Gran V¨ªa
Algunos eligen este lugar para morir, parece bien dispuesto. Subterr¨¢neo, con luces de ne¨®n que se asustan de su propia existencia, largas escaleras mec¨¢nicas, garabatos en la pared que mienten sobre el sexo y sus propiedades terap¨¦uticas, abundante gente reci¨¦n salida de sus letargos dom¨¦sticos o laborales, se?alizaci¨®n normalizada que responde al dise?o de nuestras triviales direcciones, y mucha mierda contempor¨¢nea de esa que ha sustituido el olor por el insulto. Algunos, lo sabemos bien, los hemos visto, eligen ese lugar para morir. Pero ella no.Llegada del tr¨¢fico de la carne, o simplemente hecha vieja en alg¨²n negocio familiar de escasa renta y nula Seguridad Social, lleg¨® este verano a los pasadizos de la estaci¨®n de Gran V¨ªa y pens¨® que esas paredes tubulares y grises eran las paredes de su hogar.
Con econom¨ªa impropia de quien se dispone a colonizar un territorio comunal, traz¨® en el suelo un rect¨¢ngulo de seis metros cuadrados, y dentro de ¨¦l, respetando escrupulosamente la temblorosa frontera de tiza, dispuso sus pertenencias: un caj¨®n de fruta, una lata de cerveza de bordes convenientemente aporreados, dos platos de pl¨¢stico, un paquete de servilletas de papel (a cuadros) y una bolsa de nailon en la que permanec¨ªan ocultas, sus pertenencias m¨¢s ¨ªntimas.
Caminos atestados
Se permiti¨® un ¨²nico lujo. Su casa estaba en el alto de la colina, justo donde ven¨ªan a confluir los dos mec¨¢nicos y chirriantes caminos atestados de seres que tendr¨ªan que pasar por su puerta. En las horas punta se sent¨ªa algo inc¨®moda y en ocasiones malhumorada cuando pisaban su recinto aquellos pies ajenos e ignorantes del temblor de su mirada. La compensaba el resto del d¨ªa, cuando el tr¨¢fico es menor, y la noche con aquella luz azulada que permanec¨ªa encendida al fondo de las escaleras y semejaba el alumbrado de un puerto. No era feliz porque ni siquiera la locura garantiza tan extra?o letargo, pero administraba con unci¨®n el paso de las horas, y no advert¨ªa mayor diferencia entre ella y los otros. Habituada a procurarse la comida en los aleda?os, odi¨® pronto la proliferaci¨®n de hamburgueser¨ªas y pizzer¨ªas, no por la calidad de la comida, sino porque ni a su generosidad ni a sus cubos de basura jam¨¢s les sobraba nada. Sent¨ªa especial cari?o por El Obrero Extreme?o, e incluso admiraci¨®n por el lujo y buen olor de La Gran Tasca, establecimiento este ¨²ltimo que ella jurar¨ªa haber conocido en momentos mejores.
Sal¨ªa al atardecer y regresaba pronto, siempre con el temor de que su casa fuera ocupada o de que el guardia descubriera bajo la rejilla del desag¨¹e su bolsa de nailon. El guardia no le inspiraba simpat¨ªa ni confianza, era un ser extra?o que no lograba relacionar ni con la Guardia Civil ni con la Polic¨ªa Municipal, le parec¨ªa de mentira, puesto all¨ª s¨®lo para asustar. La miraba retorcido y hosco, como pregunt¨¢ndola qu¨¦ hac¨ªa ella all¨ª, sentada a la puerta de su casa. Ese desasosiego, unido a que con el paso de los d¨ªas cada vez hab¨ªa m¨¢s rostros repetidos que parec¨ªan observarla, le hac¨ªa sentirse como desnuda, desocupada, impropia. Hall¨® la soluci¨®n, en la rebusca del d¨ªa siguiente, hurtando el escob¨®n de un barrendero.
Desaf¨ªo sindicalista
Cada ma?ana, despu¨¦s de desayunar una pieza de fruta y un generoso trago de an¨ªs, tomaba la gran escalera central y, pelda?o a pelda?o, iba retirando envoltorios de chicle, kleenex, miles de billetes de metro ya usados y los cientos de papeletas que casi siempre promet¨ªan la salvaci¨®n por la inform¨¢tica. Hab¨ªa encontrado casa y trabajo. Ahora era ella quien pod¨ªa observar a los dem¨¢s e incluso mostrarse displicente, sobre todo con el botarate de la pistola, a quien miraba desde la altura de su escob¨®n con aut¨¦ntico desaf¨ªo sindicalista. Acaba de morir como ven¨ªan indicando los tiempos de los verbos. Fue durante la noche y mientras estaba so?ando: hac¨ªa sol, ella estaba en su casa escuchando la radio. Son¨® el tiembre. Al abrir la puerta dedic¨® su mejor sonrisa al cobrador de Santa Luc¨ªa.
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