Jacqueline, en un vac¨ªo negro
Todo comenz¨® maravillosamente por tel¨¦fono entre Jacqueline y yo, y todo remat¨® a trav¨¦s de un tel¨¦fono, para siempre, entre los dos. Aquel d¨ªa de noviembre de 1980, cuando por primera vez la contact¨¦ desde Par¨ªs, ella se encontraba, como casi siempre, en Mougins, en Notre Dame de Vie, en la sala contigua al estudio en el que el animal malague?o la pintaba o desde donde gritaba en cuanto pasaban algunos minutos sin verla: "?D¨®nde est¨¢s, Jacqueline?".Aquel primer encuentro telef¨®nico tuvo algo de m¨¢gico y mucho de na?f. Fue po¨¦tico, fue cari?osamente loco. Un amigo com¨²n le hab¨ªa hablado de m¨ª. Ella me pregunt¨® casi a quemarropa: "Pero dime una cosa, ?t¨² amas a Pablo?". Yo: "S¨ª, claro". Jacqueline, de nuevo: "?Lo amas sin restricciones?". Rotundo: "Sin restricci¨®n de ninguna especie". Ella: "Pues yo te amo a ti tambi¨¦n; puedes venir cuando quieras, yo estoy aqu¨ª, en mi casita, esper¨¢ndote".
Una casa en la picota
No pasaron 48 horas y yo ya estaba en Mougins, un paraje de ensue?o de la Costa Azul. La casa de Jacqueline Picasso estaba plantada en la picota, cubierta por el paraguas del cielo. Todo era dulzura aparente. Atravesada la verja, hab¨ªa que caminar hasta la puertecita que da al para¨ªso de la nostalgia, del amor, de las l¨¢grimas, del dolor, museo inveros¨ªmil, alucinante. Yo pensaba y sent¨ªa as¨ª esperando la salida de Jacqueline no s¨¦ de d¨®nde. Jacqueline apareci¨®, y cinco minutos despu¨¦s ya me hab¨ªa cog¨ªdo por la imano: "Ven, ven a la otra habitaci¨®n, ya ver¨¢s; es mejor que veas, y no tendr¨¦ que decirte nada; yo hablo poco; no me gusta hablar".Me ense?¨® la mesa enorme donde com¨ªa en la cocina con Picasso; me mostr¨® el ascensor que hab¨ªan constru¨ªdo a?os antes de la muerte del pintor para que lo subiera de la planta baja al primer piso, donde dorm¨ªan. Nos sentamos los dos en el mismo pelda?o de la escalera, cogidos de la mano, y me contaba: "Mira, Pablo, por ejemplo, ve¨ªa un alambre aqu¨ª, en el suelo, y ya se olvidaba hasta de comer, y hac¨ªa una escultura o un cuadro; con cualquier cosa Pablo creaba".
El estudio donde Picasso pint¨® los 15 o 20 ¨²ltimos a?os de su vida permanec¨ªa virgen, Todo estaba como ¨¦l lo dej¨® el ¨²ltimo d¨ªa de su vida, porque ese d¨ªa a¨²n, por la ma?ana, como de costumbre, le pregunt¨® a Jacqueline: ?Hay bastantes l¨¢pices?". Jacqueline aquel d¨ªa me hizo preguntas intencionadas sobre algunos espa?oles, como Camilo Jos¨¦ Cela y Luis Miguel Domingu¨ªn, entre otros.
En alg¨²n momento se le torci¨® la expresi¨®n y rezongaba en silencio. Hablamos de la batalla -de la guerra, mas propiamente- por la herencia. Jacqueline se quejaba de tanto disgusto; se le hab¨ªa ca¨ªdo pelo, la belleza de su rostro cedi¨®; la amargura, la rabia de una personalidad de hierro acariciada por la caricia, las l¨¢grimas, chorros de l¨¢grimas, no se palpaban, pero surcaban los pensamientos de quien la miraba.
Hablamos del vac¨ªo que signific¨® la muerte de Picasso: "Fue un vac¨ªo negro; cuando se pierde un universo es como si se pierde la columna vertebral". Recuerdo que se ceb¨® en estos momentos sobre nuestra imagen algo tremendo; a m¨ª me dio miedo. Pero Jacqueline, de repente, salt¨® y me cogi¨® las dos manos, me arrastr¨® casi, y me orden¨®, ni m¨¢s ni menos: "Mira, si¨¦ntate en esta mecedora, donde me pintaba Pablo".
En un instante son¨® el tel¨¦fono; era Catherine, desde Par¨ªs, la hija del primer matrimonio de Jacqueline, la que ahora es hu¨¦rfana y decidir¨¢ sobre tantas cosas. Jacqueline le dijo que estaba conmigo, y Catherine se sorprendi¨®, porque ella y yo ¨¦ramos amigos y nunca cont¨¦ con, ella para conocer a su madre. S¨®lo pasaron unos segundos, y Jacqueline, sin venir a cuento, me oblig¨® a hablarle de Fr¨¦d¨¦ric Rossif, el director de cine, amigo com¨²n.
Para salir de uno de estos atascos me habl¨® de Vauvenargues, el castillo donde reposan los restos de Picasso, cerca relativamente de Notre Dame de Vie: "Voy varios d¨ªas por semana y me encuentro serena; no me interrogo, reencuentro una serenidad que no tengo aqu¨ª". Llegu¨¦, morbosamente quiz¨¢, a preguntarle si hablaba con Picasso de la muerte: "No, nunca habl¨¦ con ¨¦l de la muerte, y adem¨¢s, en caso contrario, lo hubiese callado". Me asegur¨® que su vida continuaba y continuar¨ªa "unida a Pablo", y cuando quise saber si viv¨ªa contenta, musit¨®: "No me pregunto cosas".
En Par¨ªs volvimos a vernos varias veces en los ¨²ltimos a?os; no era su mundo el mundo de todos los d¨ªas; nunca estaba triste en apariencia, ni lo contrario. Mi ¨²ltima conversaci¨®n con ella fue telef¨®nica; acaeci¨® hace tres semanas; fue arisca y cari?osa. Con motivo de la exposici¨®n P¨ªcasso que, en Madrid, se inaugurar¨¢ a finales de este mes, la contact¨¦ en Notre Dame de Vie para planear una entrevista. S¨®lo abrir la boca, me interrumpi¨®
me suplic¨®: "No, por favor, no; no quiero hablar; no tengo ganas de hablar, compr¨¦nderne". Insist¨ª, sin duelo, pero con mil argumentos a base de Pablo, de su importancia en la exposici¨®n, y, por fin, confes¨®: "Mira, estoy muy cansada, mucho, mucho; no s¨¦ qu¨¦ tengo en la cabeza; acabo de llegar de Par¨ªs, y tengo papeles y papeles; d¨¦jame que descanse un poco y ll¨¢mame despu¨¦s, ?quieres?". De acuerdo.
"No tengo ganas de nada"
No la llam¨¦ m¨¢s tarde, sino que le escrib¨ª una carta de cuatro cuartillas. Y cuando, d¨ªas m¨¢s tarde, calcul¨¦ que ya hab¨ªa recibido la misiva, volv¨ª a telefonear a Notre Dame de Vie. De entrada, desesperadamente, hastiada yo que s¨¦ de qu¨¦, me dijo: "Feliciano, t¨² eres mi amigo, y no puedes forzarme a esto; ya te dije el otro d¨ªa que no tengo ganas de nada; cuando vaya a Madrid, a la exposici¨®n, te prometo que haremos lo que quieras; pero ahora, no, no puedo, no puedo, te lo suplico, ahora no". Insist¨ª, quiz¨¢ sin la sensibilidad que exig¨ªa el instante; nuestra conversaci¨®n se prolong¨® durante media hora o cosa as¨ª. Jacqueline lleg¨® a exasperarse y cit¨® a Paloma Picasso -hija de otra mujer anterior del pintor-, como dici¨¦ndome: "Hazle a ella la entrevista, que a ¨¦sa le gusta hablar".Entonces yo le grit¨¦, en franc¨¦s de entrada: "Ecoute, Jacqueline, merde mille fois" (Escucha, Jacqueline, mil veces mierda). Y prosegu¨ª: "Ahora me trae sin cuidado la entrevista; ma?ana mismo tomo el avi¨®n y voy a verte a. ti tres minutos, s¨®lo para eso; t¨² eres m¨¢s importante que nada, que nadie, Jacqueline". Jacqueline: "No, no vengas, no quiero, no quiero ver a nadie; adem¨¢s, ma?ana me marcho, me oyes, me marcho". Yo: "T¨² marchar¨¢s, pero yo voy". Jacqueline: "Por favor, ?no te das cuenta que estoy al borde de las l¨¢grimas? No quiero que vengas, me voy". Y colg¨® el tel¨¦fono. Inmediatamente llam¨¦ de nuevo, y, sollozando, Jacqueline volvi¨® a colgar el tel¨¦fono.
Al d¨ªa siguiente, hace poco m¨¢s de una semana, tom¨¦ el avi¨®n Madrid-Niza y al atardecer di un paseo por Mougins. Los vecinos siempre preguntan lo mismo: "?Tiene usted cita con ella?". Muchos ni la conoc¨ªan de vista, porque apenas sal¨ªa de casa, y en todo caso no iba al pueblo: "La verdad es que no quer¨ªa al pueblo, porque Picasso tampoco hizo migas nunca con ¨¦l, a causa de un proyecto urban¨ªstico y una discusi¨®n que tuvo con el alcalde de entonces".
Ya anochec¨ªa. Espachurr¨¦ el timbre del interfono, respondi¨® el jardinero, sali¨®, y a trav¨¦s de la verja puse rosas en sus manos, y una tarjeta. Sin m¨¢s, fui a cenar al Moulin de Mougins, un tres estrellas frecuentado, aunque raramente, por ella: "Es sencilla para corner", me dijo un camarero.
Cuando iba a comenzar mi cena ("con Jacqueline"), el tel¨¦fono del restaurante son¨®.; la criada de Jacqueline dijo: "Madame Picasso ha marchado y no se sabe cu¨¢ndo volver¨¢". Apenas cen¨¦ lo que me sirvieron.
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