El torrente de los galardones
?Pueden ustedes, imaginar que dentro de algunos a?os, quiz¨¢ no muchos, en la nota necrol¨®gica dedicada a un ilustre finado -artista o empresario, cocinero o deportista, hombre p¨²blico o bailar¨ªn, etc¨¦tera- se subraye el hecho de no haber recibido premio alguno en el correr de su triunfante carrera?Pues por muy parad¨®jico que parezca, es muy probable que tan absurda suposici¨®n, si razonamos desde los tableros de evaluaci¨®n vigentes, se produzca sin sorpresa para nadie. M¨¢s a¨²n, como s¨ªntoma de adscripci¨®n a una naciente aristocracia. Asistimos a una curiosa proletarizaci¨®n -?acaso ser¨ªa mejor calificarla de socializaci¨®n!-, de los galardones de cualquier ¨ªndole.
Aqu¨ª en Celtiberia, verbigracia, en cuanto una autonom¨ªa se pone en marcha, entre las primeras decisiones que suelen adoptar sus autoridades, con objeto de cubrir el frente cultural y de contribuir al perfeccionamiento de sus se?as identificadoras, aparece la de instituir una generosa procesi¨®n de premios, no necesariamente destinado a coronar los laureles a los figurones y lumbreras ind¨ªgenas.
La cosa, palabra de amplio curso por los tiempos de mi juventud -lo que demuestra que lo del empobrecimiento del idioma no es extrav¨ªo patentado por los pol¨ªticos y locutores actuales-, no es pr¨¢ctica de exclusividad auton¨®mica. Se crean premios en municipios y diputaciones, por banqueros y empresarios, tertulias de amigos y editoriales, diarios y revistas, restaurantes y bodegas..., adem¨¢s de los grandes de ¨¢mbito nacional -o estatal-, cada uno de ellos el m¨¢s prestigioso que se otorga, si se da cr¨¦dito a la literatura promocional.
Siempre hubo laureles y mecenazgos. Recordemos, casi en brisa, a los campeones de las olimpiadas hel¨¦nicas, cantados por P¨ªndaro; y al influyente Cayo Clinio Mecenas, protector entre otros de Horacio y Virgilio, cuyas d¨¢divas a escritores y artistas le valdr¨ªan ser inmortalizado mediante la conversi¨®n de su nombre en universal sustantivo; o m¨¢s modernamente, los juegos florales originarios de las justas trovadorescas provenzales, donde el ganador era recompensado con una fragante y simb¨®lica flor natural.
Pero los poetas de hoy no se conforman con reconocimientos metaf¨®ricos y vol¨¢tiles, ni se les ocurre la orgullosa r¨¦plica de Zorrilla: "Para andar por mi pa¨ªs, un poeta como yo no necesita m¨¢s caudal que el de sus versos". Acaso porque ya la poes¨ªa no paga, como denuncian las escas¨ªsimas ventas de poemarios registradas en las ¨²ltimas ferias del libro. De ah¨ª que recurran, con aut¨¦ntica maestr¨ªa, a la ruleta de los premios, no siempre alocada y fortuita.
Hace un par de a?os le¨ª en un peri¨®dico que un estimable poeta, simp¨¢tico y f¨¦rtil, llevaba cosechados en plazo relativamente corto por encima de 30 galardones; por supuesto, con su correspondiente bolsa de variable cuant¨ªa. ?El aire no alimenta! Lo que significa, descontados los l¨ªricos, unos intensos afanes para permanecer al corriente de los numerosos cert¨¢menes y convocatorias. Lo adivino vigilante y entregado a la lectura de farragosos boletines -estatales, auton¨®micos y municipales- o de las dispersas gacetillas remitidas por empresas, fundaciones, juntas y organismos m¨²ltiples atentos a la promoci¨®n de personajes y lugares, descubrimientos y productos t¨ªpicos, conmemoraciones centenarias y olvidadas gestas, festejos locales y campa?as sanitarias, l¨ªneas a¨¦reas y de ferrocarril; h¨¦roes, pr¨®ceres y santos... Y todos, ?c¨®mo podr¨ªa ser de otra manera!, a la mayor gloria de la cultura, cl¨¢sica, vanguardista o posmoderna, para que nada escape a las ventolinas de los gustos.
El alerta y beneficiado vate -cuyo nombre callo por razones fiscales- no es m¨¢s que un ejemplo. El negocio es el negocio. Y a ¨¦l contribuyen, con emoci¨®n publicitaria, caf¨¦s y discotecas, perfumistas y dise?adores, casas de modas, importadores de bebidas y pantalones vaqueros... Quienes no patrocinan concursos y exhibiciones no salen en los papeles. Las gentes hacen sus cuentas, y resulta m¨¢s beneficioso dotar premios que pagar espacios de publicidad.
La in¨²tilmente hostigada sociedad de consumo ni recoge velas ni desactiva ingenios y cimbeles. Recuerden c¨®mo hizo del pop art -?oh, malparadas e irreconocibles vanguardias!- una rueda de sus bien engrasados y arrolladores mecanismos, transformando a las botellas de Coca Cola y a las latas de sopa Campbell en superstars de las salas de exposiciones. Tan ilustradores para el entendimiento de la nueva sensibilidad como los astros de la pantalla o del rock and roll, seg¨²n las pontificaciones del llorado y gemido Andy Warhol.
Quienes se escandalizan con las definiciones de Warhol es porque se resisten a abrir los ojos y las entendederas. El peque?o y fe¨²cho albino, cineasta sopor¨ªfero, exhibicionista irremediable y sagaz oportunista creador de aureolas y riquezas, fue un hechicero sin trampas. Con astuta honradez, como si tratara de sacudirse los sambenitos de embaucador, escribe: "El pop art desea, sin ilusi¨®n alguna, hacer que las cosas hablen por s¨ª mismas".
En consecuencia, retrata a Marilyn Monroe y Agnelli -el magnate de la Fiat-, entre otros personajes de las elites en circulaci¨®n, a los envases irrecuperables, y consuela a los menesterosos de vol¨¢tiles glorias con la esperanza de que cualquier ciudadano tiene derecho a la fama que concede un cuarto de hora de presencia en la televisi¨®n. Es decir, que las veleidosas constelaciones en las que se agitan -como estrellas fugaces- los condicionados famosos son tambi¨¦n promovidas por los mecanismos dise?ados en los gabinetes secretos de la sociedad comunista. Con sus contiendas competitivas, para a?adirle pimienta al juego.
La promesa colectiva de los 15 minutos de pantalla formulada por el avispado Warhol tira de mi memoria hasta revivir el t¨ªtulo de una alegre revista, bordada entre el ca?amazo de un sainete sobre apicaradas costumbres, que con clamoroso ¨¦xito se represent¨® en un popular teatro de Buenos Aires. Alud¨ªa a las promesas electorales de un talentoso presidente de la Rep¨²blica y a los desencantos que provoca el ejercicio del poder. La burlona pieza se titulaba: "Calma, calma, cada cual tendr¨¢ su Impala". (Aclarar¨¦, aunque muchos lo sepan, que Impala era la celebrada denominaci¨®n de un coche norteamericano muy en boga por aquel tiempo.)
De modo semejante, aqu¨ª se podr¨ªa parafrasear la prometedora consigna: ?calma, calma, cada cual recibir¨¢ su premio! Lo que, sin dem¨¦rito para los galardones tradicionales y prestigiosos -y conste que no lo escribo por curarme en salud ni por impaciente protesta, pues ya obtuve mi lote-, son capaces de repartir los rumbosos y avispados administradores de la sociedad de consumo -que nos arrastra y envuelve-, una vez convencidos de los dividendos y honores que produce el respetable papel de protector de la cultura. De la misma carne estaban hechos, a fin de cuentas, los inmortalizados mecenas de la Roma imperial, o los del resplandeciente Renacimiento, que model¨® la plenitud de Europa. Con un riesgo a?adido para los actuales: el de que, acostumbrados a distribuir garbanzos, lentejas, pimientos, manzanas... de oro, acaben, como el rey Midas, transformando cuanto tocan en ¨¢ureo metal y se hagan reos de transgresi¨®n ecol¨®gica.
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