Simonetta Signorelli, actriz
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Durante su infancia oy¨® hablar a su padre de As¨ªs de modo tan reiterado que con el tiempo lleg¨® a pensar que fuera obsesivo. Su casa estaba poblada de iconograf¨ªa franciscana: reproducciones del Cristo que habl¨® a Francesco, visiones de Chiara, un retrato de Pietro di Bernardone, fotograf¨ªas de la Porci¨²ncula, Francesco representado por Giotto -en su conversaci¨®n con los pajarillos, adem¨¢s de grabados, posiblemente antiguos, donde se manifest¨® a sus ojos de ni?a la catedral de San Rufino en su grandeza o el recoleto espacio de la iglesia de San Esteban. Mientras vivi¨® su padre tuvo por gusto de viejo -o, si se quiere, man¨ªa- aquella devoci¨®n hacia la peque?a ciudad medieval en la que se mezclaban fervores diversos: el inter¨¦s del se?or Signorelli por el arte, su deslumbramiento por la figura del Ser¨¢fico y su profunda amistad con los Bizarri, una familia de Bastia asentada en As¨ªs a principios de siglo.Nunca pens¨® Simonetta que la muerte del padre le quebrara la mente, acaso porque la felicidad que le proporcionaba la extra?a relaci¨®n con su progenitor le impidiera atisbar la posibilidad del fin. Pero la muerte de Carlo Signorelli le cerr¨¦ las puertas de la vida, y del viejo le qued¨® la herencia de los sue?os. Por eso lleg¨® a As¨ªs descifrando piedras conocidas en relatos que le parec¨ªan de pergamino, y tanto m¨¢s entusiasmada por llegar si ten¨ªa en cuenta las dificultades de su peregrinaci¨®n al para¨ªso. Tantas veces como lo intent¨®, la salud decr¨¦pita le extravi¨® el camino, y ya, por fin, en aquel septiembre, abandon¨® Lucca, hizo estancia en Florencia y en Siena, pas¨® por Chiusi y Ter¨¦ntola, y lleg¨® a Perugia la tarde del 28.
Estuvo horas hurgando con la mirada entre la niebla por divisar a lo lejos, desde las ventanas del hotel Brufani, la colina donde se asienta el sacro convento. Fue al ocaso, con una luz rojiza que coloreaba las tierras de la Umbr¨ªa, cuando divis¨® las agujas,de las torres, antes de que As¨ªs se redujera en la noche a un conjunto de luces m¨¢s all¨¢ de la llanura, perturbado su sue?o por la llamada de aquel recinto. Se hab¨ªa ido al lecho con la tranquilidad de quien ha dispuesto los detalles de la representaci¨®n, y al alba, cuando las campanas de San Dom¨¦nico la desvelaron, abri¨® las ventanas y contempl¨® c¨®mo las brumas le hurtaban la visi¨®n de la ciudad medieval. Atribuir a un sue?o la inusitada visi¨®n del d¨ªa precedente le pareci¨® un buen inicio, y con la decisi¨®n de tomar por so?ado lo vivido inici¨® la representaci¨®n a las puertas mismas del Brufani, cuando los mozos le acercaban la maleta y hubo de recriminar al ch¨®fer por no tomar su sombrilla del modo que la representaci¨®n exig¨ªa ni hacer esfuerzo alguno por abrir, con reverencia, la puerta trasera del autom¨®vil. Pero la incompetencia del conductor no se habr¨ªa de revelar s¨®lo en estos detalles, sino que incurrir¨ªa adem¨¢s en la torpe pregunta sobre el destino -?acaso no estaba claro que se dirig¨ªan a As¨ªs, no era en verdad consciente de su papel?- y requiri¨® encima detalles sobre la procedencia de la protagonista.
-Non capisco niente -dijo, cuando ella trat¨® de evitar la conversaci¨®n imparable del ch¨®fer -y la simpleza de sus opiniones sobre la cordialidad de los italianos y el turismo.
-Lo suyo no est¨¢ en el libreto -advirti¨®, enfadada, Simonetta Signorelli.
-Non capisco niente -se encogi¨® de hombros el parlanch¨ªn y sigui¨® hablando.
-No tome, por favor, la autoestrada. El decorado elegido es el de la carretera antigua.
-D¨¦jese llevar, mujer, d¨¦jese llevar... Ya nadie va por esas carreteras. -Y trat¨® de convencerla de las ventajas de las modernas v¨ªas que ella detestaba. Simonetta Signorelli tom¨® de su pu?o, con delicadeza, un pa?uelo de encajes y lo pas¨® por sus sienes para recoger, el sudor del flato, los primeros s¨ªntomas de la crispaci¨®n que habr¨ªa de terminar en un grito profundo de rabia. Fue entonces cuando el ch¨®fer mir¨® por el espejo retrovisor del auto y hall¨® el rostro exaltado de una loca. Despu¨¦s, m¨¢s serena, dijo:
-Dom¨¦nico: conduzca y calle. No perturbe la paz de su ama.
Ni se atrevi¨® a decir que no se llamaba Dom¨¦nico.
-Descuide la se?ora -rumore¨® asustado.
Las calles de As¨ªs se hallaban desiertas en la medianoche. Quiso andar hasta el hotel Windsor Savoia, en Porta San Francesco, con el lento andar que se hab¨ªa exigido. Era precisa adem¨¢s una m¨²sica de relojes que marcara la incertidumbre de quien se siente perseguida, de quien oye unos pasos tras de s¨ª y detiene a¨²n m¨¢s su andar por recibir un galudo. No podr¨ªa haber m¨¢s personajes en escena que la perseguida y el perseguidor. Si acaso, otros efectos que admitieran los gestos de distracci¨®n en los actores: un perro que ladrara desde la terraza de un palacio medieval o una campana conventual que marcara la rutina nocturna de los claustros.
Desde que abandon¨® el psiqui¨¢trico la persegu¨ªa una nueva man¨ªa: vivir como en una representaci¨®n. As¨ª pues, igual que una actriz que siguiera con fidelidad su libreto, descendi¨® por la v¨ªa P¨®rtico con el paso precipitado que s¨®lo un inesperado nerviosismo pod¨ªa originar en ella. Se le ocurri¨® de s¨²bito detenerse ante uno de los numerosos escaparates de la calle, pero not¨® en seguida su imposibilidad de simular inter¨¦s alguno por los objetos expuestos. Los cristales de la tienda le mostraron su rostro formulando un gesto de desagrado, y aunque no hubiera sido necesario preguntarse por la verdadera raz¨®n de aquel rictus, se pidi¨® explicaciones a s¨ª misma; quiso saber por qu¨¦ sent¨ªa tal aversi¨®n por los recuerdos tur¨ªsticos apilados en los expositores.
-Soy una actriz, ?verdad? -se pregunt¨®.
La duda le vino en un instante de lucidez, pero de inmediato estuvo segura de serlo. En consecuencia, cumplido el cuadro del escaparate, de cuya puesta en escena no estaba descontenta, se sinti¨® inclinada a alterar el desarrollo de la obra con un acto de ruptura: mirar al p¨²blico.
-S¨ª, s¨®lo mirarlo. Puede estar en el texto. Podr¨ªa estar en el texto... Ahora entra en juego la mirada -se orden¨®.
La memoria de los libros le trajo la tensi¨®n dram¨¢tica de los que miraron para atr¨¢s en Sodoma. Los que miraron para atr¨¢s en Sodoma alcanzaron la gloria inmortal, un hermoso desenlace para su obra. Convertirse en estatua de sal hubiera sido su dicha, pero la hembra se interpuso para indicarle, para indicarse a s¨ª misma, que mirar atr¨¢s y no hallar los ojos buscados era la peor forma de inmolarse.
-La inmolaci¨®n no importa, Simonetta, para quien busca al artista y no al hombre. Es su responsabilidad -se contest¨® indignada y aparentemente segura.
Dud¨® entre andar o detenerse. No supo detenerse como una estatua, que era lo ¨²nico que le parec¨ªa propio de la representaci¨®n. Tuvo que reconocerse torpe, y por m¨¢s que su psiquiatra le recomendara tolerancia consigo misma, s¨®lo hab¨ªa conseguido tomar la indignaci¨®n ante la torpeza en una sensaci¨®n de desvalimiento. Se hallaba, pues, desvalida.
-Mirar al p¨²blico y encontrar la respuesta de su mirada. Una mirada expresiva puede ser la inducci¨®n al viaje. El p¨²blico es el perseguidor y el seducido...
Y a?adi¨®, cuando vio ante s¨ª a las dos criaturas que se encarnaban en ella:
-Una aventura teatral, se entiende.
Volvi¨® a preguntarse qu¨¦ ocurrir¨ªa si al mirar no hab¨ªa nadie, si no estaba ¨¦l, si el p¨²blico no era. Cuando habl¨® de ¨¦l y no del p¨²blico se sinti¨® turbada por la emoci¨®n.
-Si no hay una mirada de respuesta habr¨¢ que bajar el tel¨®n. Habr¨¢ finalizado la obra. La retirada al camerino se puede hacer a cualquier ritmo, cuid¨¢n dose siempre de la realidad, cuid¨¢ndose siempre de la realidad peligrosa...
Y explic¨® a nadie:
-La ausencia de la mirada ser¨¢ la justificaci¨®n del final.
S¨ª, era en As¨ªs, con pasos. No o¨ªa los pasos, y sent¨ªa, sin embargo, la fuerza de unos ojos que la asediaban. La fuerza de los ojos era parte de la obra; la irradiaci¨®n m¨¢gica que la empujaba cuesta abajo, m¨¢s intenso el calor de la noche de septiembre.
-Cuidado con la trampa, Simonetta -se advirti¨®.
Se lo dijo a s¨ª misma, pero se o dijo en voz alta. Si ¨¦l escuchaba, la escuch¨®. Quiz¨¢, depende de la distancia, no percibiera otra cosa que un rumor. De cualquier modo, la hembra se estaba imponiendo, y ella atisbaba el vuelo de los buitres.
-El teatro nos hace inmortales y felices. No juegues a la verdad, Simonetta.
En este punto se detuvo frente a una l¨¢pida e hizo como que le¨ªa con atenci¨®n el homenaje a un ilustre difunto de la Academia Properciana. No podr¨ªa recordar lo que ley¨®. Se estaba diciendo, para que la hembra no pudiera con la actriz, que la verdad no nos hace libres, nos hace muertos.
-No dejes de jugar a las mentiras, Simonetta. Yo estuve fuera de la escena y me acerqu¨¦ al suicidio. Muere sobre las tablas, Simonetta.
Y despu¨¦s de hablar, ahora m¨¢s alto y sin mirar a la l¨¢pida, dio unos pasos y decidi¨® ignorarlo.
-?l no es el p¨²blico, Simonetta -se asegur¨®.
Ponerse a andar sinti¨¦ndose observada no es lo mismo que ponerse a andar sinti¨¦ndose contemplada. Si se sent¨ªa observada es porque miraba ¨¦l, y la hembra se impon¨ªa sobre la actriz o la realidad sobre la ficci¨®n.
-No es el p¨²blico, pero es el actor que falta.
La actriz quer¨ªa escuchar lo que no se le hab¨ªa ocurrido a la hembra. Esto no hac¨ªa sino confirmarle que el artista es m¨¢s claro que el animal.
-El artista es abstracto, y el animal, no. La verdad nunca fue concreta. -Sonri¨® con la satisfacci¨®n de quien se siente expresada.
Casi por instinto, ajena al talento que reconoc¨ªa siempre en el artista, recuper¨® el desarrollo de la funci¨®n y anduvo lentamente como en principio se hab¨ªa propuesto. Atr¨¢s escuchaba por fin los pasos convenidos, los esperados pasos, y un ritmo de reloj marcaba la cercan¨ªa de la mirada. Cuando introdujo su mano en el agua de la fuente Oliviera por ver de calmar la sed (jam¨¢s reconocer¨ªa que otra de saz¨®n la llev¨® al agua), el rostro de Ricardo Marinelli se reflejaba en la pileta. Se miraron.
?l pudo haber pasado de largo, atra¨ªdo y espantado a la vez por la extra?eza. Pero Simonetta Signorelli lo condujo a su papel.
-Buona sera -le dijo.
-Buona ser¨¢ -respondi¨® ¨¦l. Y su sonrisa le encendi¨® el rostro -tanto como la mirada-. ?Busca un gu¨ªa para que le ense?e As¨ªs? -Y rompi¨® a re¨ªr.
-Esta risa no estaba en el libreto -se?al¨® ella con reproche.
-Las risas no siempre est¨¢n en los libretos.
-Todo est¨¢ escrito, se?or -recuper¨® la suficiencia de la actriz.
-La risa, por ejemplo, no. ?Usted r¨ªe de acuerdo con un mandato?
-No me gusta hablar sobre el teatro. Hago teatro.
-Ya me parec¨ªa extra?a... ?Es usted actriz?
-Si usted no es actor -Simonetta lo mir¨® fijamente-, ?qu¨¦ hace en esta obra?
-?En esta obra...? -Ricardo titube¨® entre la comprensi¨®n de la locura percibida y el deslumbramiento que los ojos pardos de Simonetta le suscitaban, no sab¨ªa bien si llamado por la cur¨ªosidad o por la ternura.
_El personaje debe conocer el t¨ªtulo ole la obra. ?Sabe usted el t¨ªtulo ole esta ... ?
-?Comedia ... ? -pregunt¨® ¨¦l.
Simonetta se apret¨® los labios en iana muestra de indecisi¨®n, igual que si la pesada nube de la depresi¨®n se le hubiera arrumbado en las sienes. La vida es comedia y drama, mas era preciso imponer el teatro a la vida y no usar a ¨¦sta como referente.
-No quiero hablar de teatro. Lo hago. -Se reafirm¨® en la necesidad ole continuar la obra con la intenci¨®n de hurtar una respuesta que concretara la elecci¨®n del g¨¦nero.
Conozco el t¨ªtulo -se anim¨® ¨¦l para sorpresa de ella.
Era un atrevimiento. Quiso decir que el t¨ªtulo era asunto de ella, pero reaccion¨® de este modo:
-El personaje -anunci¨® con iron¨ªa y ¨¦nfasis- propone un titulo.
-Propongo, se?ora -le sigui¨® el juego-, que esta obra que vos y yo representamos se titule La mirada inconclusa.
Ella hizo un gesto de desagrado y no reconoci¨® la pertinencia del t¨ªtulo. ?Acaso quer¨ªa de este modo insinuarle alguna de sus carencias? Se lament¨® para sus adentros de una sombra que le ven¨ªa de la vida: la dama hostigada. Pero muchas sombras de la vida se suben a la escena, y la dama hostigada es un personaje como otro.
-La mirada inconclusa... La mirada inconclusa... -Simoneta repiti¨® varias veces el t¨ªtulo pregunt¨¢ndose algo, recreando su sonido, mientras los dos ascend¨ªan por las escalinatas que los llevaban hasta la terraza de Santa Margarita, sobre el ancho campo de c¨¦sped de San Francesco, con la visi¨®n inesperada de la majestuosidad g¨®tica de la bas¨ªlica- La mirada inconclusa es un t¨ªtulo ambiguo -concluy¨®.
-Por eso.
-La dama hostigada es otro t¨ªtulo posible -sugiri¨® t¨ªmida.
-S¨ª.
-Un caballero de As¨ªs se encuentra con la dama hostigada -le explic¨®-, una peregrina que ha recorrido caminos y caminos, y que conserva, a pesar de tanto andar -sonri¨® y se toc¨® la pamela- un impecable aspecto y un sorprendente vigor...
Cambi¨® su adusta manera de coraportarse por un inusitado entusiasmo. ?l tom¨® sus manos. Con intenci¨®n de desviar el di¨¢logo, le dijo:
-Parlame di te.
Ella mir¨® a la bas¨ªlica, pensativa.
-Parlame di te -repiti¨® con una voz ¨ªntima que a Simonetta le parec¨ªa la ¨²nica voz viva de As1s a aquellas horas, quiz¨¢ la voz m¨¢s queda y a la vez m¨¢s virilque hubiera o¨ªdo nunca.
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Simonetta Signorelli, actriz
-Parlame di te.A Simonetta Signorelli no le fue posible recobrar la direcci¨®n de la obra para rechazar esta ¨ªntima manera de abordar a la dama hostigada. No resultaba tolerable.
-Parlame di te- le sugiri¨® ¨¦l.Unas campanas rompieron el silencio.La representaci¨®n se iniciaba con una mirada entre los protagonistas. No se trataba de una mirada cualquiera. No bastaba la mirada de soslayo ni la mirada de deseo. Podr¨ªa ser una mirada de complicidad, pero tampoco estaba dispuesta a que fuera de f¨¢cil definici¨®n. Algo as¨ª como la mirada de una sombra o como esas miradas cuyos efectos uno sufre de tal modo que al recordarlas las atribuye al sue?o. En cualquier caso, una mirada sorprendida, la de unos ojos entregados a la trivialidad que, de improviso, se detienen ante lo trascendente. Ella encarnaba la trascendencia.
La noche de la llegada a As¨ªs pase¨® los ojos por la v¨ªa del Corso Mazzini, sin inquietud aparente, y cuando los tuvo cansados y el fr¨ªo de la depresi¨®n, a pesar del calor de septiembre, invadi¨® su cuerpo, solicit¨® una grappa en un bar. Mir¨® a la calle y se inmoviliz¨®. No estaba segura de que fuera cierto el prodigio: unos ojos sobresalieron entre la concurrencia de paseantes, los viv¨ªsimos ojos -pardos o verdes, no sab¨ªa- de un joven que andaba con prisa. Tuvo la impresi¨®n de que s¨®lo los ojos se detuvieron, de que el joven hubo de volver atr¨¢s reclamado por sus propios ojos. Le incomod¨® que la emoci¨®n de la hembra se impusiera a la racionalidad de la artista y se puso a andar precipitadamente.
-Parlame di te -insist¨ªa ¨¦l.
-Un tono demasiado intimista -advirti¨® Simonetta, barruntando el latido del deseo en el discurso de la representaci¨®n. Estuvo dispuesta a decir que ven¨ªa de Lucca, donde hab¨ªa nacido. Pero no estaba all¨ª para decir la verdad- Soy romana, una chica romana, una, vulgar chica romana.
-Con mucha sensibilidad...
-La fea de la familia, la fea de la universidad. Soy la fea.
-No estoy de acuerdo.
-Haga el favor de atenerse al libreto. Soy la fea y la rebelde de la familia. Por eso advertir¨¢ usted mi condici¨®n hura?a.
-M¨¢s fr¨¢gil que hura?a, pero, evidentemente, descontenta.
-Tiene usted raz¨®n. Soy una transgresora por eso mismo. Mi padre era fascista -invoc¨® a la memoria para deformarla-, y desde peque?a me acorral¨® por hembra. Pero la verdad es que no s¨¦ a quien detesto m¨¢s, si a los hombres por no encontrarme yo en sus circunstancias o a las mujeres por ser yo una de ellas.
-?Qu¨¦ envidias de los hombres? -se interes¨® ¨¦l.
-El poder.
-?El poder ... ?
-S¨ª, s¨ª, el poder. ?No ama usted el poder ... ? ?C¨®mo, si no, se consuma la venganza?
-?La venganza de qu¨¦ ... ?
Ricardo pregunt¨® perplejo, m¨¢s pose¨ªdo por la compasi¨®n que por el desencanto.
-Esta obra resulta demasiado discursiva, mi querido amigo, y es usted el culpable de este rumbo. La dama hostigada quiz¨¢ se est¨¦ correspondiendo con su t¨ªtulo, pero falta movimiento, acci¨®n...
Se puso en pie, ensay¨® gestos y muecas, danz¨® inesperadamente tarareando canciones napolitanas.-Fuera el tedio, caballero. No es un enamorado reflexivo el papel que usted encarna. Conforme al libreto, debe ser un p¨ªcaro, un seductor...
-?se es un papel peligroso, Simonetta.
-La ficci¨®n evita todos los peligros.
-Yo no renunci¨® a ninguna emoci¨®n.
-Los artistas seleccionan las emociones. ?No es usted un artista?
Temi¨® el abandono, temi¨® decirle que no. Sab¨ªa que si le hiciera la pregunta -?consigues dejar de ser t¨² misma para ser la dama hostigada?- podr¨ªa responder que nunca era ella misma. Estaba seguro de que de no seguir el juego se impondr¨ªa la despedida.
-Te invito a entrar en la noche -exager¨¦ el gesto de desafio-. ?No tienes miedo?
-No, me siento muy segura en la noche, la noche es ambigua.
La tom¨® por la cintura, y ella maldijo a la hembra, incapaz de distinguir entre la realidad y el sue?o; una menesterosa que trata de confundir la ficci¨®n art¨ªstica con el sue?o de la raz¨®n. Cuando ¨¦l le pregunt¨® si se sent¨ªa inc¨®moda -la mano de Ricardo posada en la cadera de Simonetta-, dud¨® de que la respuesta perteneciera m¨¢s al teatro que a la vida. Le dijo que no, pero se sinti¨® crispada con la hembra y aclar¨® en seguida lo que la actriz deb¨ªa aclarar:
-Lo he elegido yo a usted y no al contrario.
-?La dama hostigada es un t¨ªtulo ir¨®nico?
-La dama poderosa ser¨ªa un t¨ªtulo obvio.
Al besarla, puso en las fuerzas todas las ganas de la dominaci¨®n, y ella trat¨® de moderlo, arisca, para acabar con una fascinaci¨®n a la que se resist¨ªa. Simonetta Signorelli estaba hecha para la apariencia, para la invenci¨®n.
-Es usted un incompetente para la simulaci¨®n.
-?Me lo reprochas?
-No creo que le est¨¦ sugiriendo que gozo con su incompetencia...
La abraz¨® y ella rechaz¨® el abrazo por instinto. Luego se acogi¨® a ¨¦l y lo acarici¨® con desmesura. Quiso subrayar con la exageraci¨®n la teatralidad de la escena. ?l puso voz de gal¨¢n antiguo y recuper¨® de la memoria los ¨¦nfasis de las viejas comedias:
-?Qu¨¦ quieres de m¨ª, bella dama?
-Un hijo -coloc¨® sus manos sobre el vientre y se adelant¨® unos pasos, como si en la llanura de As¨ªs estuviera el patio de butacas-. Quiero un hijo... -grit¨®.
-Tel¨®n, tel¨®n, por favor -jug¨® ¨¦l.No le pareci¨® propio de la escena que apareciera ¨¦l desnudo y ella con un hermos¨ªsimo camis¨®n de blonda. Pero mientras acordaban todos estos detalles le asegur¨® que no dar¨ªan un paso en la representaci¨®n de mantener excitado su miembro viril del modo en que pod¨ªa verse.
En el instante en que el tel¨®n se abriera se les ver¨ªa en la cama, cubiertos con las s¨¢banas -"No, con la colcha. El estampado de la colcha es m¨¢s bello"-, los dos rostros fundidos en un beso.
-Los rostros, eh; los cuerpos separados, separados...
Se prepararon en la oscundad de la c¨¢mara del Windsor Savoia. Las luces de bater¨ªa de sus mesillas de noche iluminaron la escena.
Ella tendr¨ªa que suplicarle pasi¨®n y expresarla; hab¨ªa ensayado las frases que una mujer de mundo dice en la cama, y habr¨ªa de decirlas al dictado de un libreto que estaba segura de tener perfectamente perfilado. No se interpondr¨ªa la hembra para hacer fracasar a la actriz.
Ella ten¨ªa que representar a Simonetta Signorelli, y no dejar¨ªa a Luc¨ªa Lombardi -nombre y apellido de su documento- interponerse en la vida de Simonetta. Pero ¨¦l no cumpl¨ªa las reglas del juego y le estaba devorando las entra?as. Lo maldec¨ªa porque sus palabras eran las dictadas por la pasi¨®n que ella repudiaba.
No parec¨ªa ser Luc¨ªa Lombardi ni Simonetta Signorelli, ni sab¨ªa si lo que la llenaba de un calor placentero era cosa de ficci¨®n, realidad o sue?o. Los ojos de Ricardo le dictaban las palabras emocionadas, sus labios la inmovilizaban como s¨®lo se recordaba en las pesadillas.
-Un hijo, mi amor, un hijo -grit¨® sin contenerse en la extenuaci¨®n del orgasmo.
Despu¨¦s de balbucir palabras incoherentes en los resquicios del gozo, el intent¨®, sonriente, gritar "tel¨®n, tel¨®n", esperando que ella apagara las luces de las mesillas.
-No, tel¨®n, no. No... -orden¨® ella, rotunda.
Acudi¨® al ba?o, y a la vuelta al lecho lo encontr¨® dormido, serena y placenteramente dormido.
Pero ella -Luc¨ªa Lombardi- era presa de la derrota y barruntaba los vientos de la depresi¨®n. Simonetta Signorelli no le perdonaba la traici¨®n y le exig¨ªa ahora acabar la obra seg¨²n estaba previsto.
Abri¨® el bolso, tambale¨¢ndose extrajo de ¨¦l un cuchillo y con una escasa habilidad, que como actriz hubo de reprocharse, lo clav¨® en el mismo coraz¨®n del traidor. Ricardo Marinelli profiri¨® lamentos de extenuaci¨®n como en el orgasmo. La ¨²ltima provocaci¨®n.
Luc¨ªa Lombardi lloraba, abatida por la depresi¨®n. Simonetta Signorelli le orden¨® agrupar trapos bajo sus ropas hasta simular un vientre. Lo hizo.
-Un hijo de la ficci¨®n, un hijo de la ficci¨®n -se repet¨ªa.
Una vez vestida se acarici¨® el rebosante vientre de trapos con ternura. Hablaba dulcemente con su hijo.
-No des pataditas, cari?o, no des pataditas a mam¨¢.
Se apagaron las luces de la estancia. Simonetta Sigu-orelli -esta vez, s¨ª- mand¨® bajar el tel¨®n.
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