La piqueta
Espa?a parece hoy una gran empresa de derribos, en la que los ciudadanos, puestos por una vez de acuerdo entre s¨ª, destruyen, piqueta en mano, cuanto en pie quedaba. Lo que sucede es que, con el polvo de las demoliciones, ni siquiera nos danos cuenta de lo que estamos haciendo y de nuestra propia eficacia destructiva.Echemos cuentas, no obstante, y veamos los resultados, empezando por las instituciones estatales. La primera v¨ªctima ha sido quiz¨¢ la sanidad: hay m¨¦dicos y hospitales para todo el mundo, pero la verdad es que no hay sanidad privada. Las pensiones: un derecho generalizado que s¨®lo garantiza la miseria. La justicia: un servicio p¨²blico paralizado. La penitenciar¨ªa: infierno en la Tierra. El Ej¨¦rcito, marginado y desmantelado. La Guardia Civil, vejada y mal utilizada. La polic¨ªa, dividida y desestimulada. De la Universidad s¨®lo queda el nombre y el oprobio; de la formaci¨®n profesional, hasta el nombre es una burla, y la ense?anza rnedia tiene sus d¨ªas contados. La funci¨®n p¨²blica, desordenada y sin control. Los transportes y las comunicaciones, colapsados...
?Qu¨¦ queda?, me pregunto. Y prefiero no contestar en voz alta para no llamar la atenci¨®n de esa piqueta voraz que busca incansablemente nuevos objetivos. Porque hoy importa pasar inadvertido y que el Estado no se percate de que hay algo que todav¨ªa funciona, puesto que en su af¨¢n autodestructivo quierearrasarlo todo; las cajas de ahorro, los colegios profesionales, las comunidades de regantes, el notariado y algunas pocas instituciones m¨¢s tienen los d¨ªas contados y no escapan a un poder aut¨®fago, que tritura y se alimenta de sus propios miembros en un af¨¢n parox¨ªstico de sobrevivir hasta ma?ana.
El paisaje institucional del Estado no puede ser m¨¢s sombr¨ªo, y el ciudadano consciente, aislado en este campo de ruinas, tiene la oportunidad y el deber, de cavilar sobre las causas de esta situaci¨®n y otras cuestiones conexas a¨²n m¨¢s graves.
Por ejemplo: si esta demolici¨®n sistem¨¢tica de las instituciones estatales es fruto de una pol¨ªtica deliberada o resultado de una incapacidad f¨¢ctica de Gobierno y Administraci¨®n. Porque si fuera lo primero, cabr¨ªa la esperanza de entrar alg¨²n d¨ªa en la fase de reconstrucci¨®n; pero si fuera lo segundo, ni ese consuelo tendr¨ªamos.
Por ejemplo: conjeturar las razones de esta ceguera oficial; abri¨¦ndose tambi¨¦n aqu¨ª un dilema: o el Estado sabe lo que est¨¢ pasando y pretende ocultarlo a los espa?oles con los pa?os enga?osos de la deuda (que alguna vez habr¨¢ que pagar), de la propaganda (todav¨ªa eficaz, pero no por largo tiempo) y del bullicio y el consumo, que nos atontan literalmente, o ni siquiera se da cuenta de que se est¨¢ quedando sin instituciones que le permitan ser operativo.
Por ejemplo: cuestionarse -y esto es a¨²n m¨¢s importante- si se trata realmente de una destrucci¨®n o, por el contrario, de una toma de conciencia de que ninguna de esas instituciones funcionaba ya, y de que, por tanto, estamos en un simple proceso de autenticidad, de sinceraci¨®n, de abrir los ojos -gracias a la Prensa, gracias a la pol¨ªtica, gracias a la vigilancia ciudadana- a una realidad miserable, en la que cre¨ªamos por inercia.
Sea como fuere, estamos realizando el sue?o milenario de la acracia: porque el desmantelamiento de las instituciones del Estado supone la destrucci¨®n del Estado. Ni capitalismo, ni socialismo: anarqu¨ªa pura. Anarqu¨ªa en la calle, en el Parlamento, en el Gobierno, en la Administraci¨®n y en la vida privada. Pero un sue?o con consecuencias nunca imaginadas: porque no es el reinado del hombre y de la justicia, sino el despotismo de la masa y de la injusticia, el para¨ªso de las bandas, armadas (unas con navajas y otras con documentos oficiales) y el nuevo apocalipsis en que galopan a su gusto los jinetes de la marginaci¨®n social, el terrorismo de las mil caras, la insolidaridad y la ignorancia fomentada.
Conste, sin embargo, que aqu¨ª no se trata ni de culpar a unos hombres ni a unos partidos determinados. En esta org¨ªa nacional de la destrucci¨®n, el ciudadano participa con entusiasmo, mejorando, si cabe, la energ¨ªa autodestructiva del Estado. El objetivo no consiste solamente en demoler las instituciones, sino arrasar todo. Estarnos acabando fisicamente con nuestros montes: la piqueta es aqu¨ª el fuego. Hemos destrozado el campo -la tierra y el agua- con el instrumento de las basuras y desperdicios industriales e individuales. Hemos destruido el aire no tanto con la poluci¨®n de part¨ªculas como con la poluci¨®n de ondas, es decir, con el ruido. Estamos haciendo inhabitable Espa?a.
Y no nos basta con destruir la naturaleza. Somos nosotros -y no el Estado- quienes hemos convertido nuestra historia en una caricatura. Estamos arrasando nuestro patrimonio cultural: el vivo, no s¨®lo el de las piedras y documentos. Estamos sustituyendo una civilizaci¨®n por otra.
Y sobre todo hemos quitado a los j¨®venes el sentido de la vida. Al convencerles de que no hay ni Dios, ni Espa?a, ni sociedad, ni cultura, ni trabajo, ni futuro, ni ninguna actividad solidaria, les hemos dejado solos, sin ilusiones ni cualidades. No son individuos, son fragmentos de una masa que ¨²nicamente se coexiona con la argamasa de los espect¨¢culos multitudinarios, la desesperaci¨®n compartida, el aburrimiento, la delincuencia, la droga, en una palabra, el vac¨ªo total.
No es, pues, el Estado lo que est¨¢ en peligro; es la sociedad misma, y muy particularmente ese fragmento social de los j¨®venes, que muy pronto ser¨¢n el bloque de la sociedad espa?ola y que no quieren saber nada del Estado, ni de la pol¨ªtica, ni de los dem¨¢s ciudadanos; que se sienten marginados, pero que no quieren integrarse; que no les gusta Espa?a, pero que carecen de impulso para intentar arreglarla.
A los de mi generaci¨®n les ha tocado vivir un tiempo de silencio y de asomarse ahora a un tiempo de ruido, que ser¨¢ el de nuestros hijos. El silencio propicia la reflexi¨®n y la solidaridad. El silencio permite pensar en el futuro. El ruido a¨ªsla, atonta e, impidiendo las expectativas de futuro, empuja al aprovechamiento exasperado del presente. Quien nada espera, nada tiene que guardar ni mantener. Esta es una sociedad de sansones desesperados, que nunca fueron fuertes ni hicieron nada por su pueblo, pero que se complacen en derribar sobre ellos las columnas del edificio que les alberga.
La destrucci¨®n es -repito- obra de todos. Pero el Estado tiene una responsabilidad m¨¢s grave. Al Estado no le es l¨ªcito devorar sus propias instituciones, quedarse sin resortes ni instrumentos. Pero, sobre todo, el Estado no puede cruzarse de brazos y cerrar los ojos ante una sociedad que se le escapa. Los pol¨ªticos y los hombres de Estado tienen el deber de ofrecer al pueblo un proyecto de vida en com¨²n que ilusione a los ciudadanos, o que, por lo menos, les interese.
Muy desencaminados andan quienes creen que los ciudadanos pueden sentirse atra¨ªdos de nuevo por la pol¨ªtica o por el Estado cuando se les ofrecen proyectos de futuro tan apetitosos como la reforma de la ley reguladora de la jurisdicci¨®n contencioso-administrativa, la conmemoraci¨®n del quinto centenario del descubrimiento de Am¨¦rica o el establecimiento de un Estado federal. Nada importa esto al marginado social, ni al pluriempleado por fuerza, ni al que tiene un solo empleo porque no puede tener otro, ni al empresario arruinado, ni al defraudador de Hacienda, ni a quien vive a costa de la Administraci¨®n sin ser funcionario ni pensionista, y si prescindimos de todos estos, quedan ya muy pocos ciudadanos.
Con lo cual surge la ¨²ltima pregunta inquietante: ?no ser¨¢ que el Estado procura deliberadamente quedarse solo? ?No ser¨¢ que los pol¨ªticos pretenden aislarse, para que nadie les moleste en el ejercicio de su profesi¨®n, y despu¨¦s de haber prescindido de los funcionarios quieren tambi¨¦n apartar a los ciudadanos?
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