La recuperaci¨®n de la cultura
En un art¨ªculo reciente (1 de noviembre de 1987) publicado en EL PA?S, el fil¨®sofo franc¨¦s A. Finkielkraut repet¨ªa una vez m¨¢s su tesis: hemos pervertido una idea de cultura progresista convirti¨¦ndola en una idea de cultura regresiva. La primera, heredada de Las Luces, libera al hombre de su ignorancia proponi¨¦ndole un modelo en el que se le insta a ser aut¨®nomo e instruido. La segunda oscurece al hombre dentro de su comunidad, conduce fatalmente al everything goes y da todo por bueno con tal de que lo que tenga un pueblo. Peor a¨²n, esta segunda actitud es una vuelta al tribalismo, al provincialismo y a la arbitrariedad. El remedio contra el colonialismo habr¨ªa sido m¨¢s nocivo que la misma enfermedad. Los viejos demonios de lo arcaico habr¨ªan renacido al haberse deslizado el concepto ilustrado de cultura hasta mudarse en una noci¨®n rom¨¢ntica, otorgando valor cultural a cualquier cosa s¨®lo por ser cualquier cosa o darse en cualquier sitio. De esta manera, nuestro autor ataca no s¨®lo al racionalismo, sino a todos aquellos que, directa o indirectamente, apoyen las culturas disueltas en cada uno de los pueblos. Se tratar¨ªa, en suma, de una nueva traici¨®n de los intelectuales, ayudados en este caso por las ciencias humanas. No en vano cita a Benda como su mentor en su intento por reorientar la insensata situaci¨®n en la que nos encontrar¨ªamos.El art¨ªculo de A. F. es modelo de una nada infrecuente mala argumentaci¨®n. Consiste en extraer conclusiones desproporcionadas desde unas premisas muy d¨¦biles. Como las razones no son robustas, se dramatiza el tema, se recurre a unas citas que se ajusten con alfileres a la propuesta y se produce en el lector la impresi¨®n de un grandioso razonamiento. A lo sumo, sin embargo, lo que deber¨ªa de producir es lo que dec¨ªa Descartes respecto a ciertas filosof¨ªas: silencio de los que entienden y aplauso de los que ignoran.
Comienza A. F. planteando una contraposici¨®n, de un simplismo escandaloso, entre un tipo de cultura y otro tipo de cultura. La palabra cultura, sin embargo, pertenece a tantos ¨¢mbitos, ha sufrido modificaciones tan intensas y ha crecido en medio de tantas contradicciones que es absurdo presentarla como un concepto que, sin m¨¢s precisiones, ha sido secuestrado, saqueado para que en su lugar nazca una tonter¨ªa que sirve para todo y para todos. Dec¨ªa Stevenson (el fil¨®sofo, y no el otro) que la palabra cultura era un ejemplo de palabra que combina, en grandes dosis, fuerza y vaguedad. Finkielkraut usa dicha fuerza para llegar a las conclusiones que le apetecen y la vaguedad para dar a los conceptos el significado que cree oportuno.
Poco o nada nos dice, sin embargo, acerca del nacimiento de la idea de cultura dentro de la antropolog¨ªa o de las ciencias humanas en general (un especialista en la materia podr¨ªa llevarle al rid¨ªculo). O de sus continuos y cambiantes choques con la idea de civilizaci¨®n. Ni nos habla del significado en su origen all¨ª donde la civilizaci¨®n es la que aparece contrapuesta a lo b¨¢rbaro, mientras que cultura, en s¨ª misma, es ya universal. Ni se?ala, en modo alguno, que muchos de los rom¨¢nticos (a los que no cita, pero supone) no contrapon¨ªan la cultura a una cultura, sino la cultura a la obsesi¨®n mecanicista del mundo moderno. La lista ser¨ªa tan inmensa que es osado incluso dar m¨¢s ejemplos.
Finkielkraut est¨¢ bien servido. Se ha apoderado de una palabra m¨¢gica. Y la magia provoca un cierto magnetismo. El citado Stevenson pon¨ªa como ejemplo de otra palabra, abundante en fuerza y vaguedad, a la palabra Dios. Porque, efectivamente, adem¨¢s de la palabra, est¨¢ la fuerza. De la misma forma que a nadie le hace gracia que le llamen inculto, a pocos les produce placer colocar junto a la declaraci¨®n de la renta el t¨ªtulo de ateos. Y cuando tales palabras gustan es porque se va contra alguien. De manera simple, en fin, ha conseguido A. F. hacer c¨®mplices a la Unesco y a la mayor parte de los intelectuales en una terrible operaci¨®n consistente en destruir la cultura de verdad y renovar el fanatismo y el canibalismo. El nacionalismo habr¨ªa sido el gran beneficiado de tal operaci¨®n, con las grav¨ªsimas consecuencias que en tal nacionalismo parece detectar.
Podr¨ªa ocurrir, no obstante, que, a pesar de todo, A. F. hubiera conseguido una buena argumentaci¨®n, hubiera tensado con habilidad sus cuerdas mentales para de alguna manera convencernos. No es as¨ª. Su pensamiento no enmienda la pobreza de sus datos.
Antes de nada, la clasificaci¨®n de: A. F. puede ser mejorada por otra serie de clasificaciones que describen con mayor precisi¨®n el funcionamiento cultural. As¨ª, por ejemplo, es m¨¢s ¨²til la conocida divisi¨®n tripartita que distingue entre cultura idealista -la que propone una idea universal de cultura-, cultura que distribuye en cada uno de los pueblos lo que haya que entenderse por cultura y la postura intermedia que, oscilando entre los extremos anteriores, de modo m¨¢s neutral, llama cultura al conjunto de obras art¨ªsticas; e intelectuales. Tal actitud intermedia se ve obligada, a pesar de su neutralidad, a a?adir otras subdivisiones, tales como alta cultura, cultura media, etc¨¦tera. Pero, sea como sea, la clasificaci¨®n apuntada hace bastante in¨²til e inoperante: la clasiFicaci¨®n propuesta por A. F. M¨¢s a¨²n, para sus objetivos podr¨ªa haberle sido de mayor ayuda apoyarse en la noci¨®n hegeliana de cultura (que no es, por cierto, ni ilustrada ni rom¨¢ntica), y seg¨²n la cual la cultura es "extra?amiento del ser natural". Traducido a un lenguaje m¨¢s prosaico quiere decir que uno no es todo lo que puede ser si no niega las limitaciones de su particularidad. Pero A. F. se ha mantenido en su escolar divisi¨®n de la cultura. Divisi¨®n
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La recuperaci¨®n de la cultura
Viene de la p¨¢gina anterior que -no lo olvidemos- habr¨ªa producido los males que denuncia. No mejora la cosa si nos fijamos en el esqueleto de su argumentaci¨®n. Seg¨²n A. F., la cultura occidental ser¨ªa una cultura abierta que posibilita a los individuos que la componen liberarse de los prejuicios de la comunidad. Otras culturas, por el contrario, carecer¨ªan de tal riqueza. Si no se da esto, por supuesto, todo su art¨ªculo est¨¢ de sobra. Ahora bien, siendo cierto que una cultura que se cree culta simplemente porque es de un pueblo es rid¨ªcula (?para qu¨¦ argumentar con tanta energ¨ªa contra necedades o recordarnos, como una revelaci¨®n, truismos tan sencillos como que uno no es un ser extraordinario por tener tal o tal idioma, o que no es ninguna bendici¨®n del cielo, por poner un ejemplo que todo el mundo puede entender, ser franc¨¦s?), no es en modo alguno cierto que nuestra cultura haya desarrollado sus objetivos de liberaci¨®n mejor que otras. Los resultados los conocemos. No s¨®lo ha ahogado Europa a otras culturas, sino que hemos padecido un siglo que a A. F. le pue
de parecer de rosas, pero que ha provocado, aparte de dos guerras monstruosas, una gran cantidad de miseria espiritual y material. ?A qui¨¦n hay que achac¨¢rsela? ?A las otras culturas? ?No es acaso la nuestra una de las culturas que peor ha sabido librarse de s¨ª misma?
Pero es que, adem¨¢s, lo que se est¨¢ confundiendo en toda la discusi¨®n es lo que es una cultura, como hecho hist¨®rico, con un concepto de cultura. ?ste es su error. Porque, intentando hablar de lo segundo, siempre nos mete, por la puerta falsa, el primero. De lo que se trata, sin embargo, es de saber qu¨¦ concepto de cultura usamos. As¨ª, ser¨ªa bienvenido aquel concepto que mejor respete todas las posibilidades que se den en la humanidad. Esto no es rebajar la cultura, sino todo lo contrario. Ni encerrar una cultura en ella misma. Es como decir que apelar a la libertad de Mauricio es encerrar a Mauricio en s¨ª mismo. M¨¢s a¨²n, da la impresi¨®n de que A. F. desconoce una fundamental distinci¨®n que se desarroll¨® tambi¨¦n entre los siglos XVIII y XIX, y seg¨²n la cual en la cultura lo que importa es la condici¨®n y no el proceso. Dicho de otra manera: no se es m¨¢s culto porque se pase de un estadio a otro (por ir a vivir de Madrid a Majadahonda), sino que se es m¨¢s culto en cuanto que la condici¨®n mental en general ha cambiado en el sentido de realizar m¨¢s posibilidades. Por eso, la comparaci¨®n fundamental que hay que hacer no es entre la cultura A y la B, sino entre lo que quiere y puede A (o B) y lo que realiza.
Podr¨ªa responder quiz¨¢ A. F. que el significado de aut¨¦ntica cultura es evidente por s¨ª mismo. Pero entonces se podr¨ªa haber ahorrado el razonamiento. 0 podr¨ªa remitir a una venerable tradici¨®n y extendid¨ªsima ideolog¨ªa seg¨²n las cuales los logros de Occidente est¨¢n ah¨ª, y el m¨¦todo por el que se ha llegado a tales logros no es otro que la racionalidad. Es decir, la capacidad que tenemos de autocriticarnos, autocuestionarnos, separ¨¢ndonos as¨ª -y progresando- de las tradiciones muertas, de la tiran¨ªa de las costumbres (que dir¨ªa Diderot), y eliminando poco a poco tanto los dogmas recibidos como todo aquello que nos impide pensar y emanciparnos. Si A. F. quer¨ªa decir eso, lo ¨²nico que ha hecho es renovar una vieja discusi¨®n que, si no se prolonga excesivamente, pone de manifiesto, al final, los supuestos ideol¨®gicos en los que se basan los contrincantes.
Es de sospechar que ese supuesto es muy fuerte en A. F. Como debe de serlo en tantos otros sedicentes cr¨ªticos. Ahora bien, si se nos dice, dentro de esa tradici¨®n, que Kasparov es el mejor jugador de ajedrez que existe, y que no es de recibo negarlo por la posible existencia de otros mejores jugadores, estaremos de acuerdo. Como estaremos de acuerdo en que una sociedad que potencie el ajedrez es una sociedad que estima las facultades intelectuales. Seguiremos estando de acuerdo en que estimar y promover las facultades intelectuales es sumamente importante y que fortalecer¨¢ culturalmente a ese pueblo. Pero si seguimos pensando es probable que el acuerdo empiece a hacer agua. No opinaremos, por ejemplo, que de ah¨ª se deduce que es bueno que tal juego sirva para que la gente sea ferozmente competitiva, o para exhibir ante el mundo, en propaganda, los valores patrios, o para educar a la juventud en la religi¨®n del ordenador, o para considerar a quien juegue otros juegos un impotente mental. Otros juegos pueden ser tan interesantes (y cultos) como el ajedrez, y el que lo invent¨® (oriental, por cierto) podr¨ªa, adem¨¢s, haber tenido como objetivo quitar todos los granos del granero al rey de la leyenda o darnos, para el resto de nuestros d¨ªas, dolores de cabeza.
Todo esto es conocido. Son cuestiones, en su planteamiento, sencillas. Y es un error considerable pasarlas por alto. O no tenerlas en cuenta para as¨ª buscar un chivo expiatorio que no es s¨®lo la Unesco (all¨¢ ella), sino todos aquellos, traidores seg¨²n A. F., que no renuncien a una humanidad m¨¢s diversa, exigente y, desde luego, mejor que la que tenemos y se nos propone.
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