta y por sus discretas alusiones a la isla de oro, seg¨²n el anagrama acu?ado por el poeta Rub¨¦n Dar¨ªo (principalmente Robert Graves salud¨® a Mallorca en El vellocino de oro, Siete d¨ªas en Nueva Creta y Mallorca observada), reflexionan ahora la ausencia del hombre que invent¨® Dei¨¤. El peque?o pueblo de monta?a podr¨ªa haber sido un solitario pueblo de pescadores y pastores, ociosos todas las tardes en el caf¨¦.
Pero la migraci¨®n compulsiva de la d¨¦cada de los sesenta y la persecuci¨®n intelectual de las ciudades hind¨²s transform¨® a Dei¨¢ en un puerto permanentemente provisional para los que no tuvieron el valor de llegar o el dinero necesario para volver.
Anhelando saciarse con el fuego descendente de las iluminaciones prometidas por la literatura de Graves, muchos enterraron sus j¨®venes a?os, desgranando en la barra del bar su rosario de horas muertas.
El 7 de diciembre cayeron las primeras hojas marrones de un oto?o tard¨ªo. Sin viento fr¨ªo, los p¨¢jaros revolotean las copas de los cipreses. Uno de estos ¨¢rboles beber¨¢ por sus ra¨ªces el cuerpo del poeta.
La l¨¢pida que ayer instalaron los sepultureros y alba?iles despreocupados sobre el foso de Robert Graves no pod¨ªa ser m¨¢s sencilla: en el cemento fresco uno de ellos caligrafi¨® el nombre del escritor y el ¨²nico t¨ªtulo que ¨¦ste declar¨® merecer: "Robert Graves. Poeta. 24 de julio de 1895. 7 de diciembre de 1985"
Los hijos traductores
El mismo d¨ªa en que Robert se apag¨® -"como siempre fue: pl¨¢cido, sin asustar a nadie", seg¨²n contaba su yerno, el m¨²sico catal¨¢n Ram¨®n Farr¨¢n-, Luc¨ªa Graves hab¨ªa finalizado la traducci¨®n de la obra La mujer de Mr. Milton. Tom¨¢s Graves correg¨ªa las galeradas de un relato que publicar¨¢ en catal¨¢n: una descripci¨®n razonada de las penurias de George Sand en la isla. Tom¨¢s ha reconstruido la vieja imprenta que Robert Graves instal¨® en Dei¨¢ en 1929 y que, bajo el sello Seizin Press, le permiti¨® difundir muchos de sus poemas. Tom¨¢s ha recuperado el sello, New Seizin Press, para editar peque?as joyas de bibli¨®filo.Mientras las autoridades se retiran de su cumplido protocolo y los vecinos aprietan d¨¦bilmente las manos, el cielo cubierto de nubes grises y azules y las aves alborotadas por la tormenta inminente, no soplan ning¨²n indicio digno de ser interpretado.
La familia sirve en Ca'n Alluny un t¨¦ para los amigos. Algunos de ellos recuerdan en silencio una de las m¨¢s significadas contribuciones de Graves al indescifrable signo de los tiempos: su descripci¨®n de la mujer.
A ella le atribuye el don de la protecci¨®n concedida a los poetas conforme a la tradici¨®n. Pero tambi¨¦n adiverte que esa misma mujer est¨¢ pose¨ªda por una crueldad necesaria cuyo veneno no controla y desconoce.
Una mujer que practica una supuesta arbitrariedad, dispuesta a la aniquilaci¨®n del hombre debilitado. Una mujer cuya ambivalencia desconcertante es el acertijo de la supervivencia y su predominio silencioso una orden natural irrebatible.
Babelia
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