El cambio y la resistencia
La materia de que est¨¢n hechas las instituciones, las relaciones sociales y, en suma, la realidad social toda ha resultado ser bastante m¨¢s dura e inflexible de lo que los catecismos de la izquierda permit¨ªan sospechar. All¨ª se dec¨ªa expresamente que los hechos sociales, puesto que constituidos y originados por los hombres, eran tambi¨¦n susceptibles de ser por los hombres cambiados, revolucionados. All¨ª se daba a entender que la pr¨¢ctica pol¨ªtica, principalmente desde el poder, ten¨ªa capacidad para realizar ese cambio. Verdad es que los catecismos agregaban algunas imprescindibles y protectoras distinciones. Puntualizaban que la revoluci¨®n no es un acto en el instante, sino un proceso dilatado en el tiempo (Gorbachov acaba de tomarse de plazo hasta el. a?o 2000), y que la toma del poder no hab¨ªa de confundirse con la conquista del gobierno ejjecutivo de una naci¨®n (lo que no es mal consuelo, pues con ello al menos se reconoce la existencia de una multiplicidad, siempre preferible, de poderes).Aun con esas consoladoras distinciones, quienes fueron instruidos en alguno de aquellos catecismos han debido hacer luego, a su costa, llegados al Gobierno o a alguna otra sede de poder, el dif¨ªcil aprendizaje de las limitaciones a los proyectos de cambio en la sociedad. Experiencias hist¨®ricas para el aprendizaje no han faltado en los ¨²ltimos 20 a?os, y precisamente en aquellas tentativas que mejor encarnaban, cada una en su momento, la expectativa de la izquierda, en sus m¨¢s razonables y democr¨¢ticas llegadas al poder.
Primero fue la liquidaci¨®n, en un ba?o de sangre, del breve y esperanzado mandato de Allende y su Gobierno de Unidad Popular, en Chile, que, visto desde aqu¨ª con las mayores simpat¨ªas, se presentaba como un casi perfecto dechado y una ejemplar experiencia de decencia democr¨¢tica en los modos de gobierno. Luego fue la progresiva domesticaci¨®n conservadora y el marchitamiento de los claveles de la revoluci¨®n portuguesa, a los que el reciente ascenso de Soares a la presidencia no va a traer un nuevo abril. Finalmente ha sido la terminaci¨®n temprana, sin mucha pena o gloria, del turno de gobierno de la izquieda francesa mitterrandista, de corte netamente europeo, dejando incumplidas muchas esperanzas hace cinco a?os alentadas.
En Espa?a, de septenio en septenio, ha habido una gruesa rebaja en los programas. Hacia 1968, aqu¨ª como en casi todas partes, desde la izquierda nadie bien nacido y doctrinalmente bien instruido se hubiera contentado con menos que con la revoluci¨®n, con una revoluci¨®n en todo orden y absoluta: pol¨ªtica, econ¨®mica y cultural. En 1975, la revoluci¨®n cedi¨® el lugar a la ruptura, reivindicada por la izquierda en contraposici¨®n a la mera. reforma. No hubo siquiera ruptura, ¨²nicamente reforma, gestionada por los Gobiernos de Su¨¢rez. Pero para 1982, los socialistas, a las puertas del poder, no se propon¨ªan la ruptura ya, sino nada m¨¢s el cambio.
Aquello del cambio, de todas, formas, por entonces todav¨ªa despert¨® entusiasmos. Todo el mundo sab¨ªa que la anunciada pol¨ªtica del cambio era una pol¨ªtica de derecha, o de centro-derecha, que, sin embargo, el centrismo se mostraba incapaz de llevar a feliz t¨¦rmino. Pero esa pol¨ªtica, sin duda alguna, era de todo punto necesaria, aunque tal vez insuficiente, y as¨ª vino a acontecer que incluso desde posiciones bien al extremo izquierdo del espectro pol¨ªtico se produjeran sonadas adhesiones a la alternativa socialista. Lo que no sab¨ªa o preve¨ªa todo el mundo es que de la mano socialista permaneci¨¦ramos en la Alianza Atl¨¢ntica, y que llegaran a verse varados o frustrados algunos cambios (reforma de la sanidad, de la Administraci¨®n, de las fuerzas de orden p¨²blico) que cualquier derecha educada podr¨ªa y debe r¨ªa haber afrontado. Para el pr¨®ximo septenio, y como El Pa¨ªs Imaginario (9 de marzo) se ha adelantado a vaticinar, la previsible divisa electoral del partido del Gobierno va a ser segura mente: Que nos quedemos como estamos. ?Se esperaba alg¨²n milagro socialista? Pues bien, el milagro va a estar en no estrellar nos pendiente abajo, en quedar nos como est¨¢bamos.
Siempre m¨¢s largas de lo que se teme, las dictaduras afortunadamente no son eternas, aunque a menudo lo parezcan. Alguna vez llega a salirse de ellas, y, uno detr¨¢s de otro, algunos pa¨ªses (Portugal, Espa?a, Argentina, Filipinas ... ) logran sacudirse el yugo del autoritarismo y emprenden el camino hacia la democracia. Las fuerzas de la izquierda, que suelen desempe?ar un papel decisivo en esa transici¨®n, una vez alcanzada, sin embargo, no parecen tener las metas claras o disponer de las estrategias adecuadas para proceder m¨¢s lejos, hacia alg¨²n horizonte verdaderamente socialista, y no totalitario, que trascienda a la democracia y que se sit¨²e m¨¢s all¨¢ de ella, sin, por otro lado, traicionarla; antes bien, y al contrario, avanzando en su profundizaci¨®n.
En r¨¦gimen de democracia consolidada, y no de etapa de transici¨®n a ella, la crisis de la izquierda viene de la experiencia hist¨®rica de que, aun all¨ª donde hay voluntad pol¨ªtica de cambio, de ruptura, de proceso revolucionario, y donde la hay desde posiciones de poder, los hechos sociales persisten tercos, obstinados, duros como un metal: las relaciones e instituciones constituidas por los hombres han cristalizado en una casi fatalidad f¨ªsica de encadenamientos, de determinaciones nada f¨¢ciles de romper o enderezar. El discurso y an¨¢lisis de la raz¨®n pol¨ªtica, desde la izquierda, ha llegado a adoptar, en consecuencia, un realismo fatalista que abdica de las esperanzas que nutrieron a la propia tradici¨®n de donde procede. As¨ª, la Cr¨ªtica de la raz¨®n pol¨ªtica, de R¨¦gis Debray, es
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toda ella un ejercicio de desilusi¨®n racional practicado sobre la doctrina marxista de la actividad sociopol¨ªtica. La idea misma de una pr¨¢ctica pol¨ªtica transformadora de las relaciones sociales se le antoja a Debray una ilusoria extrapolaci¨®n de la noci¨®n de actividad t¨¦cnica transformadora de la naturaleza f¨ªsica. No existe, seg¨²n ¨¦l, analog¨ªa para el trabajo y para el producto del trabajo en el universo de las relaciones sociales, y si de la analog¨ªa productiva se pasa a la met¨¢fora m¨¦dica, poniendo el dedo en la llaga de los males de la sociedad, el ejercicio de la desilusi¨®n racional constri?e a comprobar amargamente que la patolog¨ªa pol¨ªtica conoce males incurables y que muchos de ellos se resisten del todo a ser curados.
En la derecha, por cierto, y mientras tanto, la crisis es muy otra, y tiene que ver con que cualquier programa conservador, como programa, constituye una contradicci¨®n hist¨®rica, una imposibilidad. Que nos quedemos como estamos se presenta, en apariencia, como una consigna aceptable en la medida en que las cosas est¨¦n bien. Puesto que no todo est¨¢ mal, puede pasar por ser un principio program¨¢tico parcialmente aplicable. Por desgracia, en contra suya, las sociedades y los hechos sociales no se dejan pura y simplemente conservar; dejados a su curso, inalterados, sencillamente empeoran, se degradan. No hay modo humano de s¨®lo conservar, no hay nada susceptible de ser meramente preservado. Algunas par¨¢bolas de la sociedad, como Huis clos, de Sartre, y El se?or de las moscas, de Goulding, han escenificado o novelado el aplastante hecho de que, abandonadas a su inercia, las relaciones humanas se deshumanizan, van de mal en peor, regresan a la ley de la selva. En cualquier grupo humano, clausurado a puerta cerrada, sin intervenci¨®n exterior y sin reajustes internos deliberados, las interacciones progresivamente se deterioran, se hacen agresivas, estereotipadas, da?inas. La met¨¢fora del aire fresco, de las puertas y ventanas abiertas a la novedad, a la renovaci¨®n desde fuera del recinto, es decir, del sistema, contiene la irrefutable verdad de que ni siquiera el aire se conserva: o cambia, se renueva, o se hace irrespirable.
Cuando alguien se propone el cambio, probablemente resultar¨¢ algo muy parecido a la mera y decorosa conservaci¨®n. Cuando alguien se propone la conservaci¨®n tan s¨®lo, el m¨¢s probable resultado es ya la degradaci¨®n, el deterioro de imposible maquillaje. En un marco meramente conservador de la democracia es previsible que prosperen los aspirantes a dictadores, de Hitler a Le Pen. En pura estrategia conservadora, la ascensi¨®n de los Arturo Ui es en verdad irresistible. Desde esta consideraci¨®n, una funci¨®n de la izquierda es la de siquiera resistir a lo aparentemente irresistible, a la de otro modo imparable degradaci¨®n de lo pol¨ªtico. Y esa constituye la m¨¢s modesta forma de esperanza pol¨ªtica, en una suerte de pesimismo militante que con talo Calvino cree que "lo mejor que uno puede esperar es la evitaci¨®n de lo peor". Si resulta demasiado optimista confiar cambiar. los acontecimientos, ser¨¢ al menos realista resistirse a su entrop¨ªa, a su aciago curso. La izquierda, como m¨ªnimo, se definir¨ªa entonces por esta resistencia.
La met¨¢fora ahora es la de la resistencia frente a las fuerzas ocupantes. Antes que revolucionaria o decididamente progresista, la izquierda es sencillamente resistente. Lo suyo es resistirse no s¨®lo a la ocupaci¨®n militar de la patria por un ej¨¦rcito invasor, sino a toda militarizaci¨®n del territorio civil, del espacio ciudadano, y, por extensi¨®n, resistirse tambi¨¦n a otras ocupaciones inciviles: al imperialismo econ¨®mico, a la colonizaci¨®n de una naci¨®n por otra o de una raza por otra, al capitalismo salvaje (?por lo menos a ¨¦se!) al oscurantismo ideol¨®gico. Cuando llega al poder de un Parlamento y de un Gobierno, el ejercicio del poder por la izquierda sigue siendo un ejercicio de resistencia.
Pero una vez situada en el poder, en el establecimiento, la izquierda ella misma ha de ser resistida. Todo poder, en realidad, ha de ser resistido. La resistencia al poder, y a la izquierda en posiciones de poder, es algo diferente de la oposici¨®n que simplemente aspira a sustituirse, a suceder en ese poder. Es negativa a que espacios de convivencia igualitaria y liberada queden ocupados por relaciones de poder; es vigilancia para que el ejercicio del poder, tambi¨¦n de aquel que fue elegido y formalmente delegado por el pueblo, se convierta en despotismo y nepotismo ilustrados. La resistencia a un Gobierno de izquierda que mantenga ¨¦l mismo su vocaci¨®n de resistente puede contribuir no poco al cumplimiento de esa vocaci¨®n. Puede prestarle fuerzas, por ejemplo, para resistir a las presiones exteriores, las de nuestros aliados, cuando nos instan a que permanezcamos en la OTAN. Puede ayudar a hacer ver que bajo muchos discursos sobre la seguridad del territorio nacional laten alarmas y fantasmas aproximadamente igual de irracionales que los que obsesionan al propietario que blinda puertas y ventanas para defenderse de robos. Alg¨²n que otro blindaje no est¨¢ mal, en beneficio incluso del potencial asaltante y para evitarle tambi¨¦n a ¨¦l mayores males. Pero ninguna multiplicaci¨®n de puertas ni divisiones blindadas podr¨¢ jam¨¢s dejar tranquilos a nuestros fantasmas.
Si un Gobierno de izquierda pierde el norte y llega a no saber a qu¨¦ y a qui¨¦nes debe resistir, entonces realmente da lo mismo para el ciudadano llegado al solemne momento cuadrienal del voto: la sublime decisi¨®n de a qui¨¦n votar puede resolverla echando las papeletas al aire en la cabina y llevando luego a la urna la ¨²ltima en caer. Si ese mismo Gobierno no sabe distinguir entre las fuerzas de la oposici¨®n y las fuerzas de la resistencia, las que, a¨²n resisti¨¦ndole, y precisamente resisti¨¦ndole, le ponen en guardia ante el permanente riesgo de mudarse en desnudo y obsceno poder, eso a lo mejor los resistentes pueden perdon¨¢rselo, pero semejante benevolencia no contribuir¨¢ a mejorar objetivamente las cosas.
"Ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos al menos de conversaci¨®n", puede leerse en alg¨²n sitio (Guelbenzu). Hay otras asimilaciones de la lecci¨®n, otras posibles lecturas de la experiencia hist¨®rica sufrida en la frustraci¨®n de la expectativa revolucionaria y de ruptura. Una es cambiar la expectativa, depurarla de sus componentes de quimera, ajustarla a un principio de realidad, sin que el positivismo de lo que es llegue a anular la percepci¨®n y prop¨®sito de lo que puede llegar a ser. Otra, la m¨ªnima, es invertir la perspectiva y tornarse c¨®mplice de la resistencia misma al cambio, hacerse resistente, aunque ahora en otra direcci¨®n, contrarrestando: ya que, y si es que, o en la medida en que no podemos mejorar las cosas, resistamos al menos a su empeoramiento.
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