Navegando rumbo a Estambul
A la una de la tarde el barco ha zarpado de la bah¨ªa de Dikili rumbo a Estambul, adonde arribar¨¢ ma?ana al amanecer. Despu¨¦s de visitar P¨¦rgamo he dejado sus ruinas a merced de las cabras y ahora navego el Ponto tomando t¨¦ helado y sand¨ªa bajo un toldo en cubierta mientras contemplo la batalla de las olas. No comprendo c¨®mo hubo en este lugar tantos fil¨®sofos por metro cuadrado si aqu¨ª todo est¨¢ hecho para no pensar en nada. El cielo de Anatolia reproduce el fulgor de la harina que convierte cualquier cerebro en miga de pan. Por babor s¨®lo fluyen islas deshabitadas, pe?ascos minerales. El sol sesgado penetra en el abismo de las aguas y lo talla como a una piedra preciosa. Hace aflorar a la superficie luces de esmeralda o de zafiro seg¨²n sea el fondo de arena o de algas. Suena una m¨²sica de sirtaki que en este espacio es la sustancia de las cosas amadas y con la proa puesta hacia Troya devoro esta sand¨ªa en medio de la mar.Alrededor de la piscina a esta hora muchos pasajeros toman el sol y cada tumbona parece un altar con una v¨ªctima propiciatoria que alg¨²n dios se zampar¨¢. Creo que es la ¨²ltima ceremonia religiosa aut¨¦ntica que queda en el occidente industrial: desnudarse, ungirse el cuerpo con aceite, tenderlo sobre una toalla, esperar a que se querne y no desear nada m¨¢s. Supone un privilegio asistir a este sacrificio en mitad del Egeo, donde se engendraron las sensaciones que a¨²n nos conmueven. Sin duda, esos adolescentes que gritan, se empujan y chapotean, en la piscina ignoran que este solario es un templo antiqu¨ªsimo. En el primer d¨ªa de crucero la gente ha sacado al aire sus mantecas para inmolarlas a Apolo. Aqu¨ª est¨¢n. Miradlas. Una sacerdotisa de Oklahoma apenas puede palpitar bajo el kilo de crema; apostar¨ªa algo a que esa vestal mexicana ya est¨¢ muerta aunque mantiene todav¨ªa en la mano una pi?a colada. El pasaje se halla derrumbado boca arriba en las tumbonas, todos desnudos y lechosos como patatas nuevas. Su silencio es terror¨ªfico pero no hay uno que no confie en ser devorado por la belleza.
Al caer la tarde a uno y otro costado del barco, a pocas millas de distancia, aparecen unas colinas en la oscuridad del contra luz. Es el estrecho de los Dardanelos que abre el mar de M¨¢rmara. En una de esas lomas estuvo asentada Troya. Puesto que en esta traves¨ªa me ver¨¦ obligado a asistir a todos los crep¨²sculos me felicito porque el segundo de ellos haya desplegado su gloria en este punto tan estrat¨¦gico. El sol ahora est¨¢ cayendo por la Tracia y sobre las aguas de cobre miro las lomas que conocieron la c¨®lera de Aquiles. La Illiada es el primer cantar de ciego. Cuando uno pasa por este canal comprende que los hombres se hayan matado sin l¨ªmite desde el inicio de la historia por controlarlo. En estos montes seguramente habr¨¢ varios estratos de cad¨¢veres y los que reposan en la capa ¨ªnfima ser¨¢n aquellos h¨¦roes que cant¨® Homero. La guerra de Troya fue una degollaci¨®n llevada a cabo por h¨¦roes desnudos que trataban de apoderarse de este paso mar¨ªtimo para asegurar el tr¨¢fico de garbanzos y metales. Un asunto tan vulgar lo transform¨® aquel poeta ciego que cantaba en las esquinas de Asia Menor rapsodias inmortales donde no hab¨ªa haza?as sin cuchillo ni honor sin sangre ni dioses que no estuvieran siempre airados. Sus versos elevaron las pasiones de los hombres hasta la m¨¢s rec¨®ndita perfecci¨®n.
Durante la navegaci¨®n de los Dardanelos anochece y cuando el barco llega al mar de M¨¢rmara comienza la cena gala a bordo. Los pasajeros acuden al puente principal y all¨ª el fot¨®grafo de guardia dispara contra grupos familiares vestidos de seda, parejas de reci¨¦n casados, princesas en traje largo que son hijas de abarrotero, peque?os galanes con acn¨¦ y pajarita, caballeros de esmoquin que llevan detenidas del brazo a unas se?oras cubiertas de lentejuelas. Da la sensaci¨®n de que todos quieren ser ingleses aunque se les nota demasiado la felicidad. Desde el camarote oigo la m¨²sica de la fiesta que sigue en la sala de baile. All¨ª estar¨¢ la pareja de tejanos sacando los colores a Ginger Rogers y a Fred Astaire, y sin duda habr¨¢ regalos, rifas, concursos y atracciones, el n¨²mero de ventr¨ªlocuo, la danza de los siete velos, el chistoso con chistera y sonar¨¢n las carcajadas de la clase media mientras las cuademas de la nave crujen en la oscuridad.
Al despertar he comprobado que estaba en Estambul. El barco ha atracado en el muelle Karakoy. Aparto los visillos del camarote y ah¨ª enfrente se levanta el edificio de la aduana. Salgo a cubierta desde donde puedo ver muy cerca el puente Galatas cabalgando sobre el Cuerno de Oro. La escala en Estambul va a durar s¨®lo nueve horas y en ellas me propongo hacer el papel del perfecto turista: visitar¨¦ Santa Sofia, me dar¨¦ un atrac¨®n de mezquitas, pasear¨¦ por el Gran Bazar, sortear¨¦ nubes de ni?os que venden postales, tomar¨¦ una brocheta de carne picada y finalmente comprobar¨¦ una vez m¨¢s que todos los turcos llevan bigote. Estoy seguro de que no me saldr¨¦ del carril.
En realidad he vuelto a recorrer el mismo camino de otras ocasiones. Primero he contemplado desde el B¨®sforo la silueta de la ciudad antigua erizada de minaretes sin poder evitar la emoci¨®n y en seguida me he echado a la calle arrastrado por las reatas de turistas. En el interior de Santa Sofia volaban dos palomas extraviadas d¨¢ndose cates contra los iconos de la galer¨ªa, en el palacio de Topkapi estaban intactas esas esmeraldas que con el tiempo alcanzar¨¢n la dignidad de las botellas de cocacola, en la mezquita de Solim¨¢n el Magn¨ªfico he rezado por mi salvaci¨®n, en la Mezquita Azul hab¨ªa un grupo de fieles mahometanos comiendo alb¨®ndigas sobre alfombras del siglo XIV, en el Gran Bazar he o¨ªdo el siseo ladino. En el Gran Bazar reinan los sefard¨ªes sobre todas las joyas. Por las galer¨ªas suenan con acento toledano palabras castellanas que a¨²n son del Siglo de Oro y en los t¨²neles iluminados por reflejos de diamante se ven muchos rostros aguile?os, miradas muy melanc¨®licas, pescuezos muy macizos, belfos inflamados. Uno puede darse a la fiebre oriental, aunque Estambul no huele a esti¨¦rcol del Medioevo que acompa?a desde siempre a la religi¨®n mahometana. El hedor de Estambul proviene del detritus casi industrial, de la putrefacci¨®n del pl¨¢stico, de la herrumbre de toda una generaci¨®n de electrodom¨¦sticos. Los caparazones de las mezquitas parecen gigantescas tortugas entre el destartalamiento general pero el aire sucio de la ciudad ser¨¢ el crisol de oro en el crep¨²sculo.
Confieso que la primera vez que vine a Estambul no logr¨¦ superar la inquietud que me produc¨ªan algunos rostros. Sin duda ciertos bigotazos que vuelan aqu¨ª sobre facciones de cuchillo pueden amedrentar a los esp¨ªritus pusil¨¢nimes, pero si uno conoce mejor a este pueblo, al tercer d¨ªa descubre que los turcos tienen un alma muy delicada que no ahorra cualquier matiz de la ternura bajo un aspecto feroz o demasiado varonil, por decir algo. En Estambul uno debe dejarse de remilgos, inmiscuirse con la gente, participar en el ruido, extasiarse en el humo de cordero asado dentro del cual florecen los ombligos de todas las hur¨ªes. Hay que pegarse un ba?o turco y no perderse una puesta de sol que es uno de los espect¨¢culos m¨¢s acreditados de la tierra.
Despu¨¦s de comprar la inevitable sortija en el Gran Bazar me he dejado caer por el mercado egipcio que va de bajada hasta el Cuerno de Oro. Es el zoco de siempre con la telas y la qu¨ªncaller¨ªa sabida y all¨ª da la impresi¨®n de que lo importante no es vender sino gritar. Los comerciantes se excitan mutuamente con los alaridos y en medio del pasillo discurren los pelotones de turistas armados con c¨¢maras fotogr¨¢ficas, las cuales ametrallan todo lo que se mueve. As¨ª he llegado a la embocadura del Cuerno de Oro hasta encontrar las escalinatas de la Mezquita Nueva.
Encrucijada tur¨ªstica
La visi¨®n es sorprendente. La multitud fluye sin parar sobre el puente Galatas, que une la parte antigua con la ciudad nueva, aunque no con la asi¨¢tica. Colgados de los hierros debajo de su arco hay muchos restaurantes en forma de taquillones y junto a los muelles, en las barcas, los pescadores venden caballas dispuestas por ellos en abanico sobre esteras. Esta encrucijada de Estambul es muy tur¨ªstica, pero es real. El caldo de la vida pasa por ella muy espeso y para el que tenga gusto de clasificar las pasiones que el ser humano lleva en la cara este punto constituye el mejor observatorio. El Estambul que amo es ese maravilloso y putrefacto: el olor de alfombra cruda en las tiendas profundas, la acidez del sudor de las personas, el laberinto hebraico del Gran Bazar, el frescor de las mezquitas, la cochambre de sus basureros, de donde puede brotar el m¨¢s airoso minarete. No amo las esmeraldas ni los alfanjes de pedrer¨ªa ni las vestiduras labradas que adornaron al sult¨¢n, sino las l¨¢mparas votivas cuyo sebo ardiente ilumin¨® la penumbra de Santa Sofia durante 1.500 a?os.
Es el final de la tarde. Las sirenas de los transbordadores suenan en el B¨®sforo. El barco est¨¢ zarpando a esta hora del crep¨²sculo rumbo a ?feso. Desde la borda contemplo todo el sol depositado en el Cuerno de Oro. Detr¨¢s de las mezquitas el cielo es una especie de zumo y los minaretes est¨¢n envueltos en una mara?a de golondrinas. El barco se aleja por el mar de M¨¢rmara y a lo lejos Estambul ofrece la silueta de erizo tantas veces repetida que se ha transformado ya en una categor¨ªa de la mente.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.
Sobre la firma
![Manuel Vicent](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/https%3A%2F%2Fs3.amazonaws.com%2Farc-authors%2Fprisa%2F27a99c12-b26e-43e9-b1e5-7e8491d81e69.png?auth=7c48523ab8d4dc1597a572ebf80a1136d1221b4ce17dbe1d10cde90e6d6d4ab6&width=100&height=100&smart=true)