HitIer como 'artista'
Una confrontaci¨®n con el 'arte degenerado' y rechazado por el nazismo
La ciudad de M¨²nich ha sido testigo en estas ¨²ltimas semanas de una exposici¨®n excepcional. Bajo el t¨ªtulo de Entartete kunst (Arte degenerado), la Galer¨ªa de Arte Moderno ha reunido para la ocasi¨®n obras de Kokoschka, Klee, Braque, Chagall, Ernst, Kandinsky, Picasso, Kirchner y otros, dentro de una antolog¨ªa que cobija a la m¨¢s destacada pintura de nuestro siglo. El objetivo: rememorar la exposici¨®n que, con el mismo lema y en la misma ciudad, se celebr¨®, bajo los auspicios de Hitler y Goebbels, hace algo m¨¢s de 50 a?os.
El espectador recorre un itinerario ins¨®lito. A lo largo de 18 salas va siendo introducido en un denso panorama de esquizofrenia est¨¦tica, present¨¢ndose a su mirada, junto a los autores y cuadros juzgados degenerados por el nazismo, los documentos inquisitoriales de los jueces y, lo que es todav¨ªa m¨¢s inquietante, ciertas muestras de aquel tipo de arte que, ajeno a la degeneraci¨®n, hab¨ªa merecido el calificativo de sano. Gracias a ello, en todo momento est¨¢ presente la sombra espectral de otra propuesta, de otro recuerdo: aquella Gran exposici¨®n del arte alem¨¢n concebida como majestuosa alternativa a los artistas condenados. Las circunstancias han cambiado radicalmente, pero, en cierto modo, se repite la confrontaci¨®n planeada hace medio siglo en id¨¦ntico escenario.En los a?os treinta, M¨²nich es, para el nacionalsocialismo, la ciudad del arte, de la misma manera que, dentro de una peculiar divisi¨®n de funciones urbanas, Berl¨ªn es la capital pol¨ªtica, o Hamburgo, la mar¨ªtima. El lugar, por tanto, m¨¢s cualificado para albergar el ajuste de cuentas, minuciosamente preparado durante tiempo, con el arte moderno. Ya en 1933, con ocasi¨®n de la solemne colocaci¨®n de la primera piedra de la Casa del Arte Alem¨¢n, destinada a sustituir al Glaspalast, incendiado dos a?os antes, Hitler lanza una severa advertencia, acompa?ada de plazos terminantes. Los artistas disponen de un per¨ªodo de cuatro a?os -el intervalo previsto para la construcci¨®n de la Casa del Arte-, durante los cuales deben abdicar de su est¨¦tica corrupta, aceptando, como consecuencia, el aut¨¦ntico camino del arte na cional. La caza de brujas, paralela a la incorporaci¨®n de libros y escritores en los ¨ªndices prohibidos, se desata de inmediato. Por un lado, reclamando -no sin dificultades, dada la mediocridad de los artistas que lo acatan- un arte v?lkisch (popular) y alem¨¢n; por otro, extendiendo la condena a la mayor¨ªa de las tendencias vanguardistas y, de una manera particular, a los directores de museos y cr¨ªticos que las tutelan. Las denuncias contra el arte judeo-bolchevique se incrementan incesantemente, amparadas en las teor¨ªas raciales.
El 'nuevo arte'
Cuando Hitler, el d¨ªa 18 de julio de 1937, inaugura, al un¨ªsono, la Casa del Arte Alem¨¢n y su primera gran exposici¨®n apenas cabe la sorpresa. Las obras que se presentan como exponentes de la nueva cultura germ¨¢nica no son sino una combinaci¨®n de costumbrismo popular y grandilocuencia acad¨¦mica. Hier¨¢ticas esculturas de corte cl¨¢sico se entremezclan con devotas escenas que demuestran la laboriosidad de los campesinos y la abnegaci¨®n de las familias. La r¨ªgida exaltaci¨®n del h¨¦roe ario, traducida en im¨¢genes de soldados en el campo de batalla, de obreros en la cantera o de atletas en el estadio, tiene su natural contrapartida en la voluntariosa pulcritud de las madres alemanas y en la ingenua alegr¨ªa rural de los j¨®venes.En el nuevo arte se impone, por encima de todo, la conciencia tranquilizadora de un orden, e incluso el montaje, seg¨²n atestiguan las reproducciones fotogr¨¢ficas de la ¨¦poca, refleja ese orden. Un orden glacial. La sorpresa, en realidad, se reserva para el d¨ªa siguiente, cuando, con la apertura de la muestra sobre el arte degenerado -la m¨¢s visitada de todos los tiempos, con un balance de dos millones de personas-, van a sentenciarse las obras de los culpables del desorden. A Adolf Ziegler, un trivial pintor de bodegones y desnudos, corresponde el primer parlamento de presentaci¨®n. Es el presidente de la C¨¢mara de las Artes, pero lo que verdaderamente le da relevancia en la cr¨®nica negra de la historia del arte es que ha ejercido las funciones de gran inquisidor.
No hay duda de que la relaci¨®n fascinada y siniestra de Hitler con el arte es un fen¨®meno digno de atenci¨®n, hasta el punto que puede afirmarse que la vertiente est¨¦tica del nazismo es uno de los principales cohesionadores del III Reich. Apenas importan, por supuesto, los halagos cortesanos que despiertan su vanidad, rode¨¢ndole de un aura art¨ªstica con leyendas tan grotescas como aquella, muy extendida, que difunde la idea de que hubiera podido ser un Miguel ?ngel de no haber tenido que sacrificarse a la tarea pol¨ªtica. Pero tampoco basta el recuerdo burl¨®n de su penuria y mediocridad como dibujante callejero en Viena o como frustrado estudiante de arquitectura.
Al contrario, Hitler, al menos hasta que empieza la guerra, otorga extraordinaria importancia al arte, porque comprende que un determinado modo de entenderlo y reconducirlo es consustancial a sus prop¨®sitos. Su concepci¨®n del arte le permite ultimar el c¨ªrculo que encierra su imagen totalitaria del Estado: el Estado, m¨¢s all¨¢ de los individuos, es el artista y, a la vez, en un supremo solipsismo, la obra de arte.
Por eso, como en muchas ocasiones anteriores, no es Ziegler, sino ¨¦l quien, ante la pintura degenerada, se encarga de teorizar el problema del arte, recordando, de paso, su protagonismo espec¨ªfico en el advenimiento de la nueva cultura. ?Qu¨¦ arte defiende Hitler? Un arte eterno y atemporal que no se fundamente en las vicisitudes del tiempo, sino en la honda ra¨ªz de las naciones; un arte austero que refleje la sensibilidad del pueblo, apartando a ¨¦ste de los enfermizos desarreglos del individualismo; un arte alem¨¢n capaz de acallar los cantos de sirena del cosmopolitismo. El arte moderno, como ¨¦l mismo lo denomina, es, en sus palabras, la negaci¨®n radical de esta concepci¨®n. Hitler pronuncia una aut¨¦ntica lecci¨®n sobre las vanguardias. Desprecian el estilo, distorsionan la realidad, sumergen al hombre en un mar de dudas. El arte moderno es un c¨¢ncer que se recrea en la enfermedad del cuerpo social, impidiendo su restablecimiento y curaci¨®n. Proclama la decadencia, la fugacidad, la fealdad y, por encima de todo, est¨¢ desprovisto de ideales. Se burla de ellos. Por tanto, porque no conviene al nuevo Estado que se construye ni al nuevo hombre que se avecina, debe ser extirpado. No hay ignorancia en el discurso de Hitler; hay l¨®gica.
Arquitectura
La ¨²nica duda es saber si el nuevo arte alem¨¢n est¨¢ cumpliendo ya su funci¨®n. El artista Hitler habla poco de pintura y escultura. Probablemente piensa que son poco decisivas para la gran escenograf¨ªa, para la obra de arte total que debe ser el Estado. Por eso, sus ¨²ltimas palabras son para la arquitectura, su arte m¨¢s querido.Cincuenta a?os despu¨¦s, cuando las ruinas de esta escenograf¨ªa humean muy lejanas, sigue siendo aleccionador volver a las exhortaciones de Hitler como artista. Hay un eco de ellas en esta exposici¨®n realizada en M¨²nich. Y, quiz¨¢ por ello, el peso de la paradoja es m¨¢s evidente para el espectador. Aquel arte que hab¨ªa sido condenado por efimero y degenerado se ha convertido en fuerte y atemporal, mientras, por el contrario, aquel otro que hab¨ªa sido considerado eterno es ahora un pat¨¦tico f¨®sil del pasado. Lo que era el fruto de una sensibilidad enferma permanece con una salud envidiable, mientras lo que era el producto del vigor racial es tan s¨®lo un cad¨¢ver.
Acaso habr¨ªa que otorgarle un m¨¦rito p¨®stumo al oscuro inquisidor Adolf Ziegler: el de haber sido, involuntariamente, uno de los mejores ant¨®logos de la pintura moderna.
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