La policia en acecho: el c¨ªrculo empieza a cerrarse
Elena hab¨ªa pasado un fin de semana angustioso mientras yo andaba filmando en Concepci¨®n y Valpara¨ªso sin hacer contacto con ella. Su deber era denunciar mi desaparici¨®n, pero se dio m¨¢s tiempo del previsto sabiendo que yo era un improvisador impenitente. Esper¨® toda la noche del s¨¢bado. El domingo, viendo que no llegaba, se puso en contacto, sin ning¨²n resultado, con quienes pudieran tener alguna pista. Se hab¨ªa fijado como plazo ¨²ltimo hasta las doce del d¨ªa del lunes para dar la voz de alarma, cuando me vio entrar en el hotel con cara de mal dormir y sin afeitar. Hab¨ªa cumplido muchas misiones muy importantes y arriesgadas, y me jur¨¦ que nunca hab¨ªa sufrido tanto con un falso esposo indomable como hab¨ªa sufrido conmigo. Pero esa vez ten¨ªa un motivo adicional y justo. Al cabo de diligencias incontables, de encuentros fallidos y de una planificaci¨®n milim¨¦trica, ten¨ªa concertada para las once de la ma?ana de ese mismo d¨ªa la entrevista con los dirigentes del Frente Patri¨®tico Manuel Rodr¨ªguez.Era, sin duda, la m¨¢s dif¨ªcil y peligrosa de cuantas hab¨ªamos previsto, y la m¨¢s importante. El Frente Patri¨®tico Manuel Rodr¨ªguez est¨¢ integrado casi en su totalidad por miembros de una generaci¨®n que apenas sal¨ªa de la escuela primaria cuando Pinochet asalt¨® el poder. Se ha declarado partidario de la unidad de todos los sectores de oposici¨®n para el derrocamiento de la dictadura y el regreso a una democracia que le permita al pueblo chileno decidir con una autonom¨ªa integral su propio destino. El nombre le viene de un personaje aleg¨®rico de la independencia chilena de 1810, quien parec¨ªa tener poderes sobrenaturales para burlar todos los controles, tanto internos como externos, y mantuvo la comunicaci¨®n constante entre el ejercicio libertador, que operaba en Mendoza, del lado argentino, y las fuerzas clandestinas que resist¨ªan en el interior de Chile, despu¨¦s de que los patriotas fueron derrotados y el poder reconquistado por los realistas. Muchos elementos de las condiciones de entonces tienen semejanzas m¨¢s que notables con la situaci¨®n actual de Chile.
Entrevistar a los dirigentes del Frente Patri¨®tico es un privilegio con el que sue?a cualquier buen periodista. Yo no pod¨ªa ser una excepci¨®n. Alcanc¨¦ a Regar en el ¨²ltimo instante, despu¨¦s de situar a los miembros del equipo en los distintos lugares acordados. Llegu¨¦ solo a un paradero de buses de la calle Providencia con la clave de identificaci¨®n: El Mercurio de ese d¨ªa y un ejemplar de la revista ?Qu¨¦ pasa? No ten¨ªa nada m¨¢s que hacer hasta que alguien se me acercara a preguntarme: "?Va usted para la playa?". Yo deb¨ªa contestar: "No. Voy al zool¨®gico". La clave me parec¨ªa absurda porque a nadie se le ocurrir¨ªa ir a la playa en oto?o, pero los dos oficiales de enlace del Frente Patri¨®tico me dijeron m¨¢s tarde, con toda la raz¨®n, que justo por ser absurda no hab¨ªa ninguna posibilidad de que alguien la usara por error o por casualidad. A los 10 minutos, cuando ya sent¨ªa que mi presencia era demasiado notoria en un lugar tan concurrido, vi acercarse a un muchacho de estatura mediana, muy delgado, que cojeaba de la pierna izquierda y llevaba una boina que me hubiera bastado para identificarlo como un conspirador. Se dirigi¨® a m¨ª sin ning¨²n disimulo, y yo le sal¨ª al paso antes de que me diera el santo y se?a.
-?No pod¨ªas disfrazarte de otra cosa? -le dije riendo- Porque as¨ª como est¨¢s hasta yo te reconoc¨ª.
M¨¢s que sorprendido, ¨¦l me mir¨¢ muy triste.
-?Seme nota mucho?
-A la legua -le dije.
Era un muchacho con sentido del humor, sin ningunas ¨ªnfulas de conspirador, y esto alivi¨® la tensi¨®n desde el primer contacto. Tan pronto como se me acerc¨®, una camioneta de ca¨²ga con el letrero de una panader¨ªa se estacion¨® enfrente de m¨ª, y yo sub¨ª en el asiento junto del conductor. Entonces dimos vanas vueltas por el centro de la ciudad y fuimos recogiendo en distintos puntos a los miembros del equipo italiano. M¨¢s tarde nos dejaron a todos en cinco lugares distintos, volvieron a desplazarnos porseparado en otros autom¨®viles, y al final volvieron a reunirnos en otra camioneta, donde ya estaban las c¨¢maras, las luces y el equipo de sonido. Yo no ten¨ªa la impresi¨®n de estar viviendo una aventura seria y grave de la vida real, sino jugando a una pel¨ªcula de esp¨ªas. El enlace de la boina y la cara de conspirador hab¨ªa desaparecido en alguna de las tantas vueltas, y nunca m¨¢s lo vi. En su lugar apareci¨® un conductor de talante bromista, pero de un rigor inquebrantable. Yo me sent¨¦ a su lado, y el resto del equipo, detr¨¢s, en el compartimento de carga.
-Los voy a llevar de paseo -nos dijo-, para que sientan el olorcito del mar chileno.
Puso la radio a todo volumen y empez¨® a dar vueltas por la ciudad, hasta que ya no supe d¨®nde est¨¢bamos. Sin embargo, a ¨¦l no le bast¨® con eso, sino que nos orden¨® cerrar los ojos con un modismo chileno que yo hab¨ªa olvidado: "Bueno, chiquillos; ahora van a hacer tutito". En vista de que no hac¨ªamos caso, insisti¨® de un modo m¨¢s directo:
-Ap¨²renle, pues, no m¨¢s cierren los ojitos y no los abran hasta que yo les diga, porque si no, hasta ah¨ª va a llegar el cuento.
Nos cont¨® que ten¨ªan para esas operaciones un modelo especial de anteojos ciegos, que desde fuera se ve¨ªan como lentes de sol, pero que no se pod¨ªa ver a trav¨¦s de ellos. S¨®lo que esa vez los hab¨ªa olvidado. Los italianos que iban detr¨¢s no entend¨ªan su jerga chilena, y tuve que traducirles.
-Du¨¦rmanse -les dije.
Entonces parecieron entender menos.
-?Dormir?
-Como lo oyen -les dije-; acu¨¦stense, cierren los ojos y no los abran hasta que yo les avise.
Se acostaron apelotonados en el suelo de la camioneta, y yo segu¨ª tratando de identificar la barriada que empez¨¢bamos a atravesar. Pero el conductor me notific¨® sin m¨¢s vueltas:
. -Con usted tambi¨¦n va la cosa, compa?ero, as¨ª que h¨¢gase tutito no m¨¢s.
Entonces apoy¨¦ la nuca en el espaldar del asiento, cerr¨¦ los ojos y me dej¨¦ llevar por la corriente de los boleros que flu¨ªan sin cesar de la radio. Boleros de siempre: Ra¨²l Chu, Moreno, Lucho Gatica, Hugo Romani, Leo Marini. El tiempo pasaba, las generaciones se suced¨ªan, pero el bolero permanec¨ªa invencible en el coraz¨®n de los chilenos, m¨¢s que en ning¨²n otro pa¨ªs. La camioneta se deten¨ªa cada cierto tiempo, se o¨ªan murmullos incomprensibles, y luego la voz del conductor: "Chao, nos vemos". Pienso que hablaba con otros militantes apostados en sitios cruciales, que le daban informes sobre el recorrido. Yo hice alguna vez un intento de abrir los ojos, pensando que no me ve¨ªa, y entonces descubr¨ª que ¨¦l hab¨ªa movido el espejo retrovisor de tal modo que pod¨ªa conducir o hablar con sus contactos sin quitarnos la vista de encima.
-?Cuidadito! -nos dijo- Al primero que abra los ojos nos volvemos para la casa y se acab¨® el paseo.
Yo volv¨ª a cerrarlos, y empec¨¦ a cantar con la radio: Que te quiero, sabr¨¢s que te quiero. Los italianos acostados en el compartimento de carga me hicieron coro. El conductor se entusiasm¨®.
-Eso, chiquillos, canten no m¨¢s, que lo hacen muy bien -dijo-. Van en manos seguras.
Antes del exilio hab¨ªa algunos lugares de Santiago que identificaba con los ojos cerrados: el matadero por el olor de la sangre vieja, la comuna de San Miguel por los olores a aceites de motor y materiales de ferrocarril. En M¨¦xico, donde viv¨ª muchos a?os, sabr¨ªa que estoy cerca de la salida de Cuernavaca por el olor inconfundible de la f¨¢brica de papel, o en el sector de Azcapotzalco por los humos de la refiner¨ªa. Aquel mediod¨ªa en Santiago noencontr¨¦ ning¨²n olor conocido, a pesar de que los buscaba por pura curiosidad inientras cant¨¢bamos. Al cabo de 10 boleros, la camioneta se detuvo.
-No abran los ojitos -se apresur¨® a decirnos el conductor-. Vamos a bajar muy formales, cogidos de las manos unos con otros para que no se vayan a romper el cufito.
As¨ª lo hicimos, y empezamos a subir y bajar por un sendero de tierra suelta, quiz¨¢s escarpado y sin sol. Al final nos sumergimos en una oscuridad menos fr¨ªa y olorosa a pescado fresco, y por un momento pens¨¦ que hab¨ªamos bajado a Valpara¨ªso, en la orilla del mar. Pero no hab¨ªamos tenido tiempo. Cuando el conductor nos orden¨® que abri¨¦ramos los ojos nos encontramos los cinco en una habitaci¨®n estrecha, con muros limpios y muebles baratos, pero muy bien mantenidos. Frente a m¨ª estaba un hombre joven, bien vestido, con unos bigotes postizos pegados de cualquier manera. Solt¨¦ la risa.
-Arr¨¦glate mejor -le dije-, que esos bigotes no te los cree nadie.
Tambi¨¦n ¨¦l solt¨® una carcajada y se los quit¨®.
-Es que estaba muy apurado -dijo.
El hielo se rompi¨® por completo, y todos pasamos bromeando a la otra habitaci¨®n, donde yac¨ªa en aparente sopor un hombre muy joven con la cabeza vendada. S¨®lo entonces comprendimos que est¨¢bamos en un hospital clandestino, muy bien equipado, y que el herido era Fernando Larenas Seguel, el hombre m¨¢s buscado de Chile.
Ten¨ªa 21 a?os y era un militante activo del Frente Patri¨®tico Manuel Rodr¨ªguez. Dos semanas antes regresaba para su casa de Santiago a la una de la madrugada, solo y desarmado, manejando su coche, cuando fue rodeado por cuatro hombres de civil con fusiles de guerra. Sin ordenarle nada, sin hacerle ninguna pregunta, uno de ellos dispar¨® a trav¨¦s del cristal, y el proyectil le atraves¨® el antebrazo izquierdo y lo hiri¨® en el cr¨¢neo. Cuarenta y ocho horas despu¨¦s cuatro oficiales del Frente Manuel Rodr¨ªguez lo rescataban a tiros de la Cl¨ªnica de Nuestra Se?ora de las Nieves, donde estaba en estado de coma bajo vigilancia policial, y lo llevaron a uno de los cuatro hospitales clandestinos del movimiento. El d¨ªa de la entrevista estaba ya en v¨ªas de recuperaci¨®n y tuvo suficiente dominio para contestar nuestras preguntas.
Pocos d¨ªas despu¨¦s de este encuentro fuimos recibidos por la direcci¨®n suprema del Frente Patri¨®tico, con las mismas precauciones casi cinematogr¨¢ficas, pero con una diferencia significativa: en vez de un hospital clandestino nos encontramos en una casa de clase media, alegre y c¨¢lida con una abrumadora colecci¨®n de discos de los grandes maestros y una excelente biblioteca literaria con libros ya le¨ªdos, lo cual no es muy frecuente en muchas buenas bibliotecas. La idea original era filmarlos encapuchados, pero al final decidimos protegerlos con recursos t¨¦cnicos de iluminaci¨®n y encuadre. El resultado -como se ve en la pel¨ªcula- es m¨¢s convincente y humano, y desde luego mucho menos truculento que las entrevistas tradicionales a dirigentes clandestinos.
Terminados los diversos encuentros con personalidades p¨²blicas y secretas, Elena y yo decidimos de com¨²n acuerdo que ella regresara a sus actividades; normales en Europa, donde viv¨ªa desde hac¨ªa alg¨²n tiempo. Su trabajo pol¨ªtico es demasiado importante para someterla a m¨¢s riesgos de los indispensables, y la experiencia adquirida hasta entonces me permit¨ªa terminar sin su ayuda los tramos finales de la pel¨ªcula, que supon¨ªa menos peligrosos. No volv¨ª a encontrarla hasta hoy, pero cuando la vi alejarse hacia la estaci¨®n del tren subterr¨¢neo, de nuevo con su falda escocesa y sus mocasines de escolar, comprend¨ª que iba a echarla de menos, m¨¢s de lo que me imaginaba, despu¨¦s de tantas horas de amores fingidos 37 sobresaltos comunes.
En previsi¨®n de que los equipos extranjeros tuvieran que salir de Chile por fuerza mayor, o les prohibieran trabajar, un sector de la resistencia interna me ayud¨® a formar un equipo de cineastas j¨®venes extra¨ªdos de sus filas. Fue un acierto. Este equipo hizo un trabajo tan r¨¢pido y con tan buenos resultados como el de los otros, mejorado, adem¨¢s, por el entusiasmo de saber lo que hac¨ªan, pues su organizaci¨®n pol¨ªtica nos dio seguridades de que no s¨®lo eran de absoluta confianza, sino que estaban bien entrenados para el riesgo. Al final, cuando ya los extranjeros no eran suficientes, y este equipo se ocup¨® de crear otros, y ¨¦stos a otros, hasta el punto de que en la ¨²ltima semana llegamos a tener seis equipos chilenos trabajando al mismo tiempo en distritos lugares. A m¨ª me sirvieron adem¨¢s, para medir mejor el grado de determinaci¨®n y la eficacia de la generaci¨®n nueva que est¨¢ empe?ada, sin prisa y sin ruido, en liberar a Chile del desastre militar. A pesar de la edad temprana, todos tienen m¨¢s que una visi¨®n del futuro. Tienen ya un pasado de haza?as ocultas y victorias ocultas que llevan guardado en el coraz¨®n con una ?gran modestia.
El circulo empieza a cerrarse
Por los d¨ªas, en que entrevistamos a la direcci¨®n del Frente Patri¨®tico lleg¨® a Santiago el equipo franc¨¦s, despu¨¦s de cubrir con resultados excelentes el programa previsto. Era indispensable, pues el norte es una zona hist¨®rica en la formaci¨®n de los partidos pol¨ªticos de Chile. All¨ª se aprecia mejor la continuidad ideol¨®gica y pol¨ªtica, desde Luis Emilio Recabarren creador del primer partido obrero en el amanecer del siglo, hasta Salvador Allende. En esa zona est¨¢ una de las minas de cobre m¨¢s ricas del mundo, que fue industrializada por los ingleses en el siglo pasado, al mismo tiempo que la revoluci¨®n industrial, y esto dio origen a nuestra clase obrera. De all¨ª parte, adem¨¢s, el movimiento social chileno, sin duda el m¨¢s importante de Am¨¦rica Latina. Cuando Allende subi¨® al poder, su. medida m¨¢s importante, y la m¨¢s peligrosa, fue la nacionalizaci¨®n del cobre. Una de las primeras de Pinochet fue su restituci¨®n a los due?os tradicionales.
El informe de trabajo del director del equipo franc¨¦s, Jean-Claude, fue muy detallado y amplio. Ten¨ªa que imagin¨¢rmelo en pantalla para no estropear la unidad de la pel¨ªcula, pues no podr¨ªa ver las pruebas hasta que volviera a Madrid con todo terminado, y entonces ser¨ªa demasiado tarde para cualquier ajuste. En parte por razones de seguridad, pero m¨¢s que nada por el placer de estar en Chile, no nos reunimos en un lugar fijo, sino que recorrimos la ciudad en otra de las ma?anas de ese oto?o crucial. Caminamos por el centro, subimos a los autobuses menos usuales, tomamos caf¨¦ en los sitios m¨¢s visibles, comimos mariscos con cerveza, y ya entrada la noche nos encontramos tan lejos del hotel que nos metimos en el tren subterr¨¢neo.
Yo no lo conoc¨ªa, pues hab¨ªa sido inaugurado por la Junta Militar, aunque la construcci¨®n la inici¨® el Gobierno de Frei y la continu¨® el de Allende. Me sorprendi¨® su fimpieza y su eficacia, y la naturalidad con que mis compatriotas se hab¨ªan acostumbrado a viajar por debajo de la tierra. Era un mundo que hasta entonces no hab¨ªa descubierto, porque carec¨ªamos de un argumento convincente para solicitar el permiso de filmaci¨®n. El hecho de que hubiera sido construido por los franceses nos dio la idea de que el equipo de Jean-Claude pudiera filmarlo. Est¨¢bamos hablando de esto cuando llegarnos a la estaci¨®n Pedro Valdivia, y en la escalera de salida tuve la impresi¨®n inequ¨ªvoca de que alguien nos estaba mirando. As¨ª era: un polic¨ªa de civil nos observaba con tanta atenci¨®n que su mirada y la m¨ªa se encontraron a mitad de camino.
Para entonces ya era capaz de reconocer a un polic¨ªa de civil entre la muchedumbre. Aunque ellos mismos se creen vestidos de paisano, tienen un aspecto inconfundible, con un chaquet¨®n azul oscuro de tres cuartos, pasado de moda, y el pelo cortado casi a ras como los reclutas. Sin embargo, lo primero que los delata es su manera de mirar, pues los chilenos no miran a nadie en la calle sino que caminan o viajan en los autobuses con la vista fija. De modo que cuando vi al hombre corpulento que segu¨ªa mir¨¢ndome aun despu¨¦s de que se supo descubierto, lo identifiqu¨¦ al instante como un polic¨ªa de civil. Ten¨ªa las manos en los bolsillos de la gruesa chaqueta de pa?o, el cigarrillo en los labios y el ojo izquierdo medio cerrado por la molestia del humo, en una imitaci¨®n lastimosa de los detectives de las pel¨ªculas. No s¨¦ por que me parecio que era el Guat¨®n Romo, un sicario de la dictadura que se hab¨ªa hecho pasar por un izquierdista ardoroso y denunci¨® a numerosos activistas clandestinos que luego fueron sacrificados.
Reconozco que mi error grave fue mirarlo, pero hab¨ªa sido inevitable, porque no fue un acto voluntario, sino un impulso inconsciente. Luego, por la misma fuerza instintiva, mir¨¦ primero a mi izquierda, y enseguida a mi derecha, y vi a otros dos. "H¨¢blame de cualquier cosa" le dije a Jean-Claude en voz muy baja. "H¨¢blame, pero no gesticules, no mires, no hagas nada". ?l comprendi¨®, y seguimos caminando con la naturalidad de los inocentes, hasta que salimos a la superficie. Era ya de noche, pero el aire se hab¨ªa hecho tibio y m¨¢s claro que los d¨ªas anteriores, y hab¨ªa mucha gente que regresaba a casa por la Mameda. Entonces me apart¨¦ de Jean Claude.
-Desapar¨¦cete -le dije- Yo te ubico despu¨¦s.
?l corri¨® hacia la derecha y yo me perd¨ª en la muchedumbre en sentido contrario. Tom¨¦ un taxi que pas¨® frente,a m¨ª en ese momento como mandado por mi madre, y entonces alcanc¨¦ a ver a los tres hombres sorprendidos que acabaron de salir de la estaci¨®n subterr¨¢nea y no sab¨ªan a qui¨¦n seguir, si a Jean-Claude o a m¨ª, y se los trag¨® la muchedumbre. Cuatro cuadras m¨¢s adelante descend¨ª, torm¨¦ otro taxi en el sentido opuesto, 31 luego otro y otro, hasta que me pareci¨® imposible que me estuvieran siguiendo. Lo ¨²nico que no eintend¨ª, ni he podido entender todav¨ªa, es por qu¨¦ hab¨ªan de seguirnos. Descend¨ª frente al primer cine que vi y me met¨ª sin mirar siquiera el programa, convencido, como siempre, por pura deformaci¨®n profesional, de que no hay ambiente m¨¢s seguro y m¨¢s propicio para pensar.
"?Le gusta mi poto, caballero?"
Era un programa combinado de pel¨ªcula y espect¨¢culo vivo. No hab¨ªa acabado de sentarme cuando termin¨® la proyecci¨®n, encendieron las luces a medias y el maestro de ceremonias inici¨® un larga perorata para vender su espect¨¢culo. Yo estaba todav¨ªa tan impresionado que segu¨ª mirando hacia la puerta para ver si me segu¨ªan. Los vecinos empezaron a mirar tambi¨¦n, con esa curiosidad irreprimible que es casi una ley de la conducta humana, como ocurre en la calle cuando uno mira al cielo, y la muchedumbre termina por detenerse y mirar. Tambi¨¦n tratando de ver lo que uno ve. Pero all¨ª hab¨ªa sin duda una raz¨®nadiocional. Todo en aquel lugar era equ¨ªvoco. La decoraci¨®n, las luces, la combinaci¨®n de cine y strip tease y, sobre todo los espectadores, todos hombres, y con un aspecto de fugitivos de qui¨¦n sabe d¨®nde. Todos, y yo m¨¢s que todos, parec¨ªan escondidos. Para cualquier polic¨ªacon raz¨®n o sin ella, aquello hubiera sido una asamblea de sospechosos.
La impresi¨®n de espect¨¢culo prohibido estaba muy bien dada por los empresarios, y en especial por el maestro de ceremonias, que anunciaba a las coristas en el escenario con descripciones que m¨¢s bien parec¨ªan de platos suculentos en un men¨². Ellas iban apareciendo a su conjuro, m¨¢s en pelota que como hab¨ªan venido al mundo, pues se maquillaban el cuerpo para inventarse gracias que no ten¨ªan. Despu¨¦s del desfile inicial qued¨® sola en el escenario una morena de redondeces astron¨®micas, que se contoneaba y mov¨ªa los labios para fingir que era ella quien cantaba la canci¨®n de un disco de Roc¨ªo Jurado a todo volumen. Hab¨ªa pasado bastante tiempo para que me arriesgara a salir cuando ella descendi¨® del escenario arrastrando un micr¨®fono de serpiente y empez¨® a hacer preguntas de una gracia procaz. Yo estaba esperando una buena ocasi¨®n para salir cuando me sent¨ª deslumbrado por el reflector, y o¨ª enseguida la voz arrabalera de la falsa Roc¨ªo:
-A ver, usted, caballero, el de la calvita tan elegante.
No era yo, desde luego, sino el otro, pero era yo, por desgracia, quien ten¨ªa que responder por ¨¦l. La corista se me acerc¨® arrastrando el cable del micr¨®fono, y habl¨® tan cerca de m¨ª que percib¨ª las cebollas de su aliento.
-?'C¨®mo le parecen mis caderas?
-Muy bien -dije en el micr¨®fono; qu¨¦ quiere que le diga.
Luego se volvi¨® de espaldas y movi¨® las nalgas casi contra mi cara.
-Y mi poto, caballero, ?c¨®mo le parece?
-Estupendo -dije- Imag¨ªnese.
Despu¨¦s de cada respuesta m¨ªa se escuchaba una grabaci¨®n de carcajadas multitudinarias en los altavoces, igual que en las comedias pueriles de la televisi¨®n norteanlericana. El truco era indispensable, porque nadie se re¨ªa en la sala, sino que a todos se les notaban las ansias de hacerse invisibles. La corista se me acerc¨® m¨¢s, y segu¨ªa movi¨¦ndose muy cerca de mi cara para que viera el lunar verdadero que ten¨ªa en una nalga, negro y peludo como una ara?a.
-?Le gusta mi lunar, caballero?
Despu¨¦s de cada respuesta me acercaba el micr¨®fono a la boca para aumentar el volumen de mi respuesta.
-Claro -dije-, toda usted es muy bonita.
-?Y qu¨¦ har¨ªa usted conmigo, caballero, si yo le propusiera pasar una noche en la cama? Ande, cu¨¦ntemelo todo.
-Mire, no s¨¦ qu¨¦ decirle -dije yo-. La amar¨ªa mucho.
Aquel suplicio no terminaba nunca. Adem¨¢s, en mi ofuscaci¨®n hab¨ªa olvidado hablar como uruguayo, y quise corregir el error a ¨²ltima hora. Entonces me pregunt¨® de d¨®nde era, tratando de imitar mi acento indefinido, y cuando se lo dije, exclam¨®:
-Los uruguayos son muy buenos en la cama. ?Usted no?
A m¨ª no me qued¨® otro camino que hacerme el pesado.
. -Por favor -le dije-, no me pregunte m¨¢s.
Entonces se dio cuenta de que no hab¨ªa nada que hacer conmigo, y busc¨® otro interlocutor. Tan pronto como pareci¨® que mi salida no ser¨ªa demasiado ostensible, abandon¨¦ el lugar a toda prisa y me dirig¨ª caminando al hotel, con la inquietud creciente de que nada de lo ocurrido aquella tarde hab¨ªa sido casual.
Ma?ana, cap¨ªtulo octavo: Atenci¨®n: hay un general dispuesto a contarlo todo.
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