Melilla en mi recuerdo
Mi primera visi¨®n de Melilla - 1934 fue como un deslumbramiento. Llegaba yo de Villa Alhucemas, donde hab¨ªa vivido durante los a?os en que naci¨® y se consolid¨®, como s¨ªmbolo de la paz lograda en 1927, aquel peque?o reducto de Occidente en Oriente. Inmediata a la capital de Abd-el Krim y pr¨®xima a las playas del desembarco, la que fuera Villa Sanjurjo hasta 1932 evocaba un polvoriento pueblo del Far West: en 1928 sus servicios religiosos se celebraban en un barrac¨®n de madera, y las casas se alumbraban con qu¨ªnqu¨¦s de petr¨®leo. Seis a?os despu¨¦s dispon¨ªa ya de una bonita iglesia de ladrillo, de un hotel decente, de un teatro cinemat¨®grafo y, sobre todo, de un patronato de ense?anza dependiente del instituto de Melilla; la luz el¨¦ctrica hab¨ªa llegado en 1929, pero el abastecimiento de aguas a¨²n era muy precario (mediante pozos y aljibes). En contraste, Melilla se apareci¨® a mis ojos como una refinada ciudad espa?ola y europea, desdoblada en dos ¨¢mbitos igualmente sugestivos: la acr¨®polis (el Pueblo), un remanso de historia amurallada; el ensanche, bien trazado y urbanizado, que en sus principales arterias se prestigiaba con edificaciones ungidas por la gracia ostentosa del modernismo catal¨¢n -no en balde el arquitecto municipal, Nieto, verdadero configurador de la ciudad nueva, era un disc¨ªpulo de Gaud¨ª- Incluso contaba con alg¨²n espl¨¦ndido ejemplo del llamado art-d¨¦co: el cine Monumental, orgullo de toda una generaci¨®n melillense.Melilla no ten¨ªa nada de oriental -de musulm¨¢n- en 1934: los moros habitaban, generalmente, en poblados pr¨®ximos a la ciudad -como Frajana-, y s¨®lo aparec¨ªan en ¨¦sta para traer, sus productos al mercado. Hab¨ªa una peque?a mezquita, en atenci¨®n a los que concurr¨ªan a un peque?o zoco, creo que muy cerca de la calle de Aizpuru; la actual, grande y ahora bien conocida, se construy¨® despu¨¦s de la guerra civil, y al ritmo en que se produjo el cambio, cuantitativo v cualitativo, de la poblaci¨®n melillense.
S¨®lo siete a?os de mi vida transcurrieron en la capital del Rif, pero siete a?os decisivos: los del tr¨¢nsito de la infancia a la juventud, los de mis estudios de bachillerato y el despertar de mi vocaci¨®n universitaria, los de las amistades para toda la vida y los primeros deslumbramientos del sexo. En esos siete a?os mi familia cambi¨® de vivienda (seg¨²n la absurda rotaci¨®n, de pabellones que impon¨ªa cada trueque de destino a los jefes y oficiales del Ej¨¦rcito). Mi primera morada estuvo en un edificio hist¨®rico: la primitiva Comandancia, en la plaza de los Aljibes de la ciudad vieja, un palacete de aire colonial antillano, con un lindo jard¨ªn de palmeras; desde su azotea, en los largos crep¨²sculos del delicioso oto?o mediterr¨¢neo, pautados por el chirriar de golondrinas y vencejos, pod¨ªa disfrutarse un espl¨¦ndido panorama sobre el puerto de pescadores y el embarcadero de mineral, con la mar Chica y, el Atalay¨®n insinu¨¢ndose en la lejan¨ªa, y el macizo viol¨¢ceo del Gurug¨² como tel¨®n de fondo. Viv¨ª luego en Isabel la Cat¨®lica y en General Marina, en el barrio eminentemente militar; con un par¨¦ntesis civil en Castelar esquina a la Avenida, la inefable Avenida, algo as¨ª como la calle Larlos de M¨¢laga, o el Paseo de Almer¨ªa. Y, por ¨²ltimo, en un m¨ªnimo pisito de Espa?oleto, frente al gran solar donde luego se alzar¨ªa la moderna plaza de toros.
Cuando hablo de la espa?olidad de Melilla, hablo de una realidad que yo conoc¨ª -y padec¨ª- plenamente. Porque si, desgraciadamente, expresi¨®n caracter¨ªstica y negativa de esa espa?olidad ha sido siempre nuestra secular tendencia al desgarramiento interior y a la guerra civil, a m¨ª me toc¨® vivir en Melilla ese doloroso reverso del casticismo ib¨¦rico. Melilla se ufan¨® durante la larga etapa franquista del t¨ªtulo de adelantada. Desde uno de los balcones de mi casa en General Marina presenci¨¦, en la plazuela que separaba nuestra fachada del palacio de Comandancia -la Comandancia nueva-, la declaraci¨®n del estado de guerra. Aquel verano de 1936 tiene para m¨ª una luz y una resonancia de tragedia lorquiana: pero la superficie se mostraba entonces en una exaltaci¨®n de himnos y camisas azules, de uniformes y banderas, y, muy pronto, como contraste, en la nota oscura de los velos de las viudas de guerra. Durante d¨ªas y d¨ªas, al amanecer y al atardecer, lejanos e inquietantes redobles de tambores pautaron las jornadas: l¨²gubre acento de la represion ¨ªrnplacable.
Tambi¨¦n viv¨ª en Melilla las celebraciones de la victoria. Aquel desfile -presidido por el monumento escult¨®rico del alzamiento, obra de Maeso- que, arrancando de la embocadura de la Avenida, enmarcada por inmensas colgaduras con los colores nacionales, a manera de tel¨®n abierto, discurri¨® sobre una multicolor alfombra hecha con p¨¦talos de flores: fugaz esplendor que qued¨® convertido de inmediato en polvo sucio y sofocante, como el anverso y el reverso de la victoria fratricida que se estaba conmemorando.
Me alej¨¦ de Melilla -de la Melilla en que hab¨ªa vivido y llorado mi pasi¨®n espa?ola- dos a?os despu¨¦s y reconozco que no ten¨ªa entonces el menor deseo de volver. Pero volver¨ªa. La fascinaci¨®n de un pasado real, hist¨®ricamente irrenunciable, me llam¨®, de forma cada vez m¨¢s apremiante, a la b¨²squeda del tiempo perdido.
Confieso que lo que ante todo me sorprendi¨® en este reencuentro proustiano fue la transformaci¨®n de mi Melilla espa?ola en un enclave de penetraci¨®n marroqu¨ª. Se ha hablado ¨²ltimamente, a impulsos de la demagogia oratoria de Ahmed Dud¨², de una ciudad colonizada. Y lo cierto es que si en Melilla ha habido colonizaci¨®n, se ha tratado de una colonizaci¨®n al rev¨¦s. La ciudad espa?ola ha sido sistem¨¢ticamente colonizada por marroqu¨ªes: consecuencia, en buena parte, de la herencia dejada por nuestra guerra incivil. Me refiero a la presencia de fuerzas y suboficialidad mora (regulares) en las campa?as de aqu¨¦lla; nuestros hermanos musulmanes, como entonces se dec¨ªa, pasaron luego la factura.
Cada vez que vuelvo a Mellilla busco instintivamente su mensaje secular en el camposanto que se extiende, nada sombr¨ªo, como una terraza soleada dominando el mar, en la parte alta de la ciudad. All¨ª est¨¢n los mausoleos de las diversas armas, y los osarlos de las campa?as que jalonan la historia pr¨®xima de Melilla: 1894 (la guerra de Margallo),- 1909, 1921, Monte Arruit, la ruta de la reconquista, Alhucemas. Y en aquel remanso de paz sobre el azul pienso, con infinita angustia, en el destino de esas reliquias de sacrificia y de hero¨ªsmo, ra¨ªces de una poblaci¨®n espa?ola que, al otro lado del mar, sigue siendo el reflejo de M¨¢laga, de Almer¨ªa. Una poblaci¨®n tensa hoy entre el ayer irrenunciable y el ma?ana incierto.
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