Piloto suicida
Aquella ma?ana, mientras desayunaba en la cocina de su casa, a las siete y media en punto, igual que de costumbre, Antonio Segura no pod¨ªa imaginar lo que el destino le ten¨ªa reservado en ese d¨ªa.Era un s¨¢bado radiante del mes de junio. Los p¨¢jaros cantaban detr¨¢s de la ventana, en el jard¨ªn, y las noticias de la radio apenas alcanzaban el nivel razonable de violencia de cualquier otro d¨ªa: un polic¨ªa muerto en atentado en el Pa¨ªs Vasco, un accidente" ferroviario en Yugoslavia, con resultado de 10 v¨ªctimas, y los acostumbrados muertos de la guerra del Golfo y de las inundaciones de la India. Poca cosa, en verdad, como para pensar que aqu¨¦l no habr¨ªa de ser un d¨ªa m¨¢s, ni mejor ni peor, en el discurso sosegado y apacible de su vida.
Por lo dem¨¢s, la ma?ana en el banco transcurri¨® con la monoton¨ªa y falta de emociones consabida. Segura entr¨® en el banco a las ocho y tres minutos, ni uno m¨¢s ni uno menos, igual que de costumbre. Era un privilegio que solamente a ¨¦l le permit¨ªan. Lo hab¨ªa ganado a pulso en 25 a?os de honrado y ejemplar cumplimiento en el servicio, y a ra¨ªz, sobre todo, de la refriega que tuvo una ma?ana, reciente a¨²n su ingreso en la oficina, con un apoderado que cometi¨® el error y la osad¨ªa de llamarle la atenci¨®n en p¨²blico:
-Segura. ?Sabe usted qu¨¦ hora es?
-Las ocho y tres minutos, se?or Mele.
-Pues que sea la ¨²ltima vez. ?Entendido?
Segura no se amilan¨®. Pese a que aquellos no eran tiempos para levantarle la voz a nadie, y menos a un apoderado, Segura no se amilan¨®. Antes, por el contrario, le sostuvo la mirada al se?or Mele unos segundos y, luego, se?alando hacia las mesas donde sus compa?eros, ya en sus sitios, contemplaban la escena con morbosa e insolidaria expectaci¨®n, le dijo:
-Entendido, se?or Mele. Entendido. Pero le comunico que, si llego tres minutos tarde a la oficina es porque un servidor, con perd¨®n, desayuna y hace sus necesidades en su casa antes de venir. No en el banco y en horas de trabajo, como hace todo el mundo.
La explicaci¨®n de Segura fue tan clara -y la justificaci¨®n de su tardanza tan plausible- que, por expresa decisi¨®n de la direcci¨®n del banco, y de manera excepcional en la historia de la empresa, se le permiti¨® seguir llegando con los tres consabidos minutos de retraso a la oficina. Durante 25 a?os de servicio, la excepci¨®n jam¨¢s fue levantada -pese a que en ese tiempo la direcci¨®n del banco cambi¨® de manos y de empresa varias veces- y, durante 25 a?os, Segura respondi¨® a esa deferencia aumentando el rendimiento en las horas de trabajo y retrasando por su cuenta y de manera individual y gratuita la hora de salida cuando era necesario. Pero jam¨¢s volvi¨® a las ocho en punto a la oficina. Si era preciso, se quedaba en la calle haciendo tiempo hasta que el reloj del banco marcaba exactamente las ocho y tres minutos. Era, dec¨ªa, una cuesti¨®n de orgullo.
La ma?ana de autos, Segura la pas¨® sin moverse un solo instante de su sitio. Era s¨¢bado y 31, y, ante su ventanilla, hab¨ªa grandes colas para cobrar las n¨®minas del mes antes de que el banco cerrase sus puertas hasta el lunes. En esas ocasiones, Segu¨ªa se crec¨ªa. Los compa?eros del banco le llamaban Al Capone por su facilidad para contar los billetes por el tacto, sin mirarlos, mientras hablaba a grandes voces, a trav¨¦s del cristal blindado de la caja, con el cliente de turno.
DESCONCIERTO
Hacia las diez y media, le llamaron por tel¨¦fono. Era Elsa, su mujer, dici¨¦ndole que no se demorase a la salida, pues sus suegros acababan de llamar anunciando que ir¨ªan a comer al mediod¨ªa. Mientras dec¨ªa que s¨ª, que bueno, que tranquila, Segura pens¨¦, resignado, que tampoco ese s¨¢bado podr¨ªa ver a gusto la pel¨ªcula.
A las dos en punto, como todos, los s¨¢bados, una hora antes que el resto de los d¨ªas, el apoderado se?or Mele hizo sonar su timbre. Al instante, el banco entero se puso en movimiento, rugieron al un¨ªsono las mesas y las sillas, y, como si alguien acabase de anunciar un bombardeo, la oficina qued¨® totalmente desierta en s¨®lo unos segundos.
-Hasta el lunes, Segura. Y a ver, si vienes a las ocho igual que todo el mundo.
Segura dobl¨® la esquina de la calle y se dirigi¨® a buscar su coche, calculando mentalmente las horas que faltaban hasta el lunes: 42 m¨¢s tres minutos. Ciertamente, pens¨¦, ten¨ªa motivos m¨¢s que suficientes para sentirse un hombre afortunado, pese a la contrariedad que la visita de sus suegros supon¨ªa. Ignoraba todav¨ªa que, en ese mismo instante, alguien acababa de accionar el mecanismo de relojer¨ªa de la bomba que muy pronto habr¨ªa de estallar en medio de su vida.
Segura tard¨® en ver su coche. Lo hab¨ªa dejado en una calle lateral del banco, en el sitio de costumbre, pero un cami¨®n aparcado frente a ¨¦l, en doble fila, le imped¨ªa su visi¨®n y la salida. Segura esper¨® al lado de su coche a que el due?o del cami¨®n volviese a retirarlo. Probablemente estar¨ªa en alg¨²n almac¨¦n cercano o en cualquiera de las obras que horadaban la ciudad en tomo al banco. La verdad es que en aquella zona no era f¨¢cil aparcar, y menos un cami¨®n de aquella envergadura.
Cinco minutos m¨¢s tarde, Segura, impaciente, decidi¨® tocar el claxon. Lo ¨²nico que consigui¨® fue alarmarse a s¨ª mismo y a los clientes de la cafeter¨ªa de la esquina, que se asomaron un instante a la ventana y luego continuaron tomando tranquilamente sus aperitivos. En aquella ciudad, pens¨® Segura, la gente era cada vez m¨¢s irresponsable y menos solidaria con sus vecinos.
Hacia las dos y cuarto, Segura sinti¨® que comenzaba a calent¨¢rsele la sangre. El due?o del cami¨®n segu¨ªa sin aparecer por ning¨²n sitio y, en su casa, Elsa tendr¨ªa ya la mesa preparada, esperando a que ¨¦l apareciera para empezar a servir la comida. Le hab¨ªa prometido que no se entretendr¨ªa a la salida.
Eran casi ya las dos y veinte y Segura segu¨ªa esperando al lado de su coche sin que sus intermitentes e hist¨¦ricos pitidos hubiesen conseguido ning¨²n fruto. O, mejor: el ¨²nico que consiguieron fue que un hombre con brazos de camionero y vestido con un mono azul marino se asomase dando voces a la puerta de la cafeter¨ªa de la esquina:
-?C¨¢llese ya, hombre!
Segura prepar¨® mentalmente su discurso creyendo que era el due?o del cami¨®n que, por fin, le hab¨ªa o¨ªdo. Pero el del mono azul marino desapareci¨® de nuevo en las profundidades de fa cafeter¨ªa -despu¨¦s de recomendarle, eso s¨ª, que se metiese el pito por el culo- y Segura se qued¨® parado en medio de la calle, sin saber si emprenderla a patadas con las ruedas del cami¨®n o si llamar directamente a la polic¨ªa. Pero, por supuesto, a lo que ya no se atrevi¨® fue a seguir tocando el pito.
Hacia las dos y media, Segura, desesperado, pens¨® en llamar sin esperar ya m¨¢s al servicio de la gr¨²a. Pero el ¨²nico tel¨¦fono cercano era precisamente el de la cafeter¨ªa de la esquina, y la posibilidad de cruzarse con el hombre que acababa de insultarle sin atreverse -como sab¨ªa de antemano que no se atrever¨ªa- a darle dos guantazos no le seduc¨ªa lo m¨¢s m¨ªnimo. Record¨® que hab¨ªa tambi¨¦n una cabina en la otra calle, junto a la plaza de Santo Domingo. Pero, para llamar, antes ten¨ªa que saber el n¨²mero de la gr¨²a y, para saberlo, tendr¨ªa que mirarlo en la gu¨ªa de la cafeter¨ªa. Por primera vez en su vida, Segura vio la negra sombra de Ca¨ªn atravesar su coraz¨®n portando un hacha.
A las tres menos veinte, Segura estaba ya definitivamente convencido de que el due?o del cami¨®n, si es que exist¨ªa, no volver¨ªa hasta que hubiese acabado de comer y qui¨¦n sabe si tambi¨¦n de jugar con los amigos la partida o, en el peor de los casos, hasta el lunes. Pero, a pesar de ello, Segura segu¨ªa all¨ª parado sin saber muy bien qu¨¦ hacer. La idea de empujar aquella mole era impensable, ni aun cuando pidiese ayuda para ello a alg¨²n viandante, y la posibilidad de regresar a casa andando o en taxi tampoco le serv¨ªa, ya que, adem¨¢s de que tendr¨ªa que darle a Elsa mil explicaciones sobre d¨®nde y por qu¨¦ hab¨ªa dejado el coche, hab¨ªa prometido llevar al campo por la tarde a toda la familia.
Fue justo en ese instante cuando de la cafeter¨ªa algunos ya sal¨ªan para dirigirse a sus casas a comer mientras ¨¦l segu¨ªa esperando a que un milagro le permitiese hacer lo mismo, cuando Segura, sin saber muy bien por qu¨¦, se subi¨® al estribo del cami¨®n y mir¨® en el interior de la cabina.
Lo que all¨ª vio le dej¨® paralizado. No s¨®lo la palanca de las marchas estaba en punto muerto -constataci¨®n que, al fin y al cabo, y teniendo en cuenta el peso del cami¨®n, tampoco le solucionaba nada-, sino que el due?o, quiz¨¢ sin darse cuenta, hab¨ªa dejado puestas las llaves de contacto. Y, si las llaves de contacto estaban puestas -consider¨® Segura con r¨¢pidos reflejos policiacos-, eso quer¨ªa decir que la puerta que ten¨ªa ante sus ojos tambi¨¦n estaba abierta.
GRAVES INSULTOS
En efecto. Bast¨® una m¨ªnima presi¨®n disimulada para que la manilla cediese entre sus dedos y la puerta se abriese suavemente franque¨¢ndole el acceso a la cabina y a las llaves del contacto. Desde su posici¨®n en el estribo, Segura mir¨® a su alrededor. Dos coches esperaban, frente a la cafeter¨ªa de la esquina, la luz verde del sem¨¢foro, otros dos se acercaban lentamente desde el fondo de la calle y, junto a ¨¦l, casi roz¨¢ndole con el retrovisor, un taxista intentaba abrirse paso entre el cami¨®n y el coche que se hallaba aparcado al otro lado. El taxi era tan ancho -o el espacio que quedaba tan exiguo- que Segura pudo o¨ªr con toda claridad, y a s¨®lo unos cent¨ªmetros, c¨®mo, al pasar, el taxista le llamaba hijo de puta.
Sin esperar ni un solo instante m¨¢s, Segura se introdujo decidido en la cabina. ?l nunca hab¨ªa conducido un mastodonte como aquel -en realidad, jam¨¢s se hab¨ªa subido a la cabina de un carni¨®n-, pero, pens¨®, tampoco ser¨ªa tan dif¨ªcil. Al fin y al cabo, hac¨ªa nueve a?os que ten¨ªa carn¨¦ de conducir y el funcionamiento de un coche y de un cami¨®n no deb¨ªan de ser sustancialmente distintos. Lo mover¨ªa simplemente hasta la esquina, sin meter la segunda, sin mover el volante siquiera, hasta dejar detr¨¢s el espacio suficiente para poder sacar su coche del lugar en que se hallaba aprisionado. Luego, marcha atr¨¢s, dejar¨ªa el cami¨®n nuevamente donde estaba con el fin de no impedir al resto de los coches aparcados en la acera la salida. Pese a que ten¨ªa motivos m¨¢s que suficientes para mostrarse tambi¨¦n ¨¦l insolidario -y pese a lo que opinaran el del mono azul marino y el taxista- ¨¦l no era ning¨²n hijo de puta.
Cuando apret¨® el contacto eran exactamente las 14 horas y 46 minutos del 31 de junio de 1985: un d¨ªa y una hora que Antonio Segura, empleado de banca, casado, sin un solo borr¨®n en su expediente laboral ni en su conducta c¨ªvica, jam¨¢s olvidar¨ªa. El cami¨®n rugi¨® como una fiera que despertase bruscamente de un letargo profund¨ªsimo y un fragor de palancas y de hierros encogi¨® el coraz¨®n de Segura durante alg¨²n segundo. Pese a todo, se repuso. La impotencia y la rabia hab¨ªan transformado al empleado de banca sosegado y met¨®dico en un hombre de acci¨®n dispuesto a todo y, por si fuera poco, la imagen de su mujer y de sus suegros esper¨¢ndole sentados a la mesa desde hac¨ªa ya un buen rato le causaba m¨¢s temor que el estruendo que el cami¨®n produc¨ªa en la cabina.
El estruendo se convirti¨® en un aut¨¦ntico tornado cuando Segura apret¨® el acerlerador y comenz¨® a levantar su pie izquierdo lentamente del embrague. En el motor, un hurac¨¢n bati¨® conductos y engranajes con furia inusitada y la cabina comenz¨® a vibrar como si, en lugar de ponerse en marcha, el cami¨®n fuese directamente a despegar. Pero lo ¨²nico que el cami¨®n hizo fue salir disparado haci el centro de la calle. Entre las prisas y los nervios, Segura no se hab¨ªa dado cuenta de que el volante estaba vuelto por completo hacia la izquierda.
Casi instintivamente, pis¨® el freno. El cami¨®n se par¨® en seco y Segura estuvo a punto de romper el parabrisas con la frente. Justo en ese instante, oy¨® un fuerte pitido y, por el retrovisor, mientras volv¨ªa a acomodarse en el asiento, vio el rostro enfurecido del automovilista que tambi¨¦n hab¨ªa estado a punto de romperse la cabeza contra el suyo para evitar hacerlo directamente contra la trasera de la caja del cami¨®n. Segura ni siquiera se disculp¨®. Estaba tan nervioso -y tan atareado en girar el volante al lado opuesto- que Segura ni siquiera se detuvo a disculparse. Pis¨® de nuevo a fondo el acelerador y levant¨® el embrague con tanta brusquedad que el cami¨®n volvi¨® a salir lanzado hacia el centro de la calle, dio un tir¨®n incontrolado hacia adelante, se contrajo, volvi¨® a dar otro tir¨®n, ahora ya m¨¢s d¨¦bil, y se detuvo finalmente resoplando, sin que a Segura, esta vez, le hubiera dado tiempo siquiera de frenarlo.
Se hab¨ªa calado. Lo hab¨ªa puesto en marcha con tanta brusquedad que el cami¨®n se hab¨ªa calado y ahora estaba atravesado en medio de la calle, en posici¨®n contraria a la de antes. Mientras buscaba la llave del contacto, Segura trat¨® de serenarse. Con el brazo, hizo un gesto de disculpa al conductor de atr¨¢s, pero lo ¨²nico que obtuvo a cambio fue un concierto de pitidos y de insultos que atronaron sus o¨ªdos y la calle. Aterrado, Segura comprob¨® por el retrovisor que ya eran cuatro los coches que esperaban. ?D¨®nde estaba la llave? ?D¨®nde co?os se hab¨ªa metido la llave del contacto? A ambos lados del volante, Segura la busc¨® con las dos manos, rnientras, detr¨¢s, los pitidos y los gritos arreciaban y, en la
Piloto suicida
cafeter¨ªa, algunos se asomaban ya a la puerta para ver lo que pasaba. Por fin hall¨® la llave. La gir¨® hacia la izquierda y un ¨¢spero chasquido le hizo pensar por un instante que hab¨ªa roto la llave y, con la llave, las estructuras mismas de los huesos de su mano. ?C¨®mo pod¨ªa ser tan burro! Era al lado contrario. Estaba gir¨¢ndola a la izquierda y las llaves siempre van a la derecha, igual que las agujas del reloj, record¨® Segura de repente comprobando que en el suyo faltaban ya s¨®lo 10 minutos para las tres de la tarde. Lo hizo. Gir¨® hacia la derecha y lo ¨²nico que obtuvo fue un ruido sostenido, desmayado, incapaz de bombear el combustible suficiente hasta las ahogadas calderas del motor. Atr¨¢s, los pitidos y las voces arreciaron. Eran ya cinco los coches que esperaban y otros dos los que se aproximaban por el fondo de la calle. Mientras insist¨ªa in¨²tilmente, una y otra vez, con la llave en el contacto, Segura sinti¨® que tambi¨¦n ¨¦l se estaba ahogando.De repente, el motor arranc¨®. Despu¨¦s de 15 o 16 intentos y cuando ya desesperaba de lograrlo, de repente una chispa invisible sacudi¨® los nervios de Segura y del cami¨®n, desde el contacto hasta el motor y desde ¨¦ste hasta el cerebro de Segura, y el cami¨®n volvi¨® a ponerse en marcha. Con el pie en el embrague, Segura nuevamente trat¨® de serenarse. No pod¨ªa volver a fallar. No pod¨ªa dejar que el cami¨®n otra vez se le calase. En la cafeter¨ªa de la esquina, los clientes aguardaban divertidos su nueva maniobra con los aperitivos en la mano y, detr¨¢s, los pitidos y las voces se hab¨ªan acallado esperando que, en efecto, esta vez no fallara.
Inclinado hacia el frente, como si fuera un alumno de autoescuela o un conductor en pr¨¢cticas, Segura pis¨® el acelerador, comprob¨® que la marcha estaba puesta y el volante enderezado, levant¨® el pie derecho del embrague suavemente, lentamente, casi amorosamente, y comprob¨® aliviado que el cami¨®n se deslizaba con dulzura hacia adelante, sin ahogos ni tirones, justo por el centro de la calle. Anduvo de ese modo varios metros, sin modificar la presi¨®n equivalente de sus pies en el acelerador y en el embrague, y se detuvo finalmente a la derecha, ante el sem¨¢foro, en la esquina misma de la cafeter¨ªa y de la calle.
Victorioso, Segura baj¨® la ventanilla y se asom¨® a mirar para ver c¨®mo pasaban los de atr¨¢s por el espacio que a su izquierda hab¨ªa dejado. Pero lo ¨²nico que vio y oy¨® fue el rostro enfurecido del conductor del coche m¨¢s cercano -el que antes hab¨ªa estado a punto de empotrarse contra la parte trasera de la caja- y los pitidos y los gritos de todos los dem¨¢s, mezclados con las risas de los clientes de la cafeter¨ªa. Consternado, Segura comprob¨¦ que, en efecto, era imposible que ning¨²n coche pasara por el exiguo espacio que a la izquierda del cami¨®n hab¨ªa dejado. Trat¨® de arrimarlo un poco m¨¢s a la derecha, pero, en seguida, uno de los clientes de la cafeter¨ªa se abalanz¨® hacia ¨¦l gritando ante el temor de que el cami¨®n aplastase su veh¨ªculo, que al parecer era el que estaba all¨ª aparcado.
Atr¨¢s, los pitidos y las voces arreciaron. El sem¨¢foro se hab¨ªa puesto en verde y todos, conductores, peatones, incluso los clientes de la cafeter¨ªa, le gritaban a Segura que pasara. Pero ¨¦l segu¨ªa all¨ª parado, inm¨®vil en su asiento, con las rodillas y el coraz¨®n tembl¨¢ndole y los pies petrificados en el acelerador y en el embrague. Por el retrovisor, entre las carrocer¨ªas y el humo de los tubos de escape de los 10 o 12 coches que se hab¨ªan agolpado ya a su espalda, Segura vio su viejo Renault 5, aprisionado ahora por los coches que esperaban impacientes a que el cami¨®n les dejara v¨ªa libre antes de que el sem¨¢foro se pusiese nuevamente en rojo. Por un instante, Segura estuvo a punto de ponerse tambi¨¦n ¨¦l a gritar y a aporrear el claxon.
Se contuvo, sin embargo. Cerr¨® los ojos y apret¨® el acelerador y levant¨® otra vez su pie izquierdo del embrague. Casi sin darse cuenta, como si fuera otro, y no ¨¦l, el que estuviera manejando aquella m¨¢quina diab¨®lica e imparable, atraves¨® el sem¨¢foro -justo en el momento en el que ¨¦ste cambiaba el color verde de su disco por el ¨¢mbar- y comenz¨® a girar penosamente en el sentido que la flecha del sem¨¢foro indicaba. Cuando volvi¨® a mirar, Segura se qued¨® paralizado. No es que no lo supiera ni lo hubiera ya sufrido en incontables ocasiones antes. En realidad, aquel que estaba haciendo era el mismo recorrido que segu¨ªa cada d¨ªa camino de su casa al salir de trabajar del banco, pero nunca hasta ese instante, subido en la cabina del cami¨®n y con la calle Ordo?o reducida a su m¨ªnima expresi¨®n al otro lado del volante, Segura hab¨ªa imaginado la enorme cantidad de coches y autobuses que pod¨ªan circular por la calle principal de la ciudad a las tres menos cinco de la tarde.
Todos a un tiempo -incluidos algunos de los coches que, sin dejar de pitarle, consiguieron cruzar detr¨¢s de ¨¦l el paso. del sem¨¢foro- se abalanzaron al un¨ªsono hacia el hueco por el que Segura trataba de meter el morro del cami¨®n para coger el carril derecho de la calle. La algarab¨ªa de insultos y de cl¨¢xones se multiplic¨® por cuatro. El rugido feroz de los motores retumb¨® en toda la calle mientras Segura, casi al tacto, consegu¨ªa a duras penas enderezar el cuerpo y el volante y meter el cami¨®n por el carril de la derecha sin llevarse cuatro o cinco coches por delante. Pero ¨¦l ya no o¨ªa nada. O no o¨ªa, o le daba ya igual que le pitaran. Con la vista nublada y el coraz¨®n al borde del infarto, dej¨® andar el cami¨®n varios metros hacia adelante, borde¨® lentamente la parada de autobuses y un taxi que se hab¨ªa detenido a recoger a una mujer cargada de maletas y de cajas y se detuvo finalmente ante el sem¨¢foro central decidido a bajarse y dejar el cami¨®n all¨ª parado. Si pitaban, que pitaran. Que vinieran el due?o o los municipales a llev¨¢rselo.
IN?TILES EXPLICACIONES
Eso cre¨ªa Segura. Eso cre¨ªa Segura, en el sem¨¢foro de Ordo?o, a las tres en punto de la tarde. Pero, antes de que pudiera abrir la puerta y apearse, antes incluso de que encontrara la llave del contacto para desconectarlo, un agudo silbido se abri¨® paso entre el rugido de los coches y los cl¨¢xones y se clav¨¦ en su coraz¨®n atraves¨¢ndolo de parte a parte. Aterrado, Segura divis¨® frente a ¨¦l la mirada furiosa del guardia que hac¨ªa gestos hist¨¦ricos en medio de la calle. Segura se asom¨® para explicarle. Pero el guardia, enloquecido, volvi¨® a hacer uso del silbato, mientras con los dos brazos le indicaba que siguiera hacia adelante. Segura volvi¨® a intentarlo. Pero lo ¨²nico que consigui¨® fue que, en la calle, redoblase el volumen de los gritos y los cl¨¢xones y que el guardia echase mano a su pistola decidido, a juzgar por su mirada, a dispararle a bocajarro.
Segura no tuvo otro remedio que seguir hacia adelante. Sin mirarle, pas¨¦ al lado del guardia -que se qued¨® anotando en su libreta la matr¨ªcula sin dejar de tocar como un hist¨¦rico el silbato- y, encabezando una riada interminable de veh¨ªculos, Reg¨® a Santo Domingo, conduciendo como un aut¨¦ntico son¨¢mbulo, sin saber d¨®nde iba ni d¨®nde podr¨ªa pararse.
All¨ª tampoco pudo. En la plaza de Santo Domingo, los coches conflu¨ªan en tropel desde todas las calles y Segura bastante suerte tuvo con poder abrirse paso en el marasmo dejando atr¨¢s tan s¨®lo un par de golpes leves y cuatro o cinco rozaduras laterales. Siempre en primera, con las manos y el coraz¨®n tembl¨¢ndole al propio ritmo vibratorio del volante, emboc¨® la calle Ancha sin ni siquiera darse cuenta de que, al saltarse en rojo el ¨²ltimo sem¨¢foro, hab¨ªa estado a punto de aplastar bajo sus ruedas a un anciano. El anciano qued¨® desmayado y tendido en medio de la calle y Segura sigui¨® hacia la catedral, siempre en primera, esperando el momento propicio para bajarse del cami¨®n y salir huyendo hacia su casa.
Pero ya era demasiado tarde. Junto al hotel Par¨ªs, Segura oy¨® de pronto una sirena que silbaba a lo lejos acerc¨¢ndose y, justo en ese instante, al mirar por el retrovisor para ver si era la polic¨ªa o una ambulancia, vio al hombre que corr¨ªa como un loco por la acera sin dejar de gritar a los dem¨¢s:
-?Al ladr¨®n! ?Al ladr¨®n! ?Det¨¦nganlo, que se lleva mi cami¨®n!
Por un momento, Segura pens¨¦ que se iba a desmayar. Por un momento, Segura sinti¨® que el coraz¨®n se le quedaba congelado y que ¨¦l mismo se iba a quedar muerto de un infarto encima del volante. Pero en seguida se dio cuenta de que ni siquiera eso pod¨ªa permitirse en ese instante. Ni pod¨ªa morirse, ni pod¨ªa desmayarse, ni pod¨ªa, por supuesto, detenerse a explicarle al del cami¨®n que no era lo que ¨¦l se imaginaba. As¨ª que pis¨® hasta el fondo el acelerador, meti¨® a tientas la segunda con la mano -sin esperar siquiera a que su pie izquierdo hubiera hecho lo propio con el pedal de embrague- y se lanz¨® como un poseso hacia adelante, envuelto en un rugido tan tremendo que sus perseguidores se pararon creyendo que el cami¨®n hab¨ªa reventado.
P?NICO CIUDADANO
Al llegar a la plaza de la catedral, Segura ya se hab¨ªa llevado cuatro coches por delante. Uno sali¨® despedido a la derecha contra un escaparate, otro qued¨® empotrado, entre la esquina de un quiosco y la columna de un sem¨¢foro y los restantes acabaron circulando por la acera entre el p¨¢nico de sus conductores y los gritos de los peatones, demasiado ocupados en esconderse en los portales como para poder pensar en ayudarles. Pero, de todo eso, Segura ni siquiera se enter¨®. De todo eso -y del crujido de la bicicleta que qued¨® en medio de la calle a merced de las ruedas del cami¨®n mientras su due?o corr¨ªa a refugiarse en una esquina- Segura s¨®lo percibi¨® alg¨²n d¨¦bil sonido -d¨¦bil y muy lejano- entre el silbido azul de la sirena que trataba de acercarse por la calle y el rugido feroz de la cabina del cami¨®n que, m¨¢s que conducir, ¨¦l pilotaba.
En el Ca?o Badillo, ya eran tres las sirenas que trataban de alcanzarle. Segura las o¨ªa, pero no pod¨ªa precisar de qu¨¦ parte llegaban. El segu¨ªa lanzado hacia adelante, arrastrando veh¨ªculos y sembrando el p¨¢nico a su paso, sin otra idea en su cabeza que la de poder llegar hasta su calle para saltar del cami¨®n y esconderse como un ni?o en el cuarto de ba?o de su casa. Les dir¨ªa a Elsa y a los suegros que se hab¨ªa sentido indispuesto al salir del trabajo y que por eso se hab¨ªa retrasado.
Pero no le dio tiempo. Ni siquiera le dejaron llegar hasta la puerta de su casa. Frente al bar Ideal, en Daoiz y Velarde, donde Segura se paraba cada d¨ªa para tomar el aperitivo de regreso del trabajo, las sirenas le alcanzaron. Una surgi¨® de pronto por la izquierda, por la calle San Juan -pese a su situaci¨®n, Segura record¨® que el coche policial hab¨ªa venido por direcci¨®n contraria-, otro se le cruz¨® por la-derecha -a riesgo de que Segura se lo hubiera tambi¨¦n llevado por delante- y el ¨²ltimo le cerr¨® la retirada por detr¨¢s, consiguiendo frenar a duras penas en el ¨²ltimo momento cuando Segura hizo lo mismo de repente, y sin haber tenido tiempo de avisarle, al ver que un coche le cortaba el paso por delante.
Segura se entreg¨® a la polic¨ªa sin ofrecer resistencia y tratando de cubrirse la cara con las manos. Cuando le metieron en el coche policial, entre el esc¨¢ndalo de los peatones y la estupefacci¨®n de los clientes y del due?o del bar Ideal, que conoc¨ªan a Segura desde siempre y, por eso, no pod¨ªan dar cr¨¦dito a sus ojos, eran las tres y diez minutos de la tarde.
Justo en ese instante, cerca de all¨ª, a apenas tres manzanas de donde ¨¦l era esposado, su mujer y sus suegros empezaban a comer, cansados de esperarle.
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