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Opini¨®n
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretaci¨®n de hechos y datos

Un recuerdo para Jose Mar¨ªa Arguedas

"En abril de 1966, hace ya algo m¨¢s de dos a?os, intent¨¦ suicidarme". ?sa es la primera l¨ªnea de El zorro de arriba y el zorro de abajo, el libro p¨®stumo de Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas. Es algo m¨¢s que un libro p¨®stumo: es la prueba testifical de una derrota. Leemos en la segunda p¨¢gina: "Anoche resolv¨ª ahorcarme en Obrajillo, de Canta, o en San Miguel, en el caso de no encontrar un rev¨®lver". S¨ª: es algo m¨¢s que un libro p¨®stumo, es el ejemplo laborioso del fracaso de las palabras ante la obsesi¨®n de la muerte. Escribiendo este libro, Arguedas intentaba no suicidarse. La historia de la literatura y de su amor por ella, la historia del lenguaje y el gran amor de Arguedas a las palabras: de nada le sirvi¨® todo eso. El 28 de noviembre de 1969 el profundo escritor peruano se dispar¨® un balazo y se mat¨®. Recuerdo de manera exacta el comentario de un espec¨ªalista en esa rara ciencia de mirar con piedad la angustia de los seres humanos: hace como 10 a?os, en un anochecer de Caracas, un hombre me dec¨ªa, con una pesadumbre y una impotencia aminoradas por la convicci¨®n: "Cuando alguien quiere matarse, cuando lo quiere de verdad, nadie puede evitarlo". Esas palabras, en aquel momento, pronunciadas por aquel hombre, parec¨ªan derramarse desde un libro sagrado: quien expresaba esa opini¨®n, con una sencillez que le agregaba contundencia, era Mauricio Goldenberg, uno de los m¨¢s prestigiosos psiquiatras actuales, creador de una corriente psiqui¨¢trica argentina. En el tiempo en que sucedi¨® esa entrevista desempe?aba un alto cargo en la estructura sanitaria de Venezuela. Aquella noche, al escucharle a Goldenberg aquella especie de sentencia (un hombre como ¨¦l sab¨ªa de lo que estaba hablando), vertiginosamente record¨¦, no s¨¦ por qu¨¦, que hac¨ªa muy poco tiempo que Goldenberg hab¨ªa perdido una hija, un hijo, un yerno y una nuera en la ,represi¨®n argentina contra los guerrilleros. Aquel cient¨ªfico, hu¨¦rfano de dos de sus hijos, llevaba la bondad puesta en la cara. Repito que no s¨¦ por qu¨¦ record¨¦ en aquel exacto momento a los hijos de Goldenberg: no tenemos prueba ninguna de que un determinado guerrillero act¨²e bajo pulsiones autoaniquilatorias. Creo que tampoco hay pruebas de que esas pulsionesno existan. Todo lo que puedo decir es que en aquel momento aparecieron dentro de mi conciencia, entreverados, el respeto y la admiraci¨®n por Mauricio Goldenberg, la piedad por sus hijos y por su yerno y por su nuera (una piedad algo desbaratada por el ning¨²n respeto que suscitaba en m¨ª la guerrilla argentina), el temor y el asombro ante el enigma del suicidio, y el desasosiego, la indignaci¨®n y la pesadumbre ante la turbulencia americana. Escribo ahora esta frase y me pregunto qu¨¦ habita en esa turbulencia, y me respondo: la injusticia nauseabunda de los poderosos, el fan¨¢tico caudillismo heredado tal vez de la historia de Espa?a, el mesianismomilitarista de muchos l¨ªderes guerrilleros, la inexplicable inhumanidad de los torturadores, la soberbia de las ideas armadas, la desventura de las comunidades y el racismo y el desprecio que originan al subdesarrollo: una partida de ajedrez sumamente dificil: sobre todo teniendo en cuenta que no son los jugadores quienes deciden el movimiento de las piezas. En ese juego, tan serio, de la historia de Am¨¦rica, los jugadores a veces s¨®lo- sufren o mueren. 0 peor a¨²n: a veces matan.?Qu¨¦ es lo que llev¨® a Arguedas al suicidio? "En mayo de 1944 hizo crisis una dolencia ps¨ªquica contra¨ªda en la infancia...". Es decir, a los 33 a?os de edad, el autor de Los r¨ªos profundos advirti¨® que la muerte, en forma de dolencia ps¨ªquica, hab¨ªa entrado en su coraz¨®n. Tal vez ¨¦l supo, mucho antes que nosotros, que la muerte no entr¨® en su coraz¨®n de visita, sino para quedarse, para siempre. No, para siempre no: para acelerar su aniquilaci¨®n, para exterminarlo. Luego vendr¨ªa la historia de un opulento y disciplinado escritor, perpetuamente desgarrado en alg¨²n lugar de su sangre por el combate entre el indigenismo y la modernidad. Era heredero de la cultura incaica (amaba conmovedoramente el idioma qu¨¦chua), pero tambi¨¦n era heredero de la cultura occidental: fue un riguroso y entusiasta universitario, pol¨ªticamente sedefini¨® como marxista, y de su amor al idioma espa?ol nos quedan pruebas formidables: suslibros. Adem¨¢s de a la muerte y a su infancia dio cobijo en su coraz¨®n a la palpitaci¨®n de dos culturas. Esa palpitaci¨®n se le convirti¨® en una herida. Muchos americaninos (sobre todo en Per¨², en M¨¦xico, en Centroam¨¦rica) llevan sobre su alma un poco de pus de esa herida. No sabemos por qu¨¦ Arguedas se suicid¨®. Tal vez no sea desacertado suponer que, entre las vanas causas de esa determinaci¨®n rri¨ªsteriosa, una de ellas era esa herida antropol¨®gica. Se habl¨® de padecimientos fisicos y de sofocantes depresiones (en El zorro de arriba y el zorro de abajo, ¨¦l "sino habla de ellos); circul¨® el rumor, no s¨¦ si verdadero, de una pena amorosa, y todos conoc¨ªamos su desgarramiento cultural, *la fractura de un atavismo mea entreverada con la deRA¨²l saz¨®n de, un habitante del siglo XX... pero lo ¨²nico cierto esque se rnat¨® de un disparo.Un aflo y medio antes de matarse, exactamente el 10 de mayo de: 1968, en Santiago deChile inici¨® la escritura de que ¨¦l inismo llamar¨ªa "este fisiado y desigual relato": ten¨ªa la fr¨¢gil esperanza, la desesperanzada esl ' :)eranza, de que el es..ftierzo y la conquista de escribir se levaritaran como un muro que el suicidio no pudiera saltar. Dicho de otra manera: unextraordinario escritor condescendi¨® a servirse de las palabras solamente como terapia: loque quiz¨¢ equivale a decir que la derrota se sent¨® en su mesa frente a ¨¦l, testaruda. Finalmente, asesina. Y de ese modo escribi¨® un libro a la vez grande e incompleto. En ¨¦l habla de la injusticia; en ¨¦l habla del furor ps¨ªquico que lo arrastraba hacia el suicidio, y en ¨¦l habla en un espl¨¦ndido espa?ol, alborotado por multitud de voces qu¨¦chuas. No termin¨® el relato. El 20 de agosto de 1969 escribi¨® unas ¨²ltimas p¨¢ginas en cuyo t¨ªtulo (?¨²ltimo diario?) parec¨ªa que el cord¨®n umbilical que a¨²n lo un¨ªa con la vida no estaba del todo obstruido. Pero el 22 de octubre escribi¨® cinco l¨ªneas y media en donde, al hablar del balazo tan postergado y obstinado que lo llamaba por su nombre (?en espafflol, en qu¨¦chua?), nos dice: "Estoy seguro que es ya la ¨²nica chispa que puedo encender". El 5 de noviernibre corrigi¨® una carta a Gonzalo Losada, su editor; una carta de una acongojante bondad y de una cortes¨ªa escalofriante; una carta, tambi¨¦n, de despedida: "Hace muchos a?os que mi ¨¢nimo funciona como los caminos que van de la costa a la sierra peruana, subiendo por abismos y laderas geol¨®gicamente a¨²n inestables. ?Qui¨¦n puede saber qu¨¦ d¨ªa, o qu¨¦ noche ha de caer un huayco, o un derrumbe seco sobre esos caminos? ( ... ). P. D. Dedicar¨¦ no s¨¦ cu¨¢ntos dias o semanas a encontrar una forma de irme bien' de entre los vivos". No omite en esa carta suplicar a Losada I'iana edici¨®n popular de Todas las sangres y del relato sobre Chirribote, si alcanzara a tener demanda. Alg¨²n d¨ªa los libros y todo lo ¨²til no ser¨¢n motivo de comercio lucrativo en ninguna parte". En esas fechas escribe tambi¨¦n al rector de su Universidad pidiendo que sea en la Un? versidad en donde se vele su cadaver, explicando por qu¨¦ no puede acompa?ar por m¨¢s tiempo la aventura de profesores y estudiantes ("Me retiro ahora porque siento, he comprobado que ya no tengo energ¨ªa e iluminaci¨®n para seguir trabaj ando, es decir, para justi.ficar la vida"), y dejando a l¨¢ Universidad un elogio y una petici¨®n, ambos conmovedores: "Un pueblo no es mortal, y Per¨² es un pueblo cargado de poderosa rabia ardiente de vida, impaciente por realizarse; la Un?versidad debe orientarla con lucidez, sin rabia, como habr¨ªa dicho Inkarri, y los estudiantes no est¨¢n atacados de rabia en ninguina parte, sino de generosidadPasa a la p¨ªgina siguiente

Un recuerdo para Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas

Viene de la p¨¢gina anteriorimpaciente, y los maestros verdaderos obran con generosidad sabia y paciente. ?La rabia no!". D¨ªas despu¨¦s, con un dedo ¨ªndice acaso tacitumo, tal vez rabioso, apret¨® contra s¨ª el gatillo de una pistola.

El zorro de arriba y el zorro de abajo, el libro en donde se incluyen estos documentos suicidas, apareci¨® en Losada en el a?o 1971. Cuando tuve un ejemplar entre las manos hab¨ªa ocurrido algo que no me consinti¨® leerlo. Tan s¨®lo muchos a?os m¨¢s tarde me he animado a abrir de nuevo la primera p¨¢gina. Esa noche le¨ª entero ese libro "lisiado y desigual", bell¨ªsimo y terrible. Hace pocas semanas, en EL PA?S, Eduardo Galeano informaba a Juan Carlos Onetti, con prosa breve y junta parecida a una l¨¢grima, de que Arguedas, en este libro, so?aba con estrecharle a Onetti la mano con que escribe. Tras leer esa columna de Galeano, me dije: no esperes ya m¨¢s. Busqu¨¦ El zorro de affiba y el zorro de abajo, me ech¨¦ sobre la cama, en plena noche, y lo le¨ª. S¨®lo interrump¨ª la lectura para beber unos sorbos de agua. Cuando lo termin¨¦ no pensaba s¨®lo en Arguedas, en el suicidio, en Goldenberg; pensaba tambi¨¦n en la desventurada Hispanoam¨¦rica, en la b¨¢rbara mofa del poder, en la b¨¢rbara mofa de la rabia. Y en la pesadumbre de los pueblos americanos, suplantados por la avaricia, la injusticia, la rabia, la soberbia, el mesianismo. Comunidades rodeadas de salvadores por todas parIes, esforzadas y solitarias, como los n¨¢ufragos se esfuerzan en sobrevivir rodeados de soledad, de fr¨ªo y de noche. "?La rabia no!", hab¨ªa esciito Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas en el testamento en que consiste ese libro desolador, en un tiempo desolador, en un continente desolador. ?Es l¨ªcito dudar de las palabras de un suicida? ?Escribi¨® "?La rabia no!" con toda la certidumbre de su coraz¨®n? Quiero creerlo, pero no estoy seguro. Hace pocas semanas, en un documental televisivo sobre la situaci¨®n pol¨ªticosocial de Per¨², aparec¨ªa la esposa de Arguedas, Sybila, acusada por las autoridades policiales de ser enlace en Lima del movimiento guerrillero Sendero Luminoso. Ella no aceptaba la acusaci¨®n, y el caso est¨¢ en manosde los jueces, pero uno se pregunta si Sybila de Arguedas tendr¨¢ o no tendr¨¢ rabia: ?rabia americana, rabia mesi¨¢nica? No s¨¦ c¨®mo llamarle. Y en cuanto a Arguedas, hace poco m¨¢s de 18 a?os, en el mismo libro en el que escribe, con admirativos terminantes, "?La rabia no!", habla de la revoluci¨®n castrista con un tono m¨¢s intenso que el de la adn¨²raci¨®n: con el candor y la intensidad de la santificaci¨®n. Y cuando yo lo conoc¨ª, Arguedas no cuestionaba la consigna de crear muchos Vietnam en el continente americano.

Por aquellos a?os, los sesenta, muchas gentes de izquierda hispanoamericanas (y tambi¨¦n europeas: Debray escribi¨® una especie de catecismo para uso de revolucionarios) se aprestaban, en los caf¨¦s, en las aulas universitarias, en las sierras, en las ciudades, a reproducir la revoluci¨®n castrista desde R¨ªo Grande a la Patagonia. Muchos j¨®venes so?aban con el foquismo guerrillero o lo creaban. Hubo guerrillas en Colombia, en Venezuela, en El Salvador, en Uruguay, en Argentina. La fotografia del Che Guevara se transform¨® en un icono, Castro en un caudillo continental, Cuba en un ejemplo ¨²nico. A los dem¨®cratas nos llamaban cobardes. Las injusticias sociales del continente y las simplificaciones de los adoradores de la revoluci¨®n colaboraban en el proceso de desprestigio de los proyectos democr¨¢ticos. En 1971, los miembros del argentino Ej¨¦rcito Revolucionario del Pueblo, ante el eventual regreso del caudillo Per¨®n por medio de las urnas, sal¨ªan de noche a escribir con aerosol en las paredes: "?Ni Per¨®n ni elecci¨®n: Revoluci¨®n!": con los mismos admirativos terminantes que Arguedas hab¨ªa usado para escribir "?La rabia no!". Por entre los admirativos de la rabia, del sentimiento de injusticia, pero tambi¨¦n del militarismo guerrillero ydel mesianisnmo pol¨ªtico, y con la puntual y pavorosa cooperaci¨®n de las sucesivas represiones, fueron sum¨¢ndose miles y miles de cad¨¢veres. Podr¨ªamos decir: las oligarqu¨ªas nacionales de Hispanoam¨¦rica y el imperialismo norteamericano pueden estar satisfechos. Pero tambi¨¦n tendr¨ªamos que agregar: los te¨®ricos y los instigadores de la consigna de vietnamizaci¨®n lat¨ªnoamericana pueden estar satisfechos (muchos de ellos no tendr¨ªan la posibilidad -de elaborar ni la m¨¢s m¨ªnima autocr¨ªtica: fueron exterminados).

Conoc¨ª a Arguedas en La Habana, comenzando el a?o 1968. Me hallaba en el aeropuerto para tomar un avi¨®n de regreso a Madrid. Se nos notific¨® que el despegue se producir¨ªa con varias horas de retraso. Resignado, abr¨ª el estuche de mi guitarra y me puse a tocar en un rinc¨®n del aeropuerto. Al poco rato, un hombre se sent¨® a mi lado y se puso a escuchar. Yo no le conoc¨ªa, intent¨¦ dirigirme a ¨¦l, pero con gestos me pidi¨® que siguiera tocando. Un par de horas despu¨¦s coloqu¨¦ la guitarra en el estuche, lo cerr¨¦, encend¨ª un cigarr¨ªllo y me puse a charlar con Arguedas. Cuando supe qui¨¦n era, me alegr¨® estrecharle la mano, me alegr¨® hondamente. Arguedas ten¨ªa entonces 57 a?os, pero, por un lado, parec¨ªa algo mayor y, por otro, conservaba en la mirada una inocencia casi adolescente junto a una tristeza impermeable que yo atribu¨ª a su herencia incaica. Hablaba poco, en voz muy baja y con una cortes¨ªa denodada. Volamos juntos a Madrid, y hablamos sobre la m¨²sica flamenca. Casi todas sus preguntas quer¨ªan averiguar los or¨ªgenes de esas m¨²sicas. Le expliqu¨¦ lo que supe, lo que pude. Aterrizamos en Madrid y nos citamos para vemos en mi casa al d¨ªa siguiente. Pasamos en mi casa muchas horas charlando sobre amigos comunes, sobre Espa?a y Am¨¦rica; algunas de esas horas las disfrutamos, yo toc¨¢ndole la guitarra, ¨¦l escuchando con una animaci¨®n y un inter¨¦s, m¨¢s que de m¨²sico, de antrop¨®logo. S¨®lo a?os despu¨¦s, cuando Arguedas ya se hab¨ªa suicidado, alguien me dijo que el novelista peruano tocaba la guitarra: aquel d¨ªa, en mi casa, ni siquiera lo insinu¨®; no creo que fuese timidez, sino algo mucho m¨¢s hondo a¨²n: una cortes¨ªa insaciable, inmovilizadora y casi aterradora. Nos despedimos. ?l regres¨® a su pa¨ªs. Poco despu¨¦s encargu¨¦ al escritor argentino Curutchet un ensayo sobre Arguedas para publicarlo en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. Aquel ensayo, llamado Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas. peruano universal, se public¨® en el mes de diciembre en 1968, en el n¨²mero 228 de la revista. Envi¨¦ a Arguedas un ejemplar. Durante meses no acus¨® recibo. Pens¨¦: estar¨¢ escribiendo, y es un gran escritor, y no debe malgastar su tiempo comunic¨¢ndome una gratitud que ¨¦l sabe que no ignoro. Y un d¨ªa de noviembre me enter¨¦ por la Prensa de que Arguedas se hab¨ªa matado. Aquel m¨²ltiple y desgarrado americano, fascina~ do por Cuba, enamorado de la Universidad, hijo del idioma incaico y del idioma castellano, s¨ªlencioso y cort¨¦s, bondadoso y triste, lleno de pudor y tormento, se hab¨ªa matado de un balazo. Tras la muerte de un ser quer¨ªdo, siempre sentimos que algo hemos hecho mal o dejado de hacer. Sent¨ª un vago remordimiento: tendr¨ªa que haberle escrito, tendr¨ªa que haberle preguntado por su trabajo, tendr¨ªa que haberle deseado salud y buena suerte. Cerr¨¦ el peri¨®dico despacio, como quien tapa con la s¨¢bana la cabeza de un muerto.

Unos d¨ªas despu¨¦s, ya en diciembre, al abrir mi correspondencia, me encontr¨¦ con un papel cuadrangular de tama?o octavilla, ahuesado. Escritas las palabras a m¨¢quina, dec¨ªan: "Jos¨¦ Mar¨ªa Arguedas acusa recibo y agradece el env¨ªo de: Cuadernos Hispanoamericanos, n¨²mero 228. Apartado 43. LimaPer¨²". Manuscrita, la firma de Syb¨ªla, su mujer. Debajo de la firma, a m¨¢quina: "p. J. M. Arguedas. Octubre 1969". Y m¨¢s abajo, tres l¨ªneas manuscritas: "Manda cari?osos recuerdos, a trav¨¦s de m¨ª, desde Chile, donde anda de viaje. Syb?Ia". El lento ftincionamiento del correo dispuso que la gratitud de Arguedas me llegase despu¨¦s de la noticia de su muerte. Volv¨ª a sentir congoja. Pero la congoja m¨¢s fuerte me sobrevino un par de a?os despu¨¦s, cuando apareci¨® el libro que Arguedas hab¨ªa ¨¦scrito para intentar sobrevivir. Al hojearlo, comprob¨¦ que en elmomento en que encargaba a su mujer el env¨ªo de una nota de gratitud no s¨®lo estaba pensando en su muerte, sino que estaba decidi¨¦ndola. Y fue all¨ª, ante la puerta de su muerte, ante la puerta de su aniquilaci¨®n, donde, entre otros gestos de casi despiadada cortes¨ªa, pens¨® en una amistad muy breve, acaso record¨® las m¨²sicas de las guitarras y resolvi¨® agradecer unas p¨¢ginas de admiraci¨®n que alguien hab¨ªa escrito y yo le hab¨ªa enviado un a?o m¨¢s atr¨¢s. Me pregunt¨¦, en un escalofr¨ªo, qu¨¦ hab¨ªa en su coraz¨®n debajo de la cortes¨ªa. Me respond¨ª: la muerte. Me pregunt¨¦, en un escalofr¨ªo, qu¨¦ hab¨ªa en su coraz¨®n debajo de la muerte. Me respond¨ª: la cortes¨ªa. Hab¨ªa se?or¨ªo. Hab¨ªa fraternidad. A todo aquel seflor¨ªo inc¨¢sico y a toda aquella fraternidad humana los explic¨® un libro escrito en excelente castellano y los despedaz¨® la rabia de un balazo. ?Qui¨¦n carg¨® la pistola? Arguedas, claro. Y su dolencia ps¨ªquica. Y tal vez su desgarramiento: dos culturas habitaban en ¨¦l, dos tiempos, dos idiomas. Habitaban tambi¨¦n en ¨¦l la rabia por las injusticias de Am¨¦rica, junto a una bondad expresada entre admirativos. "?La rabia no!". Habitaban en ¨¦l la fascinaci¨®n guerrillera y el af¨¢n del sosiego y el saber universitarios. Habitaban en ¨¦l la indignaci¨®n y la bondad, y es l¨ªcito conjeturar que no siempre matrimoniados. Se habl¨® tambi¨¦n, no s¨¦ si con raz¨®n, de una pena amorosa. Es imposible averiguar cu¨¢ntas emociones se juntan en un pistoletazo. Lo que sabemos es que, como me dijo Goldenberg, "cuando alquien quiere matarse, cuando lo quiere de verdad, nadie puede evitarlo". Pero por qu¨¦ lo quiere de verdad, eso no podemos saberlo, y toda suposici¨®n es pobre. Cerr¨¦ el libro de Arguedas hace a?os, sin leerlo, a causa de la tristeza y del pudor. S¨®lo ahora, casi en el decimoctavo aniversario de su muerte, lo he le¨ªdo de un solo trago nocturno. En ese trago he le¨ªdo mucha noche. La del alma de Arguedas, la de los desafueros del poder en Am¨¦ri~ ca, la del n-fisterio que habita en las conciencias de los hombres que mueren y que matan. Y sobre todo, la noche ilegible y solenme que cubre la conciencia de los seres que se suicidan.

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