La vuelta al mundo en Seis D¨ªas
Los cuerpos de los hombres se arquean sobre la cruz de los manillares para tomar el relevo. Debajo, en los cuadros de las m¨¢quinas, las bielas, los ¨¢ngulos y los tirantes ceden imperceptiblemente y se transforman en r¨®tulas, nervios y articulaciones; son un segundo esqueleto de acero al titanio capaz de fundirse con el corredor en una figura distinta, en una forma impensable en el mundo de los hierros y los animales. Cuando va a sonar la campana, el ciclista y la bicicleta son un monstruo curvo y diagonal que se agazapa sobre la l¨ªnea de salida, preparado para saltar.Alrededor, los espectadores, cientos de hombres, mujeres y ni?os, no tienen el aire confuso de la hinchada, sino el suave aire templado de los pueblos en fiesta. Nadie puede disfrutar tanto de la fiesta de un solo d¨ªa como un pueblo capaz de esperarla durante todo un a?o, y durante todo el a?o, las gentes del ciclismo han tenido que resignarse a la espera y a la fugacidad. Al paso fugaz de los corredores en las grandes carreras por etapas, al r¨¢pido caos de las llegadas en pelot¨®n, o al destello de gorras y tubulares en el sprint final. Como ante todo lo que es agradable y ef¨ªmero, ante las carreras al aire libre se piensa siempre en la pr¨®xima vez. Quiz¨¢ en un largo hect¨®metro dividido en fracciones de segundo donde se resumieran las escapadas en solitario, los desfallecimientos, la man¨ªa persecutoria, la lucha mec¨¢nica de los aut¨®matas y la noci¨®n de esfuerzo sobrehumano. Pues bien, todas las condiciones que distinguen la ¨¦pica del c¨ªclismo, con la ¨²nica excepci¨®n de la gran escalada, pueden reunirse en la plaza el¨ªptica de los vel¨®dromos con el pretexto de unos Seis D¨ªas.
Testigo privilegiado
Sin necesidad de perder nunca de vista a los corredores, cualquier espectador profano puede ser testigo del trabajo de un gregario o de un jefe de fila. La preparaci¨®n del sprint del hombre r¨¢pido, o la entrega del ¨²ltimo gramo de energ¨ªa en el empell¨®n del relevo, o la trepada por el bucle de la pista, o la suma de esfuerzos en la persecuci¨®n, o las terribles ca¨ªdas deslizantes, con todo el plomo del cuerpo sobre un costado, o la elevaci¨®n de los brazos sobre la l¨ªnea de meta, no son ¨²nicamente una muestra del ciclismo; son el ciclismo.
En los ¨²ltimos 30 a?os, millones de espectadores de toda Europa han aprendido el terrible golpe de pedal de Van Stembergen, las escapadas del dromedario Van Looy, o aquel golpe de pecho con que Poblet consegu¨ªa convertir los pedales en un molino de viento, o el cambio de ritmo de Eddy Merckx, o ahora, en el Palacio de Deportes, el ligero continente de Laurent Fignon, que antes de retirarse ha asombrado a las gentes con su estilo de monja voladora. Durante seis d¨ªas por a?o, es bueno encerrar a los ciclistas en una jaula ovalada y compartir con ellos los altavoces de feria, el fuelle de los faroles, el olor del linimento y la furia de la campana. Luego, podemos subirnos a una bicicleta de madera en la azotea de nuestra casa, vendarnos los ojos, hacernos quemar las barbas con teas de bet¨²n y respirar a pleno pulm¨®n el esp¨ªritu de Fausto Coppi.
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