Los cinco puntos cardinales de Santiago
Filmamos en Santiago cinco d¨ªas m¨¢s, tiempo suficiente para probar la utilidad de nuestro sistema, mientras me manten¨ªa en contacto telef¨®nico con el equipo franc¨¦s, en el norte, y el equipo holand¨¦s, en el sur. Los contactos de Elena eran muy eficaces, de modo que poco a poco iba concertando las entrevistas que quer¨ªamos hacer a dirigentes clandestinos, as¨ª como a personalidades pol¨ªticas que act¨²an en la legalidad.Yo, por mi parte, me hab¨ªa resignado a no ser yo. Era un sacrificio duro para m¨ª, sabiendo que hab¨ªa tantos parientes y amigos que quer¨ªa ver -empezando por mis padres- y tantos instantes de mi juventud que deseaba revivir. Pero estaban en un mundo vedado, por lo menos mientras termin¨¢bamos la pel¨ªcula, de modo que les torc¨ª el cuello a los afectos y asum¨ª la condici¨®n extra?a de exiliado dentro de mi propio pa¨ªs, que es la forma m¨¢s amarga del exilio.
Pocas veces estuve desamparado en las calles, pero siempre me sent¨ª solo. En cualquier lugar que estuviera, los ojos de la resistencia me proteg¨ªan sin que ni yo mismo lo notara. S¨®lo cuando tuve entrevistas con personas de absoluta confianza, a las cuales no deseaba comprometer ni ante mis propios amigos, solicitaba de antemano el retiro de la custodia. M¨¢s tarde, cuando Elena termin¨® de ayudarme a encarrilar el trabajo, ya ten¨ªa yo bastante entrenamiento para valerme solo, y no tuve ning¨²n percance. La pel¨ªcula fue hecha c¨®mo estaba previsto, y ninguno de mis colaboradores sufri¨® la menor molestia por un descuido m¨ªo o por un error. Sin embargo, uno de los responsables de la operaci¨®n me dijo, de buen humor, cuando ya est¨¢bamos fuera de Chile: "Nunca, desde que el mundo es mundo, se hab¨ªan violado tantas veces y en forma tan peligrosa tantas normas de seguridad".
El hecho esencial, en todo caso, era que en menos de una semana hab¨ªamos sobrepasado el plan de filmaci¨®n en Santiago. Un plan muy flexible, que pemit¨ªa toda clase de cambios sobre el terreno, y la realidad nos demostr¨® que era la ¨²nica manera de actuar en una ciudad imprevisible que a cada momento nos daba una sorpresa y nos inspiraba ideas sospechosas.
Hasta entonces hab¨ªamos cambiado tres veces de hotel. El Conquistador era confortable y pr¨¢ctico, pero estaba en el n¨²cleo de la represi¨®n, y ten¨ªamos motivos para pensar que era uno de los m¨¢s vigilados. Lo mismo ocurr¨ªa, sin duda, con todos los de cinco estrellas donde hab¨ªa un movimiento constante de extranjeros, los cuales son sospechosos por principio para los servicios de la dictadura. En los de segunda categor¨ªa sin embargo, donde el control de entradas y salidas suele ser m¨¢s r¨ªgido, tem¨ªamos llamar m¨¢s la atenci¨®n. As¨ª que lo m¨¢s seguro era mudamos cada dos o tres d¨ªas sin preocuparnos por las estrellas, pero sin repetir nunca un hotel, pues tengo la superstici¨®n de que siempre me va mal si regreso a un sitio donde he corrido un riesgo. Esta creencia se afinc¨® en m¨ª el 11 de septiembre de 1973, mientras la aviaci¨®n bombardeaba La Moneda y la confusi¨®n se apoderaba de la ciudad. Yo hab¨ªa logrado escapar sin molestias de las oficinas de Chile Films, adonde hab¨ªa acudido para tratar de resistir al golpe con mis compa?eros de siempre, y despu¨¦s de llevar en mi autom¨®vil hasta el parque Forestal a un grupo de amigos que ten¨ªan motivos para temer por sus vidas, comet¨ª el grave error de regresar. Me salv¨¦ de milagro, como ya lo he contado.
Como una precauci¨®n adicional en los cambios de hoteles, Elena y yo decidimos tomar habitaciones separadas despu¨¦s de la, tercera mudanza, cada uno con una nueva personalidad. A veces me inscrib¨ªa yo como gerente y ella como secretaria, y a veces como si no nos conoci¨¦ramos. Por lo dem¨¢s, esta separaci¨®n paulatina correspond¨ªa muy bien al estado de nuestras relaciones, muy fruct¨ªferas en el trabajo, aunque cada vez m¨¢s dif¨ªciles en el plano personal.
Debo decir que entre los muchos hoteles donde nos alojamos s¨®lo en dos tuvimos alg¨²n motivo de inquietud. Primero fue en el Sheraton. La misma noche de nuestra inscripci¨®n, el tel¨¦fono de la mesita son¨® cuando acababa de dormirme. Elena hab¨ªa ido a una reuni¨®n secreta que se prolong¨® m¨¢s de lo previsto, y tuvo que quedarse a dormir en la casa donde la sorprendi¨® el toque de queda, como hab¨ªa de ocurrir varias veces. Contest¨¦ aturdido, sin saber d¨®nde estaba, y peor a¨²n, sin recordar qui¨¦n era yo en aquel momento. Una voz de chilena pregunt¨® por m¨ª, pero con el nombre postizo. Iba a contestar que no conoc¨ªa a ese se?or, cuando acab¨¦ de despertar por el impacto de que alguien me buscara con ese nombre, a esa hora y en ese lugar.
Era la telefonista del hotel con una llamada de larga distancia. En un segundo ca¨ª en la cuenta de que nadie m¨¢s que Elena y Franquie sab¨ªan d¨®nde viv¨ªamos, y no era probable que alguno de los dos me llamara en esa forma, a esa hora de la madrugada, y con el truco de que era un telefonema de larga distancia, a no ser que se tratara de un asunto de vida o muerte. De modo que decid¨ª contestar. Una mujer hablando en ingl¨¦s me solt¨® una parrafada incontenible en un tono familiar, llam¨¢ndome darling, llam¨¢ndome sweetheart, llam¨¢ndome honey, y cuando logr¨¦ abrir una brecha para hacerle comprender que yo no hablaba ingl¨¦s, colg¨® con un suspiro muy dulce: shit. Fueron in¨²tiles las averiguaciones que hice con la operadora del hotel, aparte de comprobar que hab¨ªa dos hu¨¦spedes m¨¢s con nombres parecidos al de mi pasaporte falso. No pude dormir ni un minuto, y tan pronto como Elena entr¨® a las siete de la ma?ana nos fuimos a otro hotel.
El segundo susto fue en el rancio hotel Carrera -desde cuyas ventanas frontales se ve completo el palacio de la Moneda- y fue un susto retrospectivo. En efecto, pocos d¨ªas despu¨¦s de que durmi¨¦ramos all¨ª, una pareja muy joven, haci¨¦ndose pasar por un matrimonio en luna de miel, tom¨® la habitaci¨®n contigua a la que nosotros hab¨ªamos ocupado, y emplazaron en un tr¨ªpode de fot¨®grafo una bazuca provista de un sistema de acci¨®n retardada, dirigida contra el despacho de Pinochet. La concepci¨®n y el mecanismo de la acci¨®n eran ¨®ptimos, y Pinochet estaba en su despacho a la hora se?alada, pero las patas del tr¨ªpode se abrieron con el impulso del disparo y el proyectil sin direcci¨®n estall¨® dentro del cuarto.
Los cinco puntos cardinales de Santiago
El viernes de nuestra segunda semana, Franquie y yo decidimos iniciar al d¨ªa siguiente los viajes en autom¨®vil al interior, empezando por Concepci¨®n. Para entonces nos faltaban en Santiago las entrevistas con dirigentes legales y clandestinos, y el interior de la Moneda. Las primeras requer¨ªan una preparaci¨®n complicada, y Elena se ocupaba de eso con una diligencia admirable. La filmaci¨®n dentro de la Moneda hab¨ªa sido aprobada, pero el permiso oficial escrito no ser¨ªa entregado hasta la semana siguiente. De modo que Franquie y yo dispon¨ªamos del tiempo necesario para terminar el trabajo en el interior del pa¨ªs. Con ese fin le indicamos por tel¨¦fono al equipo franc¨¦s que regresara a Santiago una vez terminado su programa del norte, y le pedimos al equipo holand¨¦s que siguiera con el programa del sur hasta Puerto Mont, y all¨ª esperara instrucciones. Yo seguir¨ªa, como siempre, trabajando con el equipo italiano.
Tal como estaba previsto, aquel viernes ¨ªbamos a aprovecharlo film¨¢ndome a m¨ª mismo en las calles para que los servicios de la dictadura no pudieran negar despu¨¦s que fui yo quien hab¨ªa dirigido la pel¨ªcula dentro de Chile. Lo hicimos en cinco puntos caracter¨ªsticos de Santiago: el exterior de la Moneda, el parque Forestal, los puentes del Mapocho, el cerro de San Crist¨®bal y la iglesia de San Francisco. Grazia se hab¨ªa ocupado de localizarlos y estudiar los emplazamientos de c¨¢mara desde los d¨ªas anteriores para no perder ni un minuto, pues estaba resuelto que s¨®lo dedic¨¢ramos dos horas a cada sitio, o sea, 10 horas en total. Yo llegar¨ªa unos 15 minutos despu¨¦s del equipo, y sin hablar con ninguno de sus miembros deb¨ªa incorporarme a la vida del lugar, haciendo algunas indicaciones de direcci¨®n ya acordadas con Grazia.
El palacio de la Moneda ocupa una manzana completa, pero sus dos fachadas principales son la de la plaza Bulnes, en la Alameda, donde est¨¢ el Ministerio de Relaciones Exteriores, y la de la plaza de la Constituci¨®n, donde est¨¢ la presidencia de la Rep¨²blica. Despu¨¦s de la destrucci¨®n del edificio por el bombardeo a¨¦reo del 11 de septiembre, los escombros de las oficinas presidenciales quedaron abandonados. El Gobierno se, instal¨® en las antiguas oficinas de la Comisi¨®n de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), un edificio de 20 pisos que el Gobierno militar, ansioso de legitimidad, bautiz¨® con el nombre del pr¨®cer liberal don Diego Portales. All¨ª permaneci¨® hasta hace unos 10 a?os, cuando teminaron las largas obras de restauraci¨®n de la Moneda, que incluyeron la construcci¨®n adicional de una verdadera fortaleza subterr¨¢nea: s¨®tanos blindados, pasadizos secretos, puertas de escape, accesos de emergencia a un estacionamiento oficial que exist¨ªa desde mucho antes debajo de la calzada. Sin embargo, en Santiago se dice que los afanes formalistas de Pinochet se han visto entorpecidos por la imposibilidad de ce?irse la banda de O'Higgins, s¨ªmbolo del poder leg¨ªtimo en Chile, que fue destruida en el bombardeo del palacio. En alguna ocasi¨®n, un cortesano del poder militar trat¨® de acreditar la f¨¢bula de que la banda hab¨ªa sido salvada de las llamas por los primeros oficiales que ocuparon la Moneda, pero era una pretensi¨®n tan ingenua que no prosper¨®.
Un poco antes de las nueve de la ma?ana, el equipo italiano hab¨ªa filmado la fachada del lado de la Alameda, frente al monumento del Padre de la Patria, Bernardo O'Higgins, en el cual hay ahora una hoguera perpetua de gas propano: "La llama de la libertad". Luego se trasladaron para filmar la otra fachada, donde son m¨¢s visibles los carabineros de elite de la guardia d¨¦ palacio, los m¨¢s apuestos y altivos, que hacen la ceremonia del relevo dos veces al d¨ªa sin tantos curiosos del mundo, pero con tantos delirios de grandeza como en el palacio de Buckingham. Tambi¨¦n de ese lado es m¨¢s severa la vigilancia.
De modo que cuando los carabineros vieron al equipo italiano prepar¨¢ndose para filmar, se apresuraron a exigirle la autorizaci¨®n escrita que ya le hab¨ªan pedido del lado de la Alameda. Era infalible: tan pronto como aparec¨ªa la c¨¢mara, en cualquier sitio de la ciudad, aparec¨ªa tambi¨¦n un carabinero para pedir el permiso escrito.
Yo llegu¨¦ en ese momento. Ugo, el camar¨®graf¨®, un muchacho simp¨¢tico y resuelto que estaba divirti¨¦ndose como un japon¨¦s con a aventura continua de la filmaci¨®n, se las hab¨ªa arreglado para mostrar su identificaci¨®n un una mano mientras segu¨ªa filmando con la otra al carabinero sin que ¨¦ste se diera cuenta. Franquie me hab¨ªa dejado a cuatro cuadras de all¨ª, y me recoger¨ªa cuatro cuadras m¨¢s adelante, 15 minutos despu¨¦s. Era una ma?ana fr¨ªa y, brumosa, t¨ªpica de nuestros oto?os prematuros, yo temblaba de fr¨ªo, a pesar del abrigo invernal. Hab¨ªa caminado deprisa las cuatro cuadras para entrar en calor, por entre la muchedumbre apresurada, y segu¨ª de largo dos cuadras m¨¢s para dar tiempo a que el equipo acabara de identificarse. Cuando regres¨¦, se hizo la toma de mi paso frente a la Moneda sin ning¨²n contratiempo. Al cabo de 15 minutos, el equipo recogi¨® sus b¨¢rtulos y se fue al objetivo siguiente. Yo alcanc¨¦ el autom¨®vil de Franquie en la calle de Riquelme, frente a la estaci¨®n del metro Los H¨¦roes, y arrancamos a vuelta de rueda.
El parque Forestal nos Nev¨® menos tiempo del previsto, porque al verlo de nuevo comprend¨ª que mi inter¨¦s por ¨¦l era m¨¢s bien subjetivo. En realidad, es un lugar muy bello y un sitio caracter¨ªstico de Santiago, sobre todo bajo los vientos de hojas amarillas de aquel viernes sedante. Pero lo que m¨¢s me atra¨ªa era la b¨²squeda de mis nostalgias. All¨ª estaba la facultad de Bellas Artes, en cuyas escalinatas present¨¦ mi primera pieza de teatro, apenas llegado de mi pueblo. M¨¢s tarde, siendo ya un director de cine en ciernes, ten¨ªa que atravesar el parque casi todos los d¨ªas para volver a casa, y la luz de sus frondas al atardecer se me qued¨® enredada para siempre con el recuerdo de mis primeras pel¨ªculas. No hab¨ªa mucho m¨¢s que decir. Nos bast¨® con establecer una corta caminata m¨ªa por entre los ¨¢rboles que se despojaban de sus hojas con un susurro de lluvia, y segu¨ª caminando hasta el centro comercial donde Franquie me esperaba.
El tiempo segu¨ªa di¨¢fano y fr¨ªo, y la cordillera era n¨ªtida por primera vez desde mi llegada. Pues Santiago est¨¢ en una hondonada entre monta?as, y todo se percibe a trav¨¦s de una bruma de contaminaci¨®n. Hab¨ªa mucha gente a las once de la ma?ana en la calle del Estado, como de costumbre, y ya estaban entrando a la primera funci¨®n de los cines. En el Rex anunciaban Amadeus, de Milos, Forman, que yo deseaba ver a toda costa, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no entrar.
Y a la vuelta de una esquina, ?mi suegra!.
En los d¨ªas anteriores, mientras film¨¢bamos, hab¨ªa visto de paso muchos conocidos: periodistas, gente de la pol¨ªtica, gente de la cultura. No recuerdo ninguno que me hubiera mirado si quiera, y eso me afirmaba la confianza. Pero aquel viernes ocurri¨® lo que tarde o temprano ten¨ªa que ocurrir. Frente a m¨ª, caminando hacia m¨ª, vi una mujer distinguida, con un vestido de dril crema de dos piezas, sin abrigo, casi como en verano, a la que s¨®lo reconoc¨ª cuando estaba a menos de tres metros. Era Leo, mi suegra. Nos hab¨ªamos visto hac¨ªa apenas seis meses en Espa?a, y adem¨¢s me conoc¨ªa tanto que era imposible que no me identificara a tan corta distancia. Pens¨¦ volverme, pero entonces record¨¦ que me hab¨ªan advertido controlar ese impulso natural, pues muchos clandestinos que han pasado de frente sin problemas han sido reconocidos de espaldas. Ten¨ªa bastante confianza en mi suegra para no alarmarme porque me descubriera, pero no iba sola. Llevaba del brazo a una hermana suya, la t¨ªa Mina, que tambi¨¦n me conoc¨ªa, y con la cual iba conversando en voz muy baja, casi cuchicheando. Tampoco esto me habr¨ªa preocupado si las circunstancias hubieran sido distintas, pero le tem¨ªa a la sorpresa de ambas. No hubiera sido raro que se pusieran a gritar de emoci¨®n en plena calle: "?Miguel, mi hijito, entraste, qu¨¦ maravilla!". Cualquier cosa as¨ª. Adem¨¢s, era peligroso para ellas conocer el secreto de que yo estaba clandestino en Chile.
Ante la imposibilidad de hacer nada opt¨¦ por seguir de frente, mir¨¢ndola con la mayor intensidad de que fui capaz, para poder controlarla de inmediato en caso de que me viera. Apenas levant¨® la vista al pasar, se enfrent¨® con mis ojos fijos y aterrorizados sin dejar de hablar con la t¨ªa Mina, me mir¨® sin verme, y nos cruzamos tan cerca que sent¨ª su perfume, y vi sus ojos hermosos y dulces, y escuch¨¦ muy claro lo que iba diciendo: "Los hijos dan m¨¢s problemas cuando est¨¢n grandes". Pero sigui¨® de largo.
Hace poco le cont¨¦ este encuentro por tel¨¦fono, desde Madrid, y se qued¨® at¨®nita: no lo registr¨® en su conciencia. Para m¨ª fue una casualidad perturbadora. Aturdido por la impresi¨®n, busqu¨¦ un sitio para pensar, y me met¨ª en un peque?o cine donde estaban dando La isla de la felicidad, una pel¨ªcula italiana a la cual no le faltaba nada para ser pornogr¨¢fica. Estuve dentro unos 10 minutos. Vi hombres esbeltos y mujeres muy bellas y alegres que se tiraban al mar en un d¨ªa deslumbrante de alg¨²n rinc¨®n del para¨ªso. No trat¨¦ siquiera de concentrarme. Pero la oscuridad me dio tiempo para recomponerme la expresi¨®n, y s¨®lo entonces comprend¨ª hasta qu¨¦ punto hab¨ªan sido rutinarios y pl¨¢cidos mis d¨ªas anteriores. A las 11.15, Franquie me recogi¨® en la esquina de Estado y Alameda, y me llev¨® al pr¨®ximo punto de filmaci¨®n: los puentes del Mapocho.
El r¨ªo Mapocho atraviesa la ciudad por un cauce adoquinado, con puentes muy bellos, cuyas magn¨ªficas estructuras de hierro los mantienen a salvo de los terremotos. En tiempos de sequ¨ªa, como era el caso de entonces, su caudal se reduce a un hilo de barro l¨ªquido, que en la parte central parece estancado entre barracas miserables. En tiempos de lluvia el cauce se desborda con las crecientes que bajan de la cordillera, y las barracas quedan flotando como barquitos al garete en un mar de lodo. En los meses siguientes al golpe militar, el r¨ªo Mapocho se conoci¨® en el mundo entero por los cad¨¢veres, maltratados que arrastraban sus aguas, despu¨¦s de los asaltos nocturnos de las patrullas militares a los barrios marginales: las famosas poblaciones de Santiago. Pero desde hace unos a?os, y durante todo el a?o, el drama del Mapocho son las turbas hambrientas que se disputan con los perros y los buitres los desperdicios de comer, arrojados al cauce desde los mercados populares. Es el reverso del milagro chileno, patrocinado por la Junta Militar bajo la inspiraci¨®n celestial de la escuela de Chicago.
Chile no s¨®lo fue un pa¨ªs modesto hasta el Gobierno de Allende, sino que su propia burgues¨ªa conservadora se preciaba de la austeridad como una virtud nacional. Lo que hizo la Junta Militar para dar una apariencia impresionante de prosperidad inmediata fue desnacionalizar todo lo que Allende hab¨ªa nacionalizado, y venderle el pa¨ªs al capital privado y a las corporaciones transnacionales. El. resultado fue una explosi¨®n de art¨ªculos de lujo, deslumbrantes e in¨²tiles, y de obras p¨²blicas ornamentales que fomentaban la fusi¨®n de una bonanza espectacular.
En un solo quinquenio se importaron m¨¢s cosas que en los 200 a?os anteriores, con cr¨¦ditos en d¨®lares avalados por el Banco blacional con el dinero de las desnacionalizaciones. La complicidad de Estados Unidos y de los organismos internacionales de cr¨¦dito hizo el resto. Pero la realidad mostr¨® sus colmillos a la hora de pagar: seis o siete a?os de espejismos se desmoronaron en uno. La deuda externa de Chile, que en el ¨²ltimo a?o de Allende era de 4.000 millones de d¨®lares, ahora es de casi 23.000 millones. Basta un paseo por los mercados populares del r¨ªo Mapocho para ver cu¨¢l ha sido el coste social de esos 19.000 millones de d¨®lares de despilfarro. Pues el milagro militar ha hecho mucho m¨¢s ricos a muy pocos ricos, y ha hecho mucho m¨¢s pobres al resto de los chilenos.
El puente que lo ha visto todo
Sin embargo, en medio de aquella feria de vida y de muerte, el puente Recoleta sobre el r¨ªo Mapocho es un amante neutral: sirve lo mismo para los mercados que para el cementerio. Durante el d¨ªa, los entierros tienen que abrirse paso por entre la muchedumbre. De r¨ªoche, cuando no hay toque de queda, aqu¨¦l es el camino obligado paralos clubes de tango, guaridas nost¨¢Igicas de arrabal amargo donde son campeones de baile los sepulture ros. Pero lo que m¨¢s me llam¨® la atenci¨®n aquel viernes, despu¨¦s de tantos a?os sin ver esos santos lugares, fue la cantidad de j¨®venes enamorados que se paseaban tomados por la cintura por las terrazas sobre el r¨ªo, bes¨¢ndose entre los puestos de flores luminosas para los muertos de las tumbas cercanas, am¨¢ndose despacio, sin preocuparse del tiempo incesante que se iba sin piedad por debajo de los puentes. S¨®lo en Par¨ªs hab¨ªa visto hace muchos a?os tanto amor por la calle. En cambio, recordaba a Santiago como una ciudad de sentimientos poco evidentes, y ahora me encontraba all¨ª con un espect¨¢culo alentador que poco a poco se hab¨ªa ido extinguiendo en Par¨ªs, y que cre¨ªa desaparecido del mundo. Entonces record¨¦ lo que alguien me hab¨ªa dicho por esos d¨ªas en Madrid: "El amor florece en tiempos de peste".
Desde antes de la Unidad Popular, los chilenos de trajes oscuros y paraguas, las mujeres pendientes de las novedades y las noveler¨ªas de Europa, los beb¨¦s vestidos de conejos en sus cochecitos hab¨ªan sido arrasados por el viento renovador de los Beatles. Hab¨ªa una tendencia definida de la moda hacia la confusi¨®n de los sexos: el unisex. Las mujeres se cortaron el pelo casi a ras y les disputaron a los hombres los pantalones de caderas estrechas y patas de elefante, y los hombres se dejaron crecer el cabello. Pero todo eso fue arrasado a su vez por el fanatismo gazmo?o de la dictadura. Toda una generaci¨®n se cort¨® el cabello antes de que las patrullas militares se lo cortaran con bayonetas, como tantas veces lo hicieron en los primeros d¨ªas del golpe de cuartel.
Hasta aquel viernes en los puentes del Mapocho yo no hab¨ªa ca¨ªdo en la cuenta de que la juventud hab¨ªa vuelto a cambiar. La ciudad estaba tomada por una generaci¨®n posterior a la m¨ªa. Los ni?os que ten¨ªan 10 a?os cuando yo sal¨ª, capaces apenas de apreciar nuestra cat¨¢strofe en toda su magnitud, andaban ahora por los 22. M¨¢s tarde hab¨ªamos de encontrar nuevas evidencias de la forma en que esa generaci¨®n que se ama a la luz p¨²blica hab¨ªa sabido preservarse de los silbos constantes de seducci¨®n. Son ellos los que est¨¢n imponiendo sus gustos, su modo de vivir, sus concepciones originales del amor, de las artes, de la pol¨ªtica, en medio de la exasperaci¨®n senil de la dictadura. No hay represi¨®n que los detenga. La m¨²sica que se oye a todo volumen por todas partes -hasta en los autobuses blindados de los carabineros, que la oyen sin saber lo que oyen- son las canciones de los cubanos Silvio Rodr¨ªguez y Pablo Milan¨¦s. Los ni?os que estaban en la escuela primaria en los a?os de Salvador Allende son ahora los comandantes de la resistencia. Esto fue para m¨ª una comprobaci¨®n reveladora, y al mismo tiempo inquietante, y por primera vez me pregunt¨¦ si en realidad servir¨ªa para algo mi cosecha de nostalgias.
La duda me infundi¨® nuevos ¨ªmpetus. S¨®lo por cumplir con el programa del d¨ªa hice una pasada r¨¢pida por el cerro de San Crist¨®bal, y luego por la iglesia de San Francisco, cuya piedra se hab¨ªa vuelto dorada al atardecer. Luego le ped¨ª a Franquie que sacara del hotel mi bolso de viaje y volviera a recogerme dentro de tres horas a la salida del cine Rex, donde entr¨¦ a ver Amadeus. Le ped¨ª, adem¨¢s, decirle a Elena que ¨ªbamos a desaparecer por tres d¨ªas. Nada m¨¢s. Iba contra las normas establecidas, pues Elena deb¨ªa estar al corriente de mi paradero en todo momento, pero no pude evitarlo. Franquie y yo nos ¨ªbamos a Concepci¨®n sin dec¨ªrselo a nadie, por todo el tiempo que fuera preciso, en un tren que sal¨ªa a las once de la noche.
Ma?ana, cap¨ªtulo quinto: Un hombre en llamas frente a la catedral
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.
Archivado En
- Dictadura Pinochet
- Miguel Littin
- Salvador Allende
- Directores cine
- Opini¨®n
- Viajes
- Chile
- Personas desaparecidas
- Novela
- Casos sin resolver
- Narrativa
- Dictadura militar
- Derechos humanos
- Literatura
- Ofertas tur¨ªsticas
- Casos judiciales
- Dictadura
- Historia contempor¨¢nea
- Turismo
- Sudam¨¦rica
- Gente
- Gobierno
- Latinoam¨¦rica
- Am¨¦rica
- Cine