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Tribuna:RELATOS DE ENTRETIEMPO
Tribuna
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Catorce maneras de matar al pavo

Juan Garc¨ªa Hortelano (Madrid, 1928) es una de las figuras m¨¢s representativas de la llamada generaci¨®n del 50. Con Gram¨¢tica parda obtuvo el Premio de la Cr¨ªtica en 1983. Los personajes que aparecen en Su obra pertenecen por lo general a un mundo cuya peripecia hist¨®rica transcurre paralela a la del propio autor. El Madrid de los a?os sesenta, los tiempos de la clandestinidad y el compromiso pol¨ªtico, el esperpento del desarrollo, los nuevos h¨¢bitos burgueses; todo ello basado en una iron¨ªa a veces socarrona, que conforma una de las principales caacter¨ªsticas de este narrador. Catorce maneras de matar el pavo mantiene un dif¨ªcil equilibrio entre la risa y el llanto. Y por debajo del sarcasmo emerge siempre una realidad insistente y demasiado precisa que no parece f¨¢cil olvidar. Con esta narraci¨®n del autor de El gran momento de Mary Tribune comenzamos la publicaci¨®n de una serie de relatos para este tiempo de vacaciones.

Trabajaron a d¨²o en aquellos a?os de la clandestinidad. El emparejamiento de Anselmo y Clavijo fue -por lo menos as¨ª lo parece ahora- una de las pocas decisiones acertadas de la c¨²pula de la organizaci¨®n. S¨ª, parece mentira, cuando me pongo a recordar los tiempos idos, que a los cerebros aut¨®matas de la c¨²pula se les ocurriese la sutileza de reducir a uno dos peligros.-T¨², Lola, deja claro en todo momento -me instruyeron, al encargarme la tutela de aquellos dos plepas- que ostentas, por delegaci¨®n, la plena autoridad del comit¨¦. Y cu¨ªdate de que no se fascinen de tu persona al un¨ªsono.

El conocimiento de Clavijo y de Anselmo en el bar de la Petra me proporcion¨® la convicci¨®n de que, con Clavijo y Anselmo alistados en la lucha por la libertad, nunca derribar¨ªamos al tirano. Se trataba, por duplicado, de ese tipo de militante que s¨®lo se admite en organizaciones desesperadamente necesitadas. En apariencia eran muy distintos, aunque nunca consegu¨ªa distinguirlos completamente, ni siquiera cuando, con el paso del tiempo y al calor de las circunstancias, empezaron a fascinarse de mi persona. Nada m¨¢s terminar la primera entrevista, propuse motivadamente al comit¨¦ que se les expulsase de inmediato y que, si se dispon¨ªa de dinamita, se dinamitase el bar de la Petra.

-De entrada me preguntaron cu¨¢l es mi verdadero nombre. Con la intenci¨®n de establecer un clima de confianza, Anselmo me inform¨® que Clavijo se llama Nicol¨¢s, y Clavijo, que Anselmo se llama Saturnino, Satur para los ¨ªntimos. A continuaci¨®n, despu¨¦s de preguntarse entre ellos a efectos ret¨®ricos que d¨®nde habr¨ªan encontrado los del convento a una chavala como yo, han planteado el problema que en estos momentos les inquieta, consistente en no saber qu¨¦ hacer durante el verano con el material de propaganda que se les pasa para distribuci¨®n. En invierno no hay problemas, dado que durante el invierno en el laboratorio donde trabaja Clavijo se enciende la caldera de la. calefacci¨®n. Pero he aqu¨ª que de abril a noviembre la empresa del laboratorio tiene la costumbre de mantener apagada la caldera de la calefacci¨®n y a ellos se les amontona el material en sus casas. Me han encargado expresamente que os exponga la cuesti¨®n, bajo la velada amenaza, en el caso de que el convento no les haga caso, como tiene por costumbre, de repartir por todo el barrio hasta el ¨²ltimo panfleto, lo que, seg¨²n ambos provoca siempre una espectacular disminuci¨®n de la militancia. Luego pidieron otras cervezas y me invitaron a conocer la granja experimental de Voronov, pariente de Anselmo y un genio de la gen¨¦tica av¨ªcola, en cuyas instalaciones sugieren que podr¨ªan impartirse cursillos de anticlericalismo cient¨ªfico. Tambi¨¦n a invitaci¨®n suya abon¨¦ las consumiciones por delegaci¨®n, ya que se trataba de una reuni¨®n de trabajo. Y hemos quedado, tan amigos, en vernos un d¨ªa de ¨¦stos. Resumiendo, y despu¨¦s de haber tenido el honor de conocer a esos dos titanes de la resistencia, mi propuesta es que ellos o yo.

-Paciencia, Lola -me aconsejaron-. No est¨¢n los tiempos para prescindir de nadie.

Evidentemente, viv¨ªamos tiempos dificiles, pens¨¦ cuando se me descrisparon los nervios. Y en no m¨¢s de 15 d¨ªas logr¨¦ blvidar a Clavijo, a Anselmo, a su pariente y el bar de la Petra, uno de esos lugares donde el jolgorio hab¨ªa dejado embarrancada la historia. Comet¨ª el error de suponer cancelada nii tutela sobre aquellos dos sujetos, aquejados de todas las enfermedades infantiles del cinismo.

Unos meses despu¨¦s fui enviada a Par¨ªs en misi¨®n rutinaria. La rutina, un b¨¢lsamo para mi maltrecha convivencia de aquella ¨¦poca, acab¨® el d¨ªa en que se me encarg¨® recibir, a pie de estribo y de hoy para ma?ana, a Clavijo y a Anselmo, que llegar¨ªan en funciones de mensajeros. Aquella madrugada, camino de la estaci¨®n, estuve tentada de desertar y exiliarme en la patria de donde ellos ven¨ªan. Deliberadamente llegu¨¦ unos minutos tarde y, cuando esperaba encontrarles brindando con champ¨¢n catal¨¢n en la cafeter¨ªa, los descubr¨ª en el and¨¦n vac¨ªo, rodeados de maletas y moh¨ªnos.

-?Alg¨²n contratiempo?

-Ninguno, salvo el p¨¢nico al pasar la frontera.

-Procura, hermosa, que nos reciban pronto el recado, para volvernos cuanto antes y, si no es mucho pedir, de vac¨ªo.

-No s¨¦ si ha llegado a quien deb¨¦is entregar el mensaje.

-?Vamos a parar de fonda o en la casa dIuno de esos compatriotas que viven donde Thorez perdi¨® el kolvac?

Detestaban Par¨ªs, a pesar de conocer concienzudamente la ciudad y quiz¨¢ porque en ella no acababan de encontrar algo similar al bar de la Petra. A media, tarde se me ocurri¨® pasar por el hotel. Se hab¨ªan metido en la cama a fin de olvidar, durmiendo, d¨®nde se encontraban, pero bajaron al instante y, al enterarse de que no se trataba de la cita con el prefecto del convento, sino simplemente de que yo hab¨ªa tenido la ocurrencia, declararon que ellos pagar¨ªan la cena.

A los postres, tras unas miradas de indecisi¨®n, Anselmo resolvi¨® sincerarse:

-El miedo de anoche en la frontera, ?qu¨¦ quieres, preciosa?, fue especial, uno de esos pavores que cuando te pasan te dejan miedo y verg¨¹enza para unos lustros. Conforme atraves¨¢bamos Las Landas en plan correos del zar, estimamos prudente no transportar en el futuro m¨¢s mensajes sin conocer su contenido.

-Precaviendo, ?comprendes, guapa? -me explic¨® Clavijo-, un supuesto de ca¨ªda en las garras de la sabueser¨ªa.

-De modo tal -aclar¨® Anselmo-, que uno sepa por lo menos la entidad del motivo por el que le est¨¢n zurrando la badana, cuando ya le est¨¦n zurrando la badana a uno.

-Lo que, de paso, permite adelantar la clave del dichoso mensaje antes de que te rompan el primer hueso; si la clave, como suele ocurrir con las llaves del convento, es facilita. ?Est¨¢ claro, hermosa?

-Demasiado. Lo ¨²nico que no descifro es por qu¨¦ hab¨¦is pensado que yo soy la idiota adecuada para transmitir al comit¨¦ vuestra pretensi¨®n de conocer el mensaje y la clave antes de emprender viaje.

-No te alborotes, - cielo, que ¨²nicamente se trata de un dispositivo que se nos ocurri¨® anoche, para, ya que entras en la c¨¢rcel, entrar ileso.

-Exactamente -corrobor¨® Clavijo-. Y no pretendemos molestar a los del comit¨¦. ?Lo vas entendiendo, guapa?

-Ahora menos que antes, rico. Pero est¨¢ claro que anoche, atravesando Las Landas, se os arrug¨® la hombr¨ªa hispana y que hab¨¦is decidido dimitir de mensajeros, igual que decidisteis hace tiempo no distribuir el material de propaganda.

-Razonemos, Lola -Anselmo se pas¨® las manos por la cara-. Anoche se nos arrugaron, pero en Ir¨²n. Si se nos ocurri¨® levantarle las faldas al mu?eco pasando Las Landas fue porque por all¨ª pas¨¢bamos, adem¨¢s de que sea ¨¦se un paisaje nocturno puesto adrede por los gabachos para asustar a los pobres ib¨¦ricos que acaban de cruzar con pasaportes falsos el maldito Bidasoa. Nada m¨¢s l¨®gico que en el tren, puesto que en el tren est¨¢bamos y no en San Petersburgo...

-Leningrado -rectific¨® Clavijo, con magistral precisi¨®n ortodoxa.

-...Aprovechando que ¨ªbamos solos en el compartimento, abri¨¦semos por el culo el tubo, sac¨¢semos el papel, pring¨¢ndonos con la asquerosa pasta de dientes, y total, ?para qu¨¦?, porque, despu¨¦s de leerlo unas mil veces no conseguimos entender nada.

-O sea, ?que os hab¨¦is atrevido a ... ? -y grit¨¦-: ?A m¨ª, no! ?Os proh¨ªbo que me lo cont¨¦is a m¨ª!

-Aunque no nos conocemos de antiguo, creemos, bonita, que no eres la chinchorrera intolerante que te empe?as en parecer. La violaci¨®n del tubo debe quedar entre nosotros. Y ya que hemos le¨ªdo el papelillo, anda, human¨ªzate una pizca. ?Est¨¢ en clave o es s¨®lo un p¨¢rrafo elegido al azar de una de esas arengas del comit¨¦ que -Satur y yo nos resistimos a divulgar para no deprimir a las masas populares del,barrio?

Unas dos horas m¨¢s tarde no supe maquinar mejor venganza que decirles la verdad. Me detuve en la acera, consegu¨ª una sonrisa de connivencia varonil y confes¨¦:

-No est¨¢ en clave. Se trata de unas frases, ya publicadas, del secretario gen-eral. El mensaje no tiene ning¨²n significado -remach¨¦, y, aunque en su estupefacci¨®n se adivinaba que estaban cerca de adivinar, me apresur¨¦ a clavar el estilete. Efectivamente, ni siquiera es un mensaje.

-Entonces nosotros ni siquiera hacemos de correos, sino de cobayas.

-Y lo hac¨¦is muy bien, porque si siendo como sois logr¨¢is pasar una frontera, una persona normal la pasar¨¢ sin despertar ninguna sospecha.

Aquella noche ya no les o¨ª una palabra m¨¢s, hasta que en la puerta del hotel uno de ellos dijo:

-Gracias, muchacha.

Por una vez me sent¨ª satisfecha y sosegada al acabar con un hombre (y eran dos). Luego, cuando, convenientemente informado el comit¨¦, me eximi¨® de la- tutela de Anselmo y Clavijo por incompatibilidad mental y me olvid¨¦ de ellos, recordaba a veces aquella noche en Par¨ªs y sent¨ªa de nuevo el placer de la venganza. Preve¨ªa que acabar¨ªa siendo el ¨²nico placer que los hombres podr¨ªan proporcionarme. Pero incluso cuando la cosas fing¨ªan marchar bien, sab¨ªa que, cuando las cosas fuesen irremisiblemente mal, siempre ser¨ªa posible resarcirme de la equivocaci¨®n de haber tomado a uno por aut¨¦ntico descubri¨¦ndole a cualquier otro la parodia de hombre que era.

Quiz¨¢ por entonces ya ten¨ªa conciencia de que luchaba no s¨®lo contra el tirano, sino contra la clase social m¨¢s reaccionaria, aunque imprescindible para la perpetuaci¨®n de la humanidad. Hasta en mi tribu, dedicada a hacer progresar la humanidad, ellos eran los que dirig¨ªan monopol¨ªsticamente la marcha del progreso. As¨ª se explicaba que, por indiscreciones de la tribu, me llegasen cada tanto noticias de las actividades subjetivistas de Anselmo y Clavijo. Yo prefer¨ªa imaginarlos como dos blandos ratoncitos correteando por un mapa de Europa. Lo cierto es que los olvid¨¦ m¨¢s de lo que yo misma supon¨ªa, porque, aquella noche de verano en que me los encontr¨¦ pase¨¢ndome la calle, me cost¨® reconocerlos.

-Hola, Clotilde. Siglos sin veros, ricura.

-Lo mismo, preciosidad, ni te acuerdas ya de nosotros.

-Un d¨ªa me vais a,llamar mu?eca y a m¨ª se me van a escapar un par de bofetadas. Para vosotros soy Lola. Pero era in¨²til irritarse porque conociesen mi nombre y mi direcci¨®n, porqut no hubiesen sido expulsados, porque fuesen como eran, ya que, al fin y al cabo, ¨²nicamente pretend¨ªan atreverse a tocarme. Y presentarme a Voronov, que las noches de s¨¢bado recalaba en el bar de la Petra.

-Aqu¨ª, una jefa, y aqu¨ª, un sabio de la vida animal.

-Con ¨¦ste tendr¨ªas t¨² que casarte.

A Voronov se le ruboriz¨® la barba y se le hizo cr¨®nico por el resto de la velada su habitual mutismo. La sugerencia de Clavijo tampoco era tan incongruprite, ya que ellos me demostraban su aprecio proponi¨¦ndome entre sus conocidos al m¨¢s experto en el trato con animales.

Pero si aquella noche apenas habl¨®, hablar¨ªa, y torrencialmente, cuando Clavijo y Anselmo me llevaron a conocer la granja experimental. All¨ª, en sus dominios del esti¨¦rcol y del plumaje, Voronov usurpaba. el uso de la palabra, y Anselmo y Clavijo, desde?ando la pol¨ªtica, escuchaban. Lo curioso, como fui advirtiendo en las sucesivas visitas a la granja, es que ¨²nicamente les apasionaba lo que ellos dos entend¨ªan por pol¨ªtica.

Los domingos, cuando comprend¨ªa que la sobremesa acabar¨ªa al terminarse la botella de an¨ªs, sol¨ªa salir a la explanada trasera de la granja y me instalaba en una tumbona a contemplar entre los ¨¢rboles del arroyuelo alejarse la tarde por el campo vecino. Al rato, Voronov se sentaba a mi lado. La conversaci¨®n a volumen tabernario de Anselmo y Clavijo excitaba el cacareo vespertino de las aves.. Yo esperaba que de un momento a otro aquel barbudo, que s¨®lo hac¨ªa notar su presencia ante los patos y las gallinas, me pedir¨ªa que me casase con ¨¦l. En tales momentos nada parec¨ªa m¨¢s natural que dedicar la vida a coger las puestas y (tras mucho parloteo sobre los c¨®digos gen¨¦ticos) a cruzar especies hasta conseguir la gallipava de Castilla.

Tard¨® a?os en arrancarse y, cuando lo hizo, se limit¨® a colo car una mano sobre mis rodillas. Ni siquiera me mir¨® a los ojos y yo dud¨¦ sobre el significado de aquel gesto o de aquella caricia. Para entonces, la muerte del tirano hab¨ªa sacado de la c¨¢rcel a Clavijo, y Nicol¨¢s Clavijo dorm¨ªa la siesta en una hamaca tendida sobre el arroyuelo. Hab¨ªamos sobrevivido, sin saber bien a qu¨¦ y c¨®mo. Pero all¨ª estaba Lola, con la mano de Voronov sobre sus rodillas, todav¨ªa esperando algo de una vida por inercia que yo no hab¨ªa elegido.

-Pensaba que as¨ª, sin m¨¢s, hemos sobrevivido. Que esta tarde, ?te das cuenta, Voronov?, es igual que tarit¨ªsimas tardes de domingo que aqu¨ª hemos pasado. Dentro de un rato se despertar¨¢ Nicol¨¢s. Luego, al anochecer, llegar¨¢ Satur con el ni?o. Pronto va a hacer siete aflos que me sal¨ª del convento. O que lo dej¨¦.

-Te llamaban Dolores, ?verdad?

-Bueno, s¨ª, casi. Me llamaban Lola, que resultaba menos alusivo y que cuadraba m¨¢s con la figura de t¨ªa buena que yo ten¨ªa en aquellas d¨¦cadas. No puedo recordar c¨®mo lo dej¨¦, c¨®mo fue que me sal¨ª, ni mucho menos si hubo un d¨ªa en que ped¨ª la baja. Supongo que la pertenencia se fue deshaciendo como un terr¨®n de az¨²car en un vaso de agua tibia. A ca¨ªribio, m¨ª militancia se recrudeci¨®, porque en aqueflos d¨ªas cay¨® Nicol¨¢s Ciavijo y yo no paraba de abogados, protestas, reuniones, paquetes a la puerta de la c¨¢rcel. Para terminar de hacer m¨¢s ambigua la situaci¨®n, hubo una madrugada en la que Anscimo, que se hab¨ªa escondido aqu¨ª bajo las alas de tus gallinas, me tom¨® de pa?o de l¨¢grimas y, una vez llorado, me mont¨® la bronca, al descubrir que yo no hab¨ªa esperado virgen a que ¨¦l me tornase.

-Pero se traslad¨® a tu casa.-Contra toda l¨®gica y toda prudencia. Se supon¨ªa que ni siquiera t¨² sab¨ªas que viv¨ªamos juntos. Tampoco dispuse yo de mucha ocasi¨®n para percatarme, ya que en cuesti¨®n de dos meses se cas¨® con Nati, a la que ten¨ªa embarazada de cinco. Y cuatro meses despu¨¦s de la boda Nati se qued¨® en el paritorio. Las buenas amistades, bas¨¢ndose en la celeridad de la confusi¨®n que entonces reg¨ªa nuestros actos, propalaron la noticia de que Nati hab¨ªa sufrido el infarto nada m¨¢s enterarse que yo hab¨ªa parido un hijo de Anselmo Saturnino. Aflos atr¨¢s, los del comit¨¦ ya hab¨ªan advertido a los dos de que yo les enamorar¨ªa y, aunque acertaron en el vaticinio, lo que nadie pudo presagiar es que les enamorar¨ªa tan fugazmente. As¨ª es que me ahorraron fugarme a un para¨ªso perdido, como tres veces al d¨ªa me entraba la tentaci¨®n, puesto que nadie me daba a m¨ª una importancia duradera. Continu¨¦ pasando aqu¨ª los domingos, escuchando los mon¨®logos pol¨ªticos de Anselino Saturnino y tus mon¨®logos acerca de las posibilidades de alterar las especies aprovechando la infinita variedad de los individuos. A m¨ª, la verdad, el domingo se me iba en un soplo, pensando en la variedad infinita de desprop¨®sitos que conforman la vida.

-Yo cre¨ªa que te distra¨ªamos con nuestras man¨ªas.

-No, Voronov, me intoxicabais. T¨² en aquella ¨¦poca te dedicaste a establecer las maneras de matar un pavo, con el menor sufrirniento para el animal y el mayor gusto de la carne para el comensal. Com¨ªamos pavo todos los domingos, en consonancia con el desarrollo econ¨®mico del pa¨ªs, y a m¨ª tus pavos con los amino¨¢cidos alterados me sab¨ªan a miedo, en consonancia con los terrores que la paternidad le proporcionaba al viudo Saturnino. Hablaba como un fascista, acu¨¦rdate, y es que, entre el ni?o en la cuna y Clavijo en la c¨¢rcel, estaba dominado por ese odio del borracho al borracho, o del cenagoso al cenagoso, o del cobarde al cobarde, esa repugnancia a no admitir que los dem¨¢s sean como lo peor que uno es. Durante la semana yo luchaba contra los virus del domingo, peleaba contra el tirano, contra el pesimismo delirante, contra el cansancio y contra la amnesia. ?C¨®mo era posible que Anselmo hubiese olvidado nuestras ocho semanas de idilio clandestino y que el otro hasta en la celda hubiese olvidado el placer que nos dimos aquel d¨ªa en que me arranc¨® la ropa tan oportunamente?

Voronov mir¨® instintivamente hacia la hamaca, en la que, sentado, Nicol¨¢s se desperezaba de la siesta.

-No temas, que ni me oye, ni le importar¨ªa que te lo contase.

-Ellos lo pasaban muy mal -suspir¨® Voronov.

-Ellos, t¨², algunos millones m¨¢s de gentes y yo. Yo por lo menos intentaba no perder el valor. Por lo menos nunca confund¨ª la lealtad con la militancia, ni el gusto con el capricho.

La mano de Voronov se separ¨® de mis rodillas.

-?Tienes ahora novio, Clotilde?

-Ninguno formal, que es a lo que t¨² te refieres, Voronov. Si lo pienso, los ¨²nicos que he tenido han sido eflos. Y de los dos, con ¨¦se, que ahora est¨¢ corriendo por la explanada para quitarse la modorra, rrie habr¨ªa formalizado no ocho, sino 800 semanas. Pero contin¨²o sin saber por qu¨¦ Nicol¨¢s Clavijo nunca m¨¢s quiso abrazarme desnuda, como me abraz¨® cuando se iargaron los sociales. Te juro que parec¨ªa sincero, y es lo que me resulta m¨¢s inexplicable -cog¨ª entre las m¨ªas una de las manos de Voronov-, lo que jam¨¢s aprendo a desentraflar, la espontaneidad. Quiz¨¢ porque me educaron para la duplicidad y el fingi-niento; quiz¨¢ porque no tengo un c¨®digo gen¨¦tico calculado para ese milagro. Ahora, mira, Clavijo se ha puesto a hacer flexiones.

Suavemente desprendi¨® la suya de mis manos y se march¨® a preparar la cena, sin pedirme que me casara con ¨¦l. Al rato, Nicol¨¢s Clavijo intent¨® darme el m¨ªtin con las propuestas ecol¨®gicas que el comit¨¦ hab¨ªa decidido incorporar al programa. Me irritaba soberanamente que ¨¦l y el comit¨¦ propugnasen la defensa conjunta de los derechos del proletariado y de los derechos de las focas; y as¨ª lo mantuve Estuvimos discutiendo hasta que S aturnino y el ni?o llegaron, cuando ya casi no quedaba m¨¢s luz solar que la de los focos en los corrales de Voronov.

-En su momento, Nicol¨¢s me lo cont¨® todo -dijo de improviso mientras ambos pon¨ªa mos la mesa para la cena el do mingo siguiente, un domingo propicio para una petici¨®n matrimonial, ya que llov¨ªa a rachas, se estaba b¨ªen junto a la sala mandra y ellos hab¨ªa decidido llevar al ni?o a un inmenso par tido de f¨²tbol.

Esper¨¦ a que estuvi¨¦semos sentados y s¨®lo entonces le pregunt¨¦:

-Vororov, ?qu¨¦ es lo que Clavijo te cont¨® ein su momento?

-Lo que poco antes hab¨ªa ocurrido entre vosotros. Hab¨ªa tra¨ªdo, para enterrar aqu¨ª, unas multicopistas. Se ve¨ªa venir, con tanta detenci¨®n, u"' desmantelamiento del aparato. Y as¨ª fue, que tambi¨¦n a ¨¦l le detuvieron. Siempre ha tenido olfato Nicol¨¢s para olerlas oportunamente. Que gracias a ese instinto me dijo, al ir a buscarte aquella tarde los husme¨® en las esquinas. En vez de aguardarte en el bar, subi¨® a tu piso. T¨², que te estabas aviando para salir, le dijiste d¨®nde escond¨ªas aquellos papeles que siempre ten¨ªais donde no deb¨ªais. Nicol¨¢s te orden¨® que te desnudases y te tumbases en la cama, coloc¨® los papeles entre los que hab¨ªa encima de la mesa y se desnud¨®. Que os hicieron esperar, me dijo.

-Un infierno, durante el que llegue a pensar, primero, que Clavijo hab¨ªa visto figuraciones por las esquinas, y luego, porque se estaba excitando, que todo era un truco.

-Pero son¨® el timbre. Y entraron corno entraban, m¨¢s arrolladores a¨²n si cabe, ya que os estaban sorprendiendo medio en cueros. Revolvieron y revolcaron, tan seguros de s¨ª mismos que no supieron ver lo que os compromet¨ªa; Clavijo se fue creciendo en su protesta de novio indignado, de ciudadano respetuoso, pero que conoce sus derechos, y los cuatro sociales se largaron. Tambi¨¦n me dijo que os quedasteis casi desnudos, temblando, con una alegr¨ªa m¨¢s grande que el susto, y que ocurri¨® lo que era l¨®gico,

-?L¨®gico? Lo que s¨¦ es que ocurri¨® algo muy hermoso. Espero, Voronov, que as¨ª te lo contase tambi¨¦n Nicol¨¢s.

-Clotilde, esas cosas privadas se cuentan entre hombres sin detalles. Dijo s¨®lo que, al fin, gust¨¢ndole tanto como le gustabas, hab¨ªa pasado una noche entera contiao. Nada m¨¢s. ?l sab¨ªa cu¨¢nto le interesabas t¨² a Saturnino.

-Y, ?por eso ya nunca m¨¢s ... ? Marica de mierda...

Sal¨ª a portazos, que alborotaron al aver¨ªo que Voronov permit¨ªa dormir, me met¨ª en el coche, puse en marcha el motor y me entretuve llorando sobre el volante. Aquellos dos pertenec¨ªan a esa raza de hombres a los que nunca se hace caso, pero a los que tampoco se expulsa nunca, se apiasta, se aniquila. Hasta el miedo se les hab¨ªa permitido, porque, seg¨²n parece, los muy hombres tambi¨¦n lloran. De haberlos tenido frente a m¨ª, habr¨ªa sabido humillarlos hasta el enmudecimiento, como aquella lejana noche en Par¨ªs. Sin embargo, gracias a que los hombres no escasean, dispon¨ªa de un ejemplar al que herir con la verdad.

El aire estaba h¨²medo, se beb¨ªa, y paseando por la oscuridad percib¨ª a Voronov en la explanada. Deb¨ªa calcular, como calculaba el engrosamiento de las ocas, la duraci¨®n de m¨ª ataque de histeria. Me detuve y se aproxim¨®.

-Aunque sin detalles, tal como los hombres os cont¨¢is vuestras hazaflas, lo sabes todo. Si te vas a decidir a proponerme que me case contigo y con tus animales, informaci¨®n suficiente sobre m¨ª ya tienes.

Se contuvo la risa, al tiempo que me colocaba una chaqueta de lana por los hombros.

-De sobra, Clotilde. Son muchos los a?os de frecuentarse.

-Tampoco te demores, Voronov, que de un d¨ªa para otro soy ya una cuarentona. Pero, por si te decides a pedirme, me gustar¨ªa que antes realmente lo supieses todo -not¨¦ que hab¨ªa dejado de sonre¨ªr-. Cuando Nicol¨¢s Clavijo renunci¨® generosameinte en beneficio de Anselmo Saturnino y Anselmo Saturnino caballerosamente cumpli¨® el compromiso que hab¨ªa contra¨ªdo con Nati, nadie supo que yo tambi¨¦n estaba embarazada. Todav¨ªa ahora hay domingos que me da tonta, que pienso que ese chico de Satur, que corre por aqu¨ª detr¨¢s de las aves, es el m¨ªo, aqu¨¦l.

Enlac¨¦ mi brazo con el suyo.

-?Y estuviste segura, Clotilde, que ese chico que no llegaste a tener era de Satur? ,

-Hombre... -y fui yo la que re¨ª entonces-, de ese asunto de la paternidad los ¨²nicos que est¨¢is seguros sois vosotros. Riesgo de equivocarse siempre se corre, y m¨¢s cuanto menos confias en ti mismo. Seguro que a¨²n te acuerdas de las 12 maneras de matar al pavo, que t¨² inventaste por aquellos a?os, cuando invent¨¢bamos maneras de derrocar al tirano de un d¨ªa para otro. Pues a?ade a tu docena la peor manera que existe, y es que le tengas miedo al pavo.

Se lo pens¨® con calma y, por fin, dijo:

-Hay otra m¨¢s daflina, y es que no quieras reconocer ni ante ti misma, Lola, que le tienes terror al pavo.

-?Te refieres a m¨ª, Voronov? -hab¨ªa agachado la cabeza y besaba la mano que yo apoyaba en su brazo- Porque se me ocurre otra, y debemos ir ya por la 15.

-?Cu¨¢l?

-Es la que menos gracia me hace, te lo confieso. Consiste en dejarte estar y que el propio pavo se canse de estar vivo.

-Tienes raz¨®n, Lola. Si es que uno se pone a discurrir maneras y nunca acaba de ver peligros por todas partes.

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