?Qui¨¦n decide?
Vivimos en un mundo confuso, donde el acuerdo sobre las formas prevalece sobre los contenidos. En teor¨ªa, suscribimos unos derechos humanos, nos amparan los principios de una Constituci¨®n mayoritariamente aceptada, reconocemos que la virtud propiamente democr¨¢tica es la tolerancia y que el primer valor es la libertad. Pero el ejercicio de ambas, libertad y tolerancia, significa la obligaci¨®n de tomar decisiones, la necesidad de optar entre las distintas actitudes que ofrece y permite una sociedad de creencias plurales.Recientemente he tenido ocasi¨®n de participar en diversos debates sobre las nuevas t¨¦cnicas de procreaci¨®n y en otros varios sobre la eutanasia. Son las modas del d¨ªa para seguir d¨¢ndole vueltas a la vida y a la muerte. Los problemas m¨¦dicos, ¨¦ticos y jur¨ªdicos que uno y otro tema sugieren son m¨²ltiples y dispares, unas veces muy reales y otras un tanto tra¨ªdos por los pelos. En todo caso, la pregunta permanente en el fondo, de cualquiera de esos an¨¢lisis es siempre la misma: ?qui¨¦n decide?
Ante situaciones anormales, como la de unos padres angustiados por haber tra¨ªdo al mundo a -una hija con graves defectos fisiol¨®gicos y condenada a una vicia inhumana, o ante la mujer que resuelve tener un hijo sin padre, por inseminaci¨®n artificial, nos preguntamos a qui¨¦n compete decidir qu¨¦ debe hacerse y en virtud de qu¨¦ razones debe ser obedecida o respetada la decisi¨®n. El "?qui¨¦n decide?" viene a sustituir a la pregunta t¨ªpica y tradicional de la duda moral: "?qu¨¦ debo hacer?".
La sustituci¨®n de una pregunta por otra es, obviamente, un paso hacia adelante: es el reconocimiento de nuestra incapacidad para decidir solos, por cuenta y riesgo exclusivamente propios, junto a la convicci¨®n de que debe existir, a ciertos prop¨®sitos, eso que Rousseau llam¨® "voluntad general". Cuando el conocimiento falla o es insuficiente hay que acudir a los expertos o dejar paso a la opini¨®n compartida. El "?qui¨¦n decide?" adquiere capital importancia si, por una parte, los deberes y obligaciones est¨¢n poco claros y, por otra, se asume que cierto tipo de cuestiones merece una valoraci¨®n y una sanci¨®n colectiva, que la pr¨¢ctica de la libertad o de la tolerancia no debe identificarse simplemente con el culto al individualismo.
Las preguntas y los problemas nunca son tan simples como parecen en el pronto. Quien se haya acercado m¨ªnimamente a los modos asamblearios que cultivan muchas de nuestras instituciones sabe que el tema m¨¢s sencillo puede eternizarse en discusiones sin fin. La sustancia de las preguntas no es, pues, inocente: depende, en gran medida, de qui¨¦nes sean los llamados a discutir y a decidir. En una democracia representativa, los directamente responsables de las decisiones colectivas no se limitan a tratar de resolver las dudas del presente, sino que dibujan el rostro de las perplejidades futuras.
No hay duda, as¨ª, de que el desarrollo de las nuevas tecnolog¨ªas implica una transformaci¨®n de los valores, costumbres o instituciones b¨¢sicas de la sociedad. Es evidente que las t¨¦cnicas aplicadas a la procreaci¨®n est¨¢n poniendo en cuesti¨®n, de momento, el papel y el sentido de la familia tradicional. La inseminaci¨®n artificial hace posible que una mujer sola pueda ser fecundada, que una pareja de homosexuales se convierta en padres o madres. Existe asimismo la posibilidad de que un ni?o tenga hasta dos y tres madres, seg¨²n sea el n¨²mero de mujeres que intervengan en el proceso de fecundaci¨®n y gestaci¨®n... Y me refiero s¨®lo a los casos m¨¢s com¨²nmente citados y discutidos porque ya son reales.
Pero no pensemos s¨®lo en la instituci¨®n familiar. Otros valores m¨¢s obvios o m¨¢s arraigados sufren una erosi¨®n similar, cuando las t¨¦cnicas se analizan desde perspectivas m¨¢s amplias y solidarias. As¨ª, nos preguntamos si realmente la fecundidad o la maternidad biol¨®gicas son valores en s¨ª. Considerados los costes eco.n¨®micos y ps¨ªquicos que supone, por ejemplo, la fertilizaci¨®n in vitro, y teniendo en cuenta que el grado de hambre y de miseria es, a¨²n escandaloso en nuestro mundo y en nuestro tiempo, ?cabe afirmar con justicia que el problema de la procreaci¨®n es el de la esterilidad? ?Hay razones ¨¦ticas, es decir, no interesadas, para preferir la maternidad biol¨®gica a la maternidad de adopci¨®n?
El otro tema -la eutanasia-conduce a perplejidades similares. Parece indiscutible el derecho de todo individuo a una buena muerte: una muerte sin larga agon¨ªa, desprovista de sufrimientos insorportables e in¨²tiles, una muerte minimamente sentida y aceptada. En suma, una mueile digna. La discrepancia comienza cuando esa buena muerte no es un simple "dejar morir", sino un "hacer morir" al paciente. El suicidio o el homicidio invaden entonces el lugar de ese otro t¨¦rmino, m¨¢s llevadero, que es la eutanasia. Lo cual significa que no est¨¢ nada claro cu¨¢ndo la muerte es s¨®lo muerte y no otra cosa, ni est¨¢ claro si merecen un mismo nombre la muerte llamada cl¨ªnica y la otra, que hemos dejado de saber cu¨¢ndo se produce.
Supongamos que aceptamos el respeto a la dignidad de la persona como criterio incuestionable del "?qu¨¦ debo hacer?". En el caso de la fecundaci¨®n asistida, la dignidad puede significar el derecho de toda mujer y todo hombre a tener hijos cuando y como lo deseen, el derecho de cualquier hijo a tener un padre y una madre, o el derecho del embri¨®n a la vida. Eso, por no entrar en m¨¢s complicaciones. Con la eutanasia ocurre algo parecido. ?De qu¨¦ dignidad hablarnos? ?La del agonizante que decide su mejor forma de morir? ?La de los m¨¦dicos, la de los familiares que quieren pronunciarse sobre el caso? ?La dignidad, otra vez, del paciente moribundo que asume el deber de conservar la vida a cualquier precio? La confusi¨®n y las discrepancias no derivan de la falta de convicciones, sino del conflicto entre ellas. El imperativo del respeto a la dignidad se mantiene, pero estamos menos seguros de lo que significan las grandes palabras. Nadie cuestiona, en teor¨ªa, el derecho a la vida ni el derecho a
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?Quien decide?
Viene de la p¨¢gina 15 una buena muerte o a usar de la propia libertad. Nadie lo cuestiona en abstracto y por separado. Pero la toma de decisiones nunca es tan sencilla como la adhesi¨®n a un principio abstracto: cualquier elecci¨®n, cualquier preferencia obliga a retener unas convicciones y a sacrificar otras.
El drama de nuestra existencia es la limitaci¨®n: no es posible retenerlo todo. Hay que escoger. Y esa elecci¨®n, que no puede ni debe imponerse dogm¨¢ticamente a todos por igual, requiere y exige, sin embargo, un reconocimiento y una sanci¨®n social. El amparo de la sociedad aporta la seguridad que nos falta a cada uno por separado. Adem¨¢s, sigue siendo cierto lo que ya vieron los cl¨¢sicos del existencialismo: ninguno de mis actos me compromete s¨®lo a m¨ª, mis opciones arrastran y dependen de otras, nunca son solitarias.
Si a pesar de sus, debilidades confiamos en la democracia como sistema de decisi¨®n es por dos razones fundamentales. En primer lugar, porque no nos fiamos de nuestra propia y solitaria representaci¨®n del mundo, que es parcial, interesada y llena de prejuicios. En segundo t¨¦rmino, porque para convivir es preciso estar de acuerdo en m¨¢s de una cosa. Aunque la representaci¨®n de cada uno abarque s¨®lo una porci¨®n de la totalidad, ¨¦sta ha de partir de unas perspectivas compartidas para que hablarse y entenderse sea posible. Decidir cu¨¢les son los problemas colectivos y d¨®nde est¨¢ la sustancia de cada problema es una de las tareas fundamentales de las sociedades democr¨¢ticas y progresistas. Y puesto que la garant¨ªa de la respuesta s¨®lo puede estar en el procedimiento, en la forma, y no en el contenido (de lo contrario no confiar¨ªamos en el di¨¢logo, en el parlamento), el "?qu¨¦ debo hacer?" ha de ser sustituido por el "?qui¨¦n decide?".
La respuesta parece simple a primera vista. En una democracia representativa, el n¨²mero de personas que interviene en las decisiones colectivas no debe ser ni escaso ni. homog¨¦neo. Todas las diferencias deben verse representadas. Primero, porque cuando la decisi¨®n ha de derivar de un acuerdo, se admite impl¨ªcitamente la debilidad de cada una de las opiniones confrontadas. Por eso hay que confrontarlas. Y la decisi¨®n ser¨¢ tanto m¨¢s v¨¢lida y aceptable cuanto m¨¢s dis¨ªmiles sean las partes que la toman. En segundo lugar, la representaci¨®n ha de ser variada porque de la cantidad y cualidad de esas partes depender¨¢ la orientaci¨®n de los problemas, el contenido que, en definitiva, dar¨¢ cuerpo a las decisiones adoptadas.
De ah¨ª deduzco dos conclusiones b¨¢sicas. Por un lado, no basta resolver problemas como los aludidos con una legislaci¨®n casu¨ªstica que se limite a paliar las dudas. Detr¨¢s o por debajo de las preguntas m¨¢s concretas se encuentran dudas profundas y complejas, cambios m¨¢s sustanciales; la atenci¨®n e importancia que se les otorgue determinar¨¢ la configuraci¨®n futura de nuestra sociedad. Son dudas acerca del valor de la familia tradicional, el car¨¢cter realmente patol¨®gico de la esterilidad, el valor de la maternidad o la paternidad biol¨®gicas, los objetivos reales de la ingenier¨ªa gen¨¦tica, las consecuencias humanas de una cierta concepci¨®n de la muerte, las necesidades de asistencia que merecen ciertas deficiencias de la naturaleza... Que se preste o deje de prestar atenci¨®n a cuestiones como esas depende de qui¨¦nes sean los encargados de opinar sobre ellas.
Por otro lado, las respuestas, consejos, aclaraciones a cuestiones como las expuestas han de ir saliendo de un colectivo realmente interesado. en todas ellas. Tan interesado, y con intereses tan diversos, que de: la suma de todos ellos nazca una opini¨®n m¨¢s cercana a la imparcialidad. Pero las democracias suelen tener un c¨®mputo de: interesados demasiado iguales entre s¨ª. Un ejemplo reciente abona lo que acabo de decir. La comisi¨®n designada por el Parlmento para informar sobre la fertilizaci¨®n asistida cuenta con 30 miembros, de los cuales s¨®lo dos son mujeres. En cuanto a los expertos que la componen, son m¨¦dicos, bi¨®logos, juristas, y fil¨®sofos (todos los fil¨®sofos, por cierto, salvo dos, procedentes de universidades de la Iglesia). Dicho de otra forma, se encuentran representados en la comisi¨®n quienes, frente al progreso e innovaci¨®n tecnol¨®gica, necesitan respuestas r¨¢pidas y n¨ªtidas que tranquilicen sus conciencias o las de quienes acuden a ellos. Se trata de resolver el problema m¨¢s inmediato y m¨¢s urgente. En cambio, se elude la voz de quienes estar¨ªan en condiciones de cuestionar la totalidad, poniendo de manifiesto la desatenci¨®n o confusi¨®n existente en. torno a cuestiones menos patentes, pero, a largo plazo, mucho m¨¢s importantes.
La divisi¨®n del trabajo y la especializaci¨®n profesional nos llevan a confiar cualquier problema a los expertos. Es la manera m¨¢s c¨®moda de salirle al paso, individual o colectivamente. Pero no todos los problemas merecen por igual y solamente la estimaci¨®n de los expertos. De ah¨ª que nazcan esos comit¨¦s mixtos en los que opina desde el miembro de un grupo profesional hasta el hombre o la mujer de la calle, el simple ciudadano. Pero incluso esos comit¨¦s siguen siendo poco mixtos. Y existe el peligro de que las clases que los componen est¨¦n interesadas en retener el problema y resolverlo s¨®lo medianamente a fin de que no se salga de cauce y evolucione hacia derroteros imprevisibles y poco convenientes. El mayor escollo del pluralismo, la verdadera dificultad para hab¨¦rselas con ¨¦l, consiste en que cada problema tiene mil caras, una variedad insospechada de enfoques. Obstinarse en no reconocerlo es cerrarle el paso al progreso social.
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