M¨²sica por sufragio
El pasado y un tanto esot¨¦rico D¨ªa Internacional de la M¨²sica (supongo que habr¨¢ tambi¨¦n un D¨ªa Internacional de la Estatua y, ?por qu¨¦ no?, un D¨ªa Internacional de la Noche) ha sido celebrado por cierta emisora (no acertar¨¦ a decir cu¨¢l, no soy capaz de distinguir entre la cadena ser y la cadena nada) con la emisi¨®n, ordenada de mayor a menor seg¨²n el n¨²mero de votos recibidos, de una serie de piezas elegidas por sufragio del p¨²blico. Ignoro cu¨¢l es el sistema organizado por la emisora para obtener los votos, pero, ante la lista ganadora, pienso que bien pod¨ªa haber prescindido de ese tr¨¢mite para encomendar el resultado a cualquiera de sus muchos expertos y conocedores de las reacciones y gustos del vecindario, m¨¢s o menos como hac¨ªa el se?or Fraga, cuando era ministro de Informaci¨®n del antiguo r¨¦gimen, con los referendos del pasado.El resultado :no fue distinto al que cab¨ªa esperar: la Novena, la Quinta, la Pastoral, el Concierto del emperador, la Sinfon¨ªa del Nuevo Mundo, la Pat¨¦tica, etc¨¦tera. Esto es, como dec¨ªan los aficionados de a?os atr¨¢s, merluza frita. Piezas tan conocidas que ni siquiera es necesario identificarlas con el nombre del compositor. Y no ser¨¦ yo quien tenga algo que objetar a la emisi¨®n, una vez m¨¢s, de esas piezas, algunas de las cuales son de mi predilecci¨®n, ni al hecho de que por un d¨ªa. la radio se sirva emitir lo que el p¨²blico desea escuchar y deje para el siguiente el pesti?azo habitual de la programaci¨®n. No ser¨¦ yo tampoco quien proteste por una emisi¨®n redundante que aprovecha ese d¨ªa para ofrecer lo que mayor n¨²mero de veces ha ofrecido, pues qu¨¦ duda cabe de que la repetici¨®n -como la novedad en otros campos.- es en buena medida la causante del gusto musical. Ni tampoco protestar¨¦ del despilfarro de un d¨ªa sinf¨®nico que, con cualquier otro criterio, bien pod¨ªa haber sido aprovechado para estimular la curiosidad del p¨²blico y tratar de mover su gusto hacia otras parcelas donde est¨¢ menos afincado.
Pero a cambio de tanta neutral benevolencia no puedo por menos de se?alar el voto de censura que la propia emisora se ha buscado y ganado, por la v¨ªa del sufragio y por parte de su devoto p¨²blico. Pues la radio es -qui¨¦n lo duda- el medio m¨¢s poderoso e influyente para fomentar la cultura musical de un pueblo, m¨¢s que el concierto semanal -tan s¨®lo padecido por unas pocas almas fuertes, capaces de matar a su abuela por una butaca, en contadas y selectas ocasiones- y m¨¢s tambi¨¦n que una discreta discoteca de soporte de vinilo, tan s¨®lo al alcance de una reducida fracci¨®n de la poblaci¨®n tributaria. Pues bien, en los ¨²ltimos 67 a?os -la edad de oro de la radio-, a lo que se ve, ese medio no ha sido capaz de mover un mil¨ªmetro el gusto musical de los espa?oles ni de ampliar con un solo t¨ªtulo la n¨®mina de las piezas preferidas del p¨²blico que en 1921 -resulta muy f¨¢cil comprobarlo- ya se inclinaba por la Quinta, la Pastoral, la Pat¨¦tica, etc¨¦tera. Y si ese medio que antes de 1921 apenas ejerc¨ªa influencia mantiene el gusto en 1988 tal como estaba en 1921, ?para qu¨¦ demonios ha servido, musical y socialmente hablando? ?Qu¨¦ clase de ense?anza de lo ya sabido ha suministrado?
Si he elegido como fecha de referencia el a?o 1921 no ha sido exclusivamente por capricho. Fue el a?o en que Ortega, en la serie de El Espectador, public¨® un art¨ªculo titulado Musicalia, todo un alegato est¨¦tico contra el arte que gusta a las masas. Contraponiendo La siesta de un fauno, que, al parecer, en aquella d¨¦cada feliz el p¨²blico ten¨ªa la buena costumbre de patear, al alegro de la Sinfon¨ªa pastoral, que el p¨²blico aplaud¨ªa a rabiar, y mezcl¨¢ndola con otras simplezas, Ortega establece la diferencia que media entre una p¨¢gina escrita por un esp¨ªritu art¨ªstico y selecto y otra hecha para un gusto burgu¨¦s y vulgar; y partiendo de ah¨ª rompe una lanza por el arte que no se propone despertar sentimientos primarios, que no hunde al hombre en la delectaci¨®n de su propio e ins¨ªpido yo, sino que lo saca de s¨ª para que aprenda a degustar la abstracta belleza del piano o del viol¨ªn. Aun cuando toda la teor¨ªa de Ortega se tambalea y no se cumple ninguno de sus vaticinios (por ejemplo: "Claude Monet gustar¨¢ siempre a menos mortales que Meissonier o Bouguerau"), no se puede dejar de reconocer el coraje con que -sin una idea musical clara y con las literarias escoradas casi todas hacia la vertiente de la grandilocuencia- atac¨® al arte complaciente y al benthamiano principio de "la mayor felicidad para el mayor n¨²mero". El mayor n¨²mero resulta f¨¢cil de averiguar en nuestra ¨¦poca de sufragios, en cuestas, sondeos y escrutinios; no tanto ya la mayor felicidad, a menos que se acepte como tal la acomodaci¨®n al medio, a la moda y a la tendencia social dominante. Pero nadie, pese a los resultados estad¨ªsticos, ser¨¢ capaz de negar que una felicidad no compartida puede ser no ya mayor, sino muy distinta a la que es patrimonio del mayor n¨²mero.
El descarado sistema del sufragio, aireado por la emisora, se ha convertido en un disimulado y universal procedimiento para valorar el arte. El m¨¦todo -prestado por la pol¨ªtica para seleccionar los candidatos que deben tomar el gobierno y los que deben permanecer en la sombra se ha extendido a otros terrenos y mediante ¨¦l se decide el arte que debe triunfar y el que debe quedar arrinconado. El p¨²blico adquiere el disco o el libro que encabeza la lista semanal de ventas, y el galerista so brevalorar¨¢ la pintura de quien logra vender toda su exposici¨®n. Se pone en marcha la bola de nieve, y el viejo sue?o del arte de las masas se har¨¢ realidad por la v¨ªa del sufragio siempre que el candidato abandone toda pretensi¨®n art¨ªstica que le distraiga de la obtenci¨®n del mayor n¨²mero de votos. Sin embargo, no se puede decir que el arte ha llegado a las masas; llamadas a consulta, las masas han hecho saber su fuerza y se han apoderado de ¨¦l, imponi¨¦ndole sus c¨¢nones.
A diferencia del pol¨ªtico, que una vez conseguido el triunfo electoral tiene que ponerse a prueba, tratar de cumplir lo prometido y atenerse a los resultados de su gesti¨®n, el artista por sufragio -a poco astuto que sea- podr¨¢ seguir cosechando cuantos triunfos quiera si cada vez se exige menos a s¨ª mismo; un voto que pierda del p¨²blico exigente le ser¨¢ compensado con tres del complaciente que s¨®lo desea facilidades, que no le compliquen la vida, las cosas de siempre, la Pat¨¦tica; un poco de argumento, a ser posible ligero, porque al p¨²blico lo que le gusta es el argumento: los conflictos de todos los d¨ªas, la gente del bardo, el hombre, la mujer y los problemas de nuestra ¨¦poca, todas esas bajezas. Lo malo no es que el p¨²blico vote eso; lo malo es que el artista se preste a suministrar tal repertorio, a dar a su obra el tratamiento que le pide el electorado y a conseguir, como ahora se dice, que funcione. Funcionar quiere decir, sin m¨¢s, aparecer en las listas de ventas. Y de esa suerte la mayor parte de la pintura de hoy es ilustraci¨®n de cuento semanal; y la novela, el relato del s¨¢bado; y la arquitectura, pabell¨®n de feria, mucho arco y poca traza. Pero todo ello hecho con talento y oficio, con esa deplorable t¨¦cnica de marketing que tan bien conocen, en sus actividades profesionales, los priricipales consumidores de tanta bisuter¨ªa.
El gusto mayoritario del p¨²blico est¨¢ dado de antemano y es radicalmente conservador. Nada ni nadie le apartar¨¢ de la Pat¨¦tica, de la novela del s¨¢bado y de la pintura como flustraci¨®n. Si el artista por sufragio se ha pasado con armas y bagaje a engrosar las filas del p¨²blico y a darle gusto a su gusto, nadie se extra?ar¨¢ del producto que domina en galer¨ªas, librer¨ªas, salas de cine y emisiones musicales: un arte que ni siquiera despierta la sensaci¨®n del d¨¦j¨¤ vu: porque ya antes de ser contemplado fue d¨¦j¨¤ recus¨¦.
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