Una de miedo
Todo empez¨® el d¨ªa en que ca¨ª en la cuenta de que necesitaba renovar mi vestuario. No el look, simplemente comprar unos pantalones. Nunca lo hubiera hecho. Pero como la imaginaci¨®n es limitada, al menos la m¨ªa, y obrando ¨²nicamente impelido por la necesidad, es verdad que no perentoria, acud¨ª a unos grandes almacenes, ropa s¨®lo para hombres, sitos en un paseo urbano, casualmente ese d¨ªa no ocupado por manifestaci¨®n alguna, que, dicen, es como una exposici¨®n permanente de la mejor arquitectura contempor¨¢nea. Paseo s¨ªmbolo de modernidad en una ciudad moderna donde las haya. No obstante no haber encontrado en mi recorrido obst¨¢culos ordinarios-extraordinarios, llegu¨¦ a la tienda en cuesti¨®n con cierta precariedad en cuanto al horario de cierre. Como consecuencia, el personal ten¨ªa prisa. Aliger¨¦ el asunto que all¨ª me llevaba y puntualmente pas¨¦ por caja en la habitual y obligada ceremonia de pagar religiosamente la mercanc¨ªa solicitada y, por supuesto, obtenida. Y que se me entreg¨®, como es normal, perfectamente envuelta. Acabada la transacci¨®n, satisfactoriamente cumplida por ambas partes, me dispuse a franquear la puerta de salida. Comenc¨¦ entonces a o¨ªr a mi alrededor diversos timbres acompasados con el tintinear de varias luces rojas situadas sobre el umbral de la salida del establecimiento. En mi ingenuidad e inocencia, pens¨¦ que tales ruidos estaban motivados por alguna alarma de un veh¨ªculo al que alg¨²n desaprensivo intentaba despojar de su radiocasete. Y que las luces no eran otra cosa que el aviso a rezagados de la hora de cierre. Craso error. De repente me vi flanqueado por dos mocetones que, con cara de pocos amigos, me invitaban, expresi¨®n, por cierto, inadecuada dado el tono, a desvelar el contenido de mi paquete. No era cuesti¨®n, dadas las circunstancias y las maneras, de prestarse a equ¨ªvocos. De modo que coleg¨ª que lo que se pretend¨ªa era que desenvolviese el modesto fardo pacientemente envuelto por la dependienta que me hab¨ªa atendido. Me negu¨¦ en redondo, dado que se trataba de algo de mi propiedad, convenientemente avalada por la factura depositada en mi bolsillo. La situaci¨®n comenzaba a hacerse dif¨ªcil cuando, desolada, apareci¨® la cajera terciando en la incipiente y, sin embargo, molesta disputa. Alguien hab¨ªa olvidado desconectar de mis flamantes pantalones una etiqueta magn¨¦tica que, al parecer, las prendas llevan adheridas para evitar hipot¨¦ticos robos. Lo que no era tan hipot¨¦tico es que yo estaba siendo tratado como un ladr¨®n y con modos, dig¨¢moslo as¨ª, preconstitucionales. Dado mi natural comprensivo, acept¨¦ las expresas disculpas no sin antes reconvenir a los supuestos encargados del supuestamente quebrantado orden de que, en democracia, todo ciudadano tiene derecho a ser considerado como inocente antes que como presunto culpable, que ya es bastante, y no digamos ya como reo convicto y confeso. No estoy seguro de que nadie entendiese all¨ª de qu¨¦ se estaba hablando, pero, dada la hora, no era cuesti¨®n de insistir. As¨ª que me march¨¦, ciertamente violento y un tanto corrido, reflexionando para mis adentros a d¨®nde nos va a llevar la modernidad que nos anega y la sofisticada tecnolog¨ªa que utilizamos.No obstante mi tendencia a la brevedad, debo contar lo que sucedi¨® al d¨ªa siguiente. Para ser exacto, a la noche siguiente. Despu¨¦s de una dura jornada laboral, me dispon¨ªa a retirarme a mi domicilio para reponer fuerzas cuando se me ocurri¨® comprar la prensa del d¨ªa siguiente en uno de esos establecimientos abiertos hasta la madrugada que ¨²ltimamente proliferan en la Villa y Corte. Entr¨¦, oje¨¦ revistas, compr¨¦ los peri¨®dicos m¨¢s dos tabletas de chocolate suizo, hice cola en caja y pagu¨¦. Hasta aqu¨ª, todo normal. Las anormalidades comenzaron, ?Dios m¨ªo, otra vez!, cuando me dispon¨ªa a salir. ?La que se arm¨®! Los ya conocidos timbrazos, las casi familiares luces rojas, de nuevo flanque¨¢ndome el paso. Y, lo que es m¨¢s grave, un pistolero (d¨ªcese del que lleva pistola al cinto) que me increpa y dice, o eso cre¨ªa entender en medio de todo aquel estruendo y mi l¨®gico atolondramiento, que tengo que acompa?arle. Suelo elegir, dentro de lo que cabe, bastante bien mis compa?¨ªas, y, en consecuencia, le expuse que no ten¨ªa ninguna intenci¨®n de aceptar la suya. Respondi¨® que yo tampoco le agradaba, cosa comprensible por reciprocidad, pero "que ten¨ªa que registrarme". Previamente a su inaceptable para m¨ª solicitud, yo hab¨ªa situado en una repisa aneja al fat¨ªdico arco mis por lo dem¨¢s modestas pertenencias. Consistentes en un llavero, un mechero met¨¢lico, un escu¨¢lido monedero y una no menos escu¨¢lida billetera, por si cualquiera de ellas era directo causante del estropicio. No deb¨ªa ser as¨ª porque ¨¦ste continuaba. Insiste el celador, entonces, en su pretensi¨®n de que le acompa?e, y mientras se dispuso a examinar mi DNI. Mi paciencia, a la saz¨®n bastante colmada, toc¨® a su fin. Y obr¨¦, y sobre todo dije, en consecuencia con mi alterado estado de ¨¢nimo. Mientras, el personal se arremolinaba, algunos aplaud¨ªan mi soflama sobre los derechos que tenemos los ciudadanos de no ser tratados como delincuentes, concit¨¦ voluntades que estuvieran dispuestas a ir al juzgado como testigos de mi vejaci¨®n. Nada que hacer: el vigilante insist¨ªa en cumplir con su obligaci¨®n. Y los timbrazos y las luces, dale que te pego. Hasta que lleg¨® el encargado, que en vista del cariz multitudinario que estaban tomando los acontecimientos decidi¨® desconectar las alarmas. Volvi¨® la calma ac¨²stica, pero no las buenas maneras, si es que ¨¦stas alguna vez hab¨ªan existido. Ni disminuy¨® la pretensi¨®n del encargado de la seguridad de ponerme las manos encima, inasequible al desaliento e imperturbable ante la puntual enumeraci¨®n de mis derechos constitucionales... En contra de lo que cab¨ªa predecir, el episodio acab¨® razonablemente y con solicitud de excusas y perdones que, por supuesto, acept¨¦. Ahorro detalles, salvo uno: eran mis pantalones, dadas las prisas no suficientemente desmagnetizados, los culpables de la pesadilla.
Lo que he contado, con relativo sentido del humor, es una historia real como la vida misma que, bien a mi pesar, tuve la desdicha de protagonizar. Me temo que no es ¨²nica ni ins¨®lita. No soy dado a las moralejas, pero casualmente leo en los peri¨®dicos que en Espa?a hay en estos momentos 60.000 personas empleadas en empresas privadas de seguridad, encargadas de mantener el orden p¨²blico. Treinta mil de ellas llevan armas. En el dif¨ªcil equilibrio entre la seguridad y la libertad est¨¢ claro qui¨¦n est¨¢ ganando la partida. As¨ª como la amenaza que supone la tendencia, al parecer inexorable, de que el Estado abandone en manos particulares lo que es su obligaci¨®n salvaguardar: el orden p¨²blico y los derechos de los ciudadanos. Llevamos camino de construir una sociedad donde en principio todos somos delincuentes y tratados como tales. No conviene elevar a categor¨ªa las an¨¦cdotas. Pero algo muy serio, y no precisamente positivo, est¨¢ pasando aqu¨ª cuando comprar unos pantalones puede derivar en un remedo de pel¨ªcula medio de terror medio comedia del absurdo.
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