Pieles de tigre
Llevaba d¨ªas pensando c¨®mo se lo dir¨ªa. Lo prob¨® frente al espejo desnudo, bien vestido, sin afeitarse, engominado, con flores en la mano. Nada termin¨® por convencerlo. Ni las formas ni el mensaje en s¨ª, para qu¨¦ disimularlo.Adem¨¢s, estaba lo del viaje. Hab¨ªa que atravesar ese pa¨ªs durante d¨ªas. Ir a una ciudad que le era extra?a. Ten¨ªa que montar en un tren, y aunque gastara en un compartimento reservado, no se salvar¨ªa del trato ocasional con los nativos. Explicar los oscuros motivos de su estancia en una naci¨®n ajena. Sus medios de subsistencia.
No en vano se hab¨ªa propuesto esperar la nueva remesa de pieles de tigre. Gan¨® tres meses. Pero ya estaban all¨ª, cobijadas por el mismo techo que su humanidad menguada por las fiebres, oliendo necesariamente a tigre despu¨¦s del rudimentario curtido.
Un tanto desgarbado, con ojos huidizos, enga?aba bien a sus v¨ªctimas, que lo cre¨ªan blando, para descubrir tarde que hab¨ªa pagado con espejismos una carga cuyo valor multiplicar¨ªa por mil.
Sol¨ªa mirarse en el espejo y pensar que Dios da pan a quien no tiene dientes. Ahora, quiz¨¢, todo pod¨ªa cambiar. Aun all¨ª. Depend¨ªa de c¨®mo se lo dijera. ?sa era la clave. Lo sab¨ªa.
Esa certeza lo hab¨ªa herido malamente. Ten¨ªa que esforzarse por conservar un poco de calma. Mientras desvariaba sobre este problema, comenz¨® a revisar atuendos y separ¨®, pulcramente, ropa envejecida en el armario. Form¨® equipos guiado por una selectividad est¨¦tica dudosa. El traje tostado claro, con la corbata marr¨®n, y la camisa a rayas beige sobre fondo blanco, con calcetines marrones, y los mocasines tambi¨¦n.
Probablemente se decidiera por ese equipo para vestir a la hora de la verdad. Le hab¨ªan dicho que el hotel de la plaza era el m¨¢s importante. Tomar¨ªa habitaci¨®n en ¨¦l. Se duchar¨ªa, se cambiar¨ªa, y as¨ª trajeado llegar¨ªa a su puerta.
El coraz¨®n hizo adem¨¢n de deten¨¦rsele por un instante, para reanudar su vuelo alelado. Revis¨®, sudoroso, la cartera. La direcci¨®n estaba all¨ª. Se la hab¨ªa dejado hac¨ªa seis meses en la breve visita a su almac¨¦n de pieles antes de los monzones.
Avenida Kurt van Voos, 29. Pens¨® que fue imprudente no haberla copiado. Comenz¨® una fren¨¦tica labor de transcripci¨®n para asegurarse la supervivencia de la direcci¨®n en caso de p¨¦rdida del original guardado con esmero durante tanto tiempo. En los viajes, ya se sabe, pueden suceder las cosas m¨¢s imprevistas. Compensa ser precavido.
LA VISITA
Hab¨ªa aceptado la visita como una aparici¨®n. Se sinti¨® como los nativos ante la representaci¨®n femenina de una deidad. Es que ¨¦l nunca hab¨ªa recibido pedidos de esa se?ora. Es m¨¢s, ten¨ªa escaso trato comercial con la ciudad de la que proced¨ªa. Ella, por el contrario, de una rara hermosura, dijo conocer su seriedad. Su capacidad para seleccionar el g¨¦nero que serv¨ªa.
Intent¨® con tacto, faltar¨ªa m¨¢s, sondear las posibles fuentes de la dama. No lo logr¨®. Pero tampoco importaba mucho. A?os de trampero le hab¨ªan dado capacidad para discernir bajo un tosco curtido qu¨¦ se puede esperar de una piel.
Adem¨¢s, y eso era lo importante, ella era avasalladora. Quiz¨¢ demasiado p¨¢lida. Pero esa naturaleza enigm¨¢tica lo alentaba en lo m¨¢s interno. A lo mejor un pasado poco honroso. Esa posibilidad decididamente le aceleraba el pulso. El pedido fue importante. Lo pag¨® por adelantado. Y le dijo que cuando pudiera la fuera a ver. S¨ª, a ¨¦l. Eso fue lo inesperado. Pero, al mismo tiempo, lo definitivo. Ahora el pretexto estaba completo. Ten¨ªa sus pieles, las mejores que hab¨ªa servido a un cliente de una sola vez. En general, era m¨¢s equitativo.
Bueno, el coraz¨®n tiene sus razones. No era deshonestidad comercial.
Lo ten¨ªa decidido. Armar¨ªa los fardos al d¨ªa siguiente y se lanzar¨ªa a la aventura en el expreso del mi¨¦rcoles. El jueves por la noche estar¨ªa all¨ª.
Se fue a dormir organizando mentalmente el trabajo del d¨ªa siguiente. Los paquetes, las ¨®rdenes que deb¨ªa dar, los cierres contables, los albaranes de env¨ªo, y dejar las cuentas claras con el encargado.
Era la primera vez en ocho a?os que dejaba el mostrador. Pod¨ªa ocurrir cualquier cosa. Ser¨ªa mejor hablar con el comisario antes del viaje. Aunque le costara una piel. ?Cu¨¢l? Ese zorro sab¨ªa tanto como ¨¦l del negocio y no pod¨ªa quedar como un r¨¢cano. Que todos sab¨ªan que lo era, pero los favores se pagan y en eso ¨¦l no pon¨ªa limites, sab¨ªa pagar el precio justo; a lo sumo, sacar un descuento.
Quiz¨¢ esa de gorila gigante, que conservaba las mand¨ªbulas poderosas y el cr¨¢neo. Hab¨ªa pensado en verderla bien a alg¨²n coleccionista. Pero su seguridad bien pod¨ªa valer ese cuero de mono. Hay cosas que no se miden con el dinero.
A?os de esfuerzos en la pesta?a de la selva, ?acaso no era eso una forma de sacrificio, de sacerdocio? Su padre luch¨® a?os en Odessa con la botica. Logr¨® levantar ese tugurio infecto hasta convertirlo en el santuario de los gotosos, sifil¨ªticos y otros aquejados de males para los que eran necesarios arsenicales y otras drogas de dif¨ªcil obtenci¨®n.
Hab¨ªa tenido escuela. De eso no se pod¨ªa quejar. En todo caso, lo que no hab¨ªa tenido era una madre hermosa. Ni hab¨ªa so?ado jam¨¢s con la posibilidad de que ¨¦l, ese hombre encorvado, castigado por las fiebres, sudoroso, pudiese encontrar por esposa algo mejor que su madre, o que esa femenil colecci¨®n de adiposidades que pululaba en tomo al hogar de infancia.
Pero ¨¦sta era una dama, una gran dama. Quiz¨¢ de alguna nobleza centroeuropea.
Las manos cuidadas, el rostro p¨¢lido, guantes de encaje, talle largo y flexible, ojos verdes con matices rojizos.
?Por qu¨¦ lo invit¨® a visitarla? Acaso adivin¨® una cultura superior, por otra parte inexistente. A lo mejor fue s¨®lo cortes¨ªa.
PREPARATIVOS
No pudo dormir esa noche. El pulso tanto se le iba como arreciaba. Por la ma?ana se ocup¨® de los fardos, orden¨® las cuentas con su dependiente y mont¨® los necesarios sistemas de control como para cerciorarse que durante su ausencia no se pudiesen adulterar los ingresos y pagos. En cuanto a las nuevas entregas, para eso fue a ver al comisario. Lo encontr¨® como de costumbre, sumido en cavilaciones frente a un vaso de gordo cristal cargado de whisky ante su mesa en el bar del Club Colonial.
Los libaneses entregados al cambio de divisas; los indios negociando en sedas; los turcos, en caf¨¦. Toda la hez no administrativa del mundo comercial de la colonia bull¨ªa dentro del club.
El comisario pareci¨® entusiasmado por la oferta de la piel de gorila gigante. Pero no se comprometi¨® a nada.
Era evidente que queda ver el, percal antes de dar su consentimiento. En realidad, la la-
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Pieles de tigre
Viene de la p¨¢gina anteriorbor era sencilla, no pensaba estar m¨¢s de una semana fuera de la ciudad y en ese lapso de tiempo no estaba prevista la llegada de mercanc¨ªa, en principio.
Por tanto, se trataba de supervisar en caso de que algo llegara. De la supervisi¨®n no esperaba nada. Simplemente, que si hab¨ªa alg¨²n g¨¦nero no se le escamoteara el correspondiente asiento contable.
El ojo del amo engorda el ganado.
El comisario se golpeaba las botas con la fusta y se atusaba el bigote mientras miraba la piel extendida en el suelo del galp¨®n. Era colosal. No lo pudo disimular. Con un "cuente usted conmigo", se march¨®.
En la puerta gir¨® sobre sus talones con su porte militar fuera de tono y pregunt¨® al comerciante cu¨¢ndo se marchaba. ?ste contest¨® escuetamente: "Ma?ana, en el primer tren".
Lleg¨® a la estaci¨®n una hora antes, con cuatro porteadores llevando los tres fardos en un carro tirado a mano por los hombres, que turnaron para asir la p¨¦rtigas durante la milla que separaba el dep¨®sito de la estaci¨®n. Sab¨ªa que ten¨ªa que resolver ese problema, pero el precio de la tierra cerca de la terminal de trenes era alto y ¨¦l no pensaba que alquilar fuera una forma de capitalizarse. La vida era muy dura como para tirar el dinero.
SOLEDAD COLONIAL
Cuando lleg¨® el tren, los porteadores facturaron la carga y entregaron las gu¨ªas de encomienda al guarda. No quer¨ªa saber nada de hacer la entrega personalmente. La mercanc¨ªa llegar¨ªa por su cuenta. ?l, en cambio, como lo que era un se?or que se hab¨ªa hartado de la soledad colonial.
Ten¨ªa 24 horas de viaje, y hab¨ªa reservado un compartimento de primera para ¨¦l solo. En el and¨¦n pos¨® su mirada sobre un vocinglero vendedor de peri¨®dicos, pero no encontr¨® motivos fundados para el gasto. En definitiva, hab¨ªa pasado siete a?os sin leer la prensa.
Cuando vio sus fardos cargados busc¨® el vag¨®n que hab¨ªa reservado. El guarda le indic¨® el coche. Entr¨®, se acomod¨® y encontr¨® sobre la red del portaequipaje de mano un peri¨®dico. Era el Vanguard, ley¨® desde su asiento.
Se sonri¨®. Era evidente que le acompa?aba la fortuna desde aquella visita. Casi hab¨ªa sucumbido al gesto involuntario de adquirir ese mismo peri¨®dico en la estaci¨®n. Actos reflejos de un pasado ya remoto.
El tren arranc¨® y a poco de andar ¨¦l se durmi¨®. La noche en vela hab¨ªa resultado un buen soporte para que el traqueteo del tren surtiera el necesitado efecto.
Despert¨® cuando el sol se hund¨ªa tras los montes que bordeaban la espectacular planicie. No ten¨ªa hambre y comprendi¨® que ya no podr¨ªa dormir hasta llegar a destino.
Se irgui¨® y alcanz¨® por una oreja al peri¨®dico plegado. Se volvi¨® a sentar. Burundi, Ruanda, Kampala, Nairobi, Mombasa. Ten¨ªan que haber dejado atr¨¢s Ruanda y quiz¨¢ Kampala. Pero ¨¦l no se hab¨ªa enterado.
Extendi¨® la ancha s¨¢bana entre sus manos. En gruesos titulares se anunciaba el descarrilamiento del ferrocarril Victoria Burundi-Mombasa. Qued¨® perplejo.
Est¨¢ bien que no comprara los peri¨®dicos, pero esas noticias estaban siempre en boca de todos en el Colonial.
FECHA DEL PERI?DICO
Ley¨® con incredulidad: "El Burundi-Mombasa descarril¨® en la curva de entrada al puente sobre el r¨ªo Kyoga, confirm¨® al Vanguard un funcionario del ferrocarril Victoria".
Peg¨® su curva nariz al peri¨®dico buscando con ansiedad la lista de muertos. All¨ª estaba. ?All¨ª estaba! Al llegar a su nombre dio un respingo. Aterrorizado, mir¨® la fecha del pasqu¨ªn. "No puede ser; ?qu¨¦ d¨ªa es hoy? No, no puede ser. Es de ma?ana", susurr¨®.
Con el peri¨®dico del d¨ªa siguiente aferrado en un pu?o sinti¨® que la cara le ard¨ªa, pero no percib¨ªa su cuerpo. Deb¨ªa escapar como fuera de ese catafalco. No pod¨ªa ser, no pod¨ªa ser y menos ahora que esa mujer... Se levant¨® de un salto y sali¨® al pasillo en penumbra. Corri¨® desesperado unos metros y al ver la palanca del freno de emergencia se colg¨® de ella. El tren hab¨ªa entrado en una curva. El expreso descarril¨®.
De pie ante el 29 de avenida Kurt van Voos, el funcionario del Burundi-Mombasa se preguntaba para qu¨¦ pod¨ªa querer el cementerio jud¨ªo de la ciudad tres inmensos fardos de pieles de tigre.
Pero para un empleado del ferrocarril Victoria el deber es el deber. Dej¨® la carga all¨ª tras lograr que un desconfiado rabino estampara su firma en las gu¨ªas. Despu¨¦s de todo, las pieles estaban pagadas.
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