Efectos especiales
En v¨ªsperas del gran cisma de 1054, tanto el emperador como el patriarca sab¨ªan que desde la coronaci¨®n de Carlomagno una reunificaci¨®n de las dos Romas era imposible y que el poder de Bizancio hab¨ªa de ce?irse a las riberas del Mediterr¨¢neo oriental y consolidarse entre los pueblos lim¨ªtrofes de Asia Menor. Pero en 987 estall¨® una nueva guerra civil por la posesi¨®n del imperio, extremadamente dura, y al a?o siguiente Bardas Focas, due?o de Asia Menor, se dispuso a conquistar la capital mediante un doble ataque desde tierra y mar. Ante una situaci¨®n desesperada, el emperador, Basilio II, llam¨® en su ayuda a Vladimir, pr¨ªncipe de Kiev, que desembarc¨® en el territorio bizantino con los 6.000 hombres de la c¨¦lebre legi¨®n varango-rusa y obtuvo sobre los rebeldes la decisiva victoria de Cris¨®polis. En recompensa a sus servicios, Basilio Bulgaroctonos -el exterminador de los b¨²lgaros- concedi¨® a VIadimir -con la fuerte oposici¨®n de la corte y del patriarcado, pues nunca una porfirog¨¦neta hab¨ªa sido casada con un extranjero- la mano de la princesa Ana, hermana de emperadores, y tan s¨®lo a condici¨®n de que tanto el como su pueblo entero recibiesen el bautismo. La visita del pr¨ªncipe ruso a la capital fue preparada con todo esmero y no quiso el emperador dejar suelto ning¨²n cabo de aquella compleja red donde deb¨ªa quedar atrapada tan codiciada presa, un vasallo para Bizancio y un legionario para Cristo. Un monje llamado Leoncio hab¨ªa sido encargado de su adoctrinamiento, y cuando al fin el pr¨ªncipe expres¨® su deseo de visitar la casa de Dios y atender a una manifestaci¨®n de su culto, se prepar¨® su entrada en Santa Sof¨ªa un viernes por la noche. Apenas iluminado el camino por los pocos cirios de unos eclesi¨¢sticos, el pr¨ªncipe fue conducido casi a tientas por un laberinto de angostos pasadizos hasta el eje del templo. A una se?al del maestro de ceremonias, comenz¨® el oficio: el templo se ilumin¨® en un instante, se encendieron los pebeteros y el coro elev¨® sus voces. "All¨ª", dice Diehl, "bajo la elevada c¨²pula ante el iconostasio de plata, entre el resplandor de los cirios y el vaho perfumado del incienso, entre los armoniosos cantos acompa?ados por los ¨®rganos de_plata (...), el b¨¢rbaro deslumbrado crey¨® ver a los ¨¢ngeles descender corporalmente del cielo para oficiar con los sacerdotes". Cuando despert¨®, el alma de Vladimir ya era cristiana; sin duda, una de las m¨¢s provechosas conversiones de la ¨¦poca, en buena medida atribuible al -dig¨¢moslo as¨ª- efecto de los efectos especiales. Cuando alguien me quiere persuadir del importante papel que los efectos especiales juegan en la comedia moderna y de la medida en que el progreso t¨¦cnico del deus ex machina ha involucrado el perfeccionamiento de todas las artes representativas hasta un l¨ªmite no conocido en la antig¨¹edad, no puedo por menos de recordar la lipotimia de Vladimir en Santa Sofia y buscar alg¨²n ejemplo en nuestra edad de hierro -como dice Ferlosio- de la conquista de un imperio mediante un espect¨¢culo de luz, aroma y sonido.No creo que la estrategia de los efectos especiales est¨¦ dictada tanto por la suspensi¨®n de la incredulidad -como quer¨ªa Coleridge- cuanto por el robustecimiento de una t¨ªmida creencia nacida en las sombras del esp¨ªritu mediante un choque sensorial. Lo primero se puede conseguir, sin mas, con decorados y disfraces. Para lo segundo es preciso un paso m¨¢s hacia el v¨¦rtigo, por lo mismo que de una muchedumbre congregada en una plaza para contemplar unos fuegos artificiales solamente se arranca un un¨¢nime oh de admiraci¨®n cuando con una sucesi¨®n de blandos eructos -mucho m¨¢s gratos al o¨ªdo que la explosi¨®n de cohetes y bombas- se abre en el cielo un palmeral de m¨²ltiples colores que iluminar¨¢n la plaza con un ef¨ªmero y siempre ins¨®lito resplandor pronto resuelto en la tiniebla saturada por el humo de las bengalas y el silencio de la muchedumbre.
Un resplandor parecido al del gabinete del radi¨®logo. En nuestra infancia fuimos mucho al m¨¦dico y poco al hospital, un m¨¦dico de la burgues¨ªa con su consulta abierta, por lo general, en el barrio de Salamanca. En una u otra ocasi¨®n el m¨¦dico de cabecera aconsejaba a la madre: "Ser¨¢ conveniente que lo miren por rayos", un consejo que el ni?o sol¨ªa recibir con mal disimulada alegr¨ªa porque supon¨ªa otra tarde m¨¢s sin colegio y porque, de todas las consultas, la del radi¨®logo era con mucho la menos desagradable. Incluso era grata; ni hac¨ªa da?o ni obligaba a tragar bazofias ni introduc¨ªa una cucharilla hasta la glotis ni dictaba temibles recetas. Mi madre -como supongo que casi todas las madres de entonces- ten¨ªa su radi¨®logo particular, que adem¨¢s era pariente o pariente de parientes, con su consulta en un entresuelo del barrio de Salamanca: un piso bien encerado, con puertas cristaleras con visillos, una sala de espera con muebles art-deco, revistas de arte y hogar y una enfermera de buena estampa y maneras refinadas, con uniforme y cofia blancos, las u?as pintadas y zapatos de tac¨®n; una enfermera en la que -tal vez- el ni?o adivin¨® los lejanos atractivos ?te una feminidad aut¨®noma y no familiar que, bajo una apariencia cari?osa y unas frases aduladoras, escond¨ªa un secreto nunca alcanzable, como la l¨ªnea del horizonte. Bajo la presi¨®n de la fr¨ªa placa contra el pecho desnudo, el, ni?o deb¨ªa dejar caer los brazos hacia adelante, inspirar y espirar media docena de veces bajo la mirada escrutadora del radi¨®logo (y la madre y la enfermera, al fondo, en la oscuridad), en aquel gabinete iluminado por el resplandor azulenco del aparato, invadido por el inconfundible aroma del ozono y el zumbido de chicharra del emisor. Un breve espect¨¢culo de luz, aroma y sonido en la capilla roentgeniana. de la ciencia que tal vez duraba demasiado poco; cuando el doctor retiraba la pantalla y con un afectuoso bofet¨®n dec¨ªa: "Yo no le veo nada; ya te puedes vestir", al tiempo que la enfermera encend¨ªa de nuevo la luz, el ni?o deseaba volver a empezar aun al precio de volver a casa con una lesi¨®n pulmonar. Ambos tranquilizados, la madre y el doctor aprovechar¨ªan el breve pase¨ªllo por el corredor para cambiar noticias sobre parientes y amigos mientras la enfermera sosten¨ªa el pomo de la puerta y al sonre¨ªr a sus clientes confirmaba en el esp¨ªritu del ni?o la sospecha de que bajo aquel impecable uniforme se escond¨ªa un misterio que nunca ser¨ªa el mismo que aquel otro que a ¨¦l un d¨ªa u otro le tocar¨ªa develar.
Cuando la situaci¨®n vuelve a la normalidad, cuando se esfuman los efectos especiales -cuando concluye el oficio rel¨ªgios¨® o se extinguen los resplandores de la traca final o la enfermera hace de nuevo la luz en el gabinete del radi¨®logo-, queda trazada la tajante frontera entre el espect¨¢culo y la vida cotidiana, entre los reinos de la ficci¨®n y la realidad, dir¨ªa un fil¨®sofo de andar por casa. A menos que los efectos especiales produzcan, como en el caso de Vladimir, efectos permanentes. Y ya puestos a filosofar a la manera dom¨¦sticoandariega, me digo que esos permanentes pueden ser de dos clases: los primarios y previstos -como la visi¨®n del descenso de los ¨¢ngeles con el s¨ªmbolo de Cristo desde el v¨¦rtice de la c¨²pula de Santa Sof¨ªa- o secundarios e inducidos, como el descubrimiento de la feminidad en un gabinete de rayos X, que a no dudar no se producir¨ªan (justificando as¨ª el anterior adjetivo mediante la met¨¢fora de las corrientes par¨¢sitas inducidas en el diel¨¦ctrico atravesado por una corriente principal) de no estar embargado el ¨¢nimo del paciente por el espect¨¢culo montado por el tramoyista para transportarle a un mundo distinto del habitual. Siempre me ha llamado la atenci¨®n la rebelde direcci¨®n de esos efectos inducidos; se dir¨ªa que es siempre transversal a la prevista y deseada por los efectos especiales, de los cuales aprovecha el estado de estupor por ellos creado para buscar una salida hacia una estupefacci¨®n propia no dictada por el tramoyista. El m¨¢s sumiso espectador conservar¨¢ siempre un resto de independencia para hacer con su estupor lo que le venga en gana, y la m¨¢s absorbente lectura en cualquier momento puede inducir una reflexi¨®n en todo distinta a la querida por el autor de las l¨ªneas. La verdad es ubicua y se halla tanto en el autor como en el escoliasta. Todo parece indicar que es aquello que produce la estupefacci¨®n propia, inducida por el tramoyista pero muy distinta a la querida por ¨¦l.
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