Hemingway contra Goethe
La vivienda del hombre no es siempre ¨¦l, aunque haya habitado entre sus paredes un largo trecho de su vida. Pero en este caso s¨ª. La vivienda de Ernest Hemingway en Cuba, su finca La Vig¨ªa, donde mor¨® por m¨¢s de 20 a?os, es ¨¦l. Donde quiera que uno mire (el bosque que rodea la casa; la campana que hab¨ªa que hacer sonar para anunciarse; la estera de Otahiti que recubr¨ªa el suelo; la espaciosa butaca donde otro cuerpo que no fuera el suyo sobraba; la rectangular cama en que dorm¨ªa; su m¨¢quina de escribir -vieja, port¨¢til, gloriosa-, asentada sobre el Qui¨¦n es qui¨¦n en Estados Unidos, 1954-1955; la piel de ant¨ªlope donde se paraba para tecle¨¢'los di¨¢logos o esbozar a l¨¢piz las narraciones con su letra demorada, cuidadosa, redonda -letra de colegial aplicado-; el ba?o donde diariamente hac¨ªa ejercicios y se pesaba: la ¨²ltima vez que subi¨® a la balanza -est¨¢ en la pared- registr¨® un peso de 73 kilos, la enfermedad que provocar¨ªa el disparo en Sun Valley ya estaba en su organismo; en el propio ba?o, el lagarto que se defendi¨® corajudamente de las u?asy los colmillos de un gato y que Hemingway trat¨® in¨²tilmente de curar y cuando muri¨® conserv¨® su cuerpo en formol; el armario que guarda a¨²n el abrigo con el que desembarc¨® en Normand¨ªa, un traje de torero, una chaqueta que Mary -su ¨²ltima esposa- le mand¨® a confeccionar con la piel de un le¨®n cazado por ¨¦l, pero que deb¨ªa resultarle inc¨®moda, pues es ¨¢spera: rugosa, poco flexible; de todas maneras, su aventura humana est¨¢ un poco en estas prendas: la guerra, los toros, la caza; en una palabra, la violencia; y aun fuera de aqu¨ª se le puede topar, aunque sea s¨®lo su sombra: el bar Floridita, donde charlaba con los cantineros y tomaba notas y daiquiris; la playa de Coj¨ªmar -escenario de El Viejo y el mar-, a la que se trasladaba cuando Gregorio, el patr¨®n de su yate Pilar, le avisaba que corr¨ªa la aguja). Donde quiera que uno mire, s¨ª, le parece encontrar su presencia.S¨ª, a trav¨¦s de la casa, se le puede reconstruir, o, por lo menos, una parte de ¨¦l, ya que uno siente entre tantos objetos, entre el abigarrado y a la vez curiosamente met¨®dico rastro de su vida, que hay algo inasible, algo que se escapa por mucho que uno se esfuerce en mirar y en tratar de hallarle un significado a lo que observa. Y es que quiz¨¢ la casa de Hemingway es como sus libros: simples en apariencia, pero en verdad profundos y misteriosos.
El hombre Hemingway est¨¢ entre estos muros, entre esos muebles fabricados por su ebanista personal cubano, entre sus cabezas disecadas de animales (que a veces alarman, como las abiertas mand¨ªbulas de ese tigre que acecha al visitante desde el piso, y otras dan l¨¢stima, como el hermos¨ªsimo cuello de la gacela impala que Pepe mat¨® en las llanuras de Kenia), entre sus colecciones de armas de fuego, sables, dagas, lanzas africanas, y entre las decenas y decenas d¨¦ objetos que hac¨ªan de suinorada un real museo aun en vida de ¨¦l. Creo que siempre ha sido un museo. Es como si Hemingway lo hubiera preparado todo para decir despu¨¦s de su merte: "Aqu¨ª estoy yo, buscadme".
Y as¨ª es, ¨¦l est¨¢ aqu¨ª; uno lo siente, casi lo palpa... Y, sin embargo, tampoco est¨¢. Da la ?inpresi¨®n de que lo esencial se evade. ?Qu¨¦ es? ?Es posible que un hombre est¨¦ y no est¨¦ en la huella que dej¨® tras s¨ª? Al menos en el caso de Hemingway as¨ª ocurre, pues a pesar de todo el estruendo que acompa?¨® su carrera literaria -y su vida privada-, ¨¦l se desliz¨® sempre con los pasos imposibles de un leopardo.
Curiosamente, no encontr¨¦ al tremendo autor de Por qui¨¦n doblan las campanas, al creador de un subyugante estilo narrativo que le ha acarreado millones de lectores en el mundo entero entre sus libros, no obstante ser su casa tambi¨¦n una enorme biblioteca. Tal parece que tantos vol¨²
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Hemingway contra Goethe
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menes salieran sobrando o fueran tan s¨®lo un adorno... Pens¨¢ndolo bien, exagero, miento, pero lo hago para acentuar el contraste entre vida y letras. De todos modos, sea como sea, quiero pensar que ¨¦l era demasiado vital para caber entre las dos tapas de un libro. Dos viviendas ilustres me han fascinado por su riqueza, de un orden d¨ªametralmerite opuesto: la de Goethe, en Weimar, y la de Hemingway, en La Habana. Ambas son dos espl¨¦ndidos museos. Mas la de Goethe (un verdadero palacio) es un museo de la inteligencia, del refinamiento, en tanto que la de Hemingway lo es de la vida -si es que inteligencia y vida pueden contraponerse. La casa-museo de Goethe, racional, cartesiana, est¨¢ hecha para los amantes de la cultura cl¨¢sica, y se penetra en ella como en un sancta sanct¨®rum. Recorrer sus salones, sus galer¨ªas, sus estancias hartas de obras, de arte, es un supremo placer est¨¦tico. La vivienda de Hemingway -quiz¨¢ en contrario, pero sin que est¨¦ hu¨¦rfana de la estela de un soberano artista- es comparable a una mir¨ªfica y singular jugueter¨ªa: sin la menor duda, encantar¨ªa a un ni?o, har¨ªa sus delicias. Tal vez, por encima de su concepto dram¨¢tico de la vida, de pugna perenne entre hombre y circunstancia; por su inmerso amor a la naturaleza, a todo lo que vive y lucha sobre la tierra, a la infatigable laboriosidad humana, no es irreverencia imaginar que en lo m¨¢s ¨ªntimo de Hemingway, afortunadamente, alent¨® siempre un ni?o. Como en todo gran creador, tambi¨¦n en ¨¦l Fulguraba la ingenuidad.
Aqu¨ª, en esta casa, en estavieja residencia que el sol inunda por sus numerosos ventanales, junto a esta cciba, bajo estos emparrados, en estas losas holladas por sus pies, est¨¢ el rastro de Hemingway, de su vida, de su creaci¨®n. Rastro quiz¨¢ comparable- al del leopardo cuyos huesos ainparan para la eternidad las nieves del Kilimanjaro.
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