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Tribuna:
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El general en su laberinto

Se iba sin escolta, sin los dos perros fieles que a veces lo acompa?aron hasta en los campos de batalla, sin ninguno de sus caballos ¨¦picos que ya hab¨ªan sido vendidos al batall¨®n de los h¨²sares para aumentar los dineros del viaje. Se iba hasta el r¨ªo cercano por sobre la colcha de hojas podridas de las alamedas interminables, protegido de los vientos helados de la sabana con el poncho de vicu?a, las botas forradas por dentro de lana viva, y el gorro de seda verde que antes usaba s¨®lo para dormir. Se sentaba largo rato a cavilar frente al puentecito de tablas sueltas, bajo la sombra de los sauces desconsolados, absorto en los rumbos del agua que alguna vez compar¨® con el destino de los hombres, en un s¨ªmil ret¨®rico muy propio de su maestro de la juventud, don Sim¨®n Rodr¨ªguez. Uno de sus escoltas lo segu¨ªa sin dejarse ver, hasta que regresaba ensopado d e roc¨ªo, y con un hilo de aliento que apenas si le alcanzaba para la escalinata del portal, macilento y atolondrado, pero con unos ojos de loco feliz. Se sent¨ªa tan bien en aquellos paseos de evasi¨®n, que los guardianes escondidos lo o¨ªan entre los ¨¢rboles cantando canciones de soldados como en los a?os de sus glorias legendarias y sus derrotas hom¨¦ricas. Quienes lo conoc¨ªan mejor se preguntaban por la raz¨®n de su buen ¨¢nimo, si hasta la propia Manuela dudaba de que fuera confirmado una vez m¨¢s para la presidencia de la rep¨²blica por un congreso constituyente que ¨¦l mismo hab¨ªa calificado de admirable.El d¨ªa de la elecci¨®n, durante el paseo matinal, vio un lebrel sin due?o retozando entre los setos con las codornices. Le lanz¨® un silbido de rufi¨¢n, y el animal se detuvo en seco, lo busc¨® con las orejas erguidas, y lo descubri¨® con la ruana casi a rastras y el gorro de pont¨ªfice florentino abandonado de la mano de Dios entre las nubes raudas y la llanura inmensa. Lo husme¨® a fondo, mientras ¨¦l le acariciaba la pelambre con la yema de los dedos pero luego se apart¨® de golpe, lo mir¨® a los ojos con sus ojos de oro, emiti¨® un gru?ido de recelo y huy¨® espantado. Persigui¨¦ndolo por un sendero desconocido, el general se encontr¨® sin rumbo en un suburbio de callecitas embarradas y casas de adobe con tejados rojos, en cuyos patios se alzaba el vapor del orde?o. De pronto, oy¨® el grito:

"?Longanizo!"

No tuvo tiempo de esquivar una bosta de vaca que le arrojaron desde alg¨²n establo y se le revent¨® en mitad del pecho y alcanz¨® a salpicarle la cara. Pero fue el grito, m¨¢s que la explosi¨®n de bo?iga, lo que lo despert¨® del estupor en que se encontraba desde que abandon¨® la casa de los presidentes. Conoc¨ªa el apodo que le hab¨ªan puesto los granadinos, que era el mismo de un loco de la calle famoso por sus uniformes de utiler¨ªa. Hasta un senador de los que se dec¨ªan liberales lo hab¨ªa llamado as¨ª en el congreso, en ausencia suya, y s¨®lo dos se hab¨ªan levantado para protestar. Pero nunca lo hab¨ªa sentido en carne viva. Empez¨® a limpiarse la cara ,con el borde de la ruana, y no hab¨ªa terminado cuando el custodio que lo segu¨ªa sin ser visto surgi¨® de entre los ¨¢rboles con la espada desnuda para castigar la afrenta. ?l lo abras¨® con un destello de c¨®lera.

?Y usted qu¨¦ carajos hace aqu¨ª?", le pregunt¨®.

El oficial se cuadr¨®.

"Cumplo ¨®rdenes, Excelencia".

"Yo no soy excelencia suya", replic¨® ¨¦l.

Lo despoj¨® de sus cargos y sus t¨ªtulos con tanta sa?a, que el oficial se consider¨® bien servido de que ya no tuviera poder para una represalia m¨¢s feroz. Hasta a Jos¨¦ Palacios, que tanto lo entend¨ªa, le cost¨® trabajo entender su rigor.

Fue un mal d¨ªa. Pas¨® la ma?ana dando vueltas en la casa con la misma ansiedad con que esperaba a Manuela, pero a nadie se le ocult¨® que esta vez no agonizaba por ella sino por las noticias del congreso. Trataba de calcular minuto a minuto los pormenores de la sesi¨®n. Cuando Jos¨¦ Palacios le contest¨® que eran las diez, dijo: "Por mucho que quieran rebuznar los demagogos ya deben haber empezado la votaci¨®n". Despu¨¦s, al final de una larga reflexi¨®n, se pregunt¨® en voz alta: "?Qui¨¦n puede saber lo que piensa un hombre como Urdaneta?" Jos¨¦ Palacios sab¨ªa que el general lo sab¨ªa, porque Urdaneta no hab¨ªa cesado de pregonar por todas partes los motivos y el tama?o de su resentimiento. En un momento en que Jos¨¦ Palacios volvi¨® a pasar, el general le pregunt¨® al descuido: "?Por qui¨¦n crees que votar¨¢ Sucre?" Jos¨¦ Palacios sab¨ªa tan bien como ¨¦l que el mariscal Sucre no pod¨ªa votar, porque hab¨ªa viajado por esos d¨ªas a Venezuela junto con el obispo de Santa Marta, monse?or Jos¨¦ Mar¨ªa Est¨¦vez, en una misi¨®n del congreso para negociar los ter minos de la separacion. As¨ª que no se de tuvo para contestar: "Usted lo sabe mejor que nadie, se?or". El general sonri¨® por primera vez desde que regres¨® del paseo abominable.

A pesar de su apetito err¨¢tico, casi siempre se sentaba a la mesa antes de las once para comer un huevo tibio con una copa de oporto, o para picotear la pezu?a del queso, pero aquel d¨ªa se qued¨® vigilando el camino desde la terraza mientras los otros almorzaban, y estuvo tan absorto que ni Jos¨¦ Palacios se atrevi¨® a importunarlo, Pasadas las tres se incorpor¨® de un salto, al percibir el trote de las mulas antes de que apareciera por las lomas el carruaje de Manuela. Corri¨® a recibirla, abri¨® la puerta para ayudarla a bajar, y desde el momento en que le vio la cara conoci¨® la noticia. Don Joaqu¨ªn Mosquera, primog¨¦nito de una casa ilustre de Popay¨¢n, hab¨ªa sido electo presidente de la rep¨²blica por decisi¨®n un¨¢nime.

Su reacci¨®n no fue de rabia ni de desenga?o, sino de asombro, pues ¨¦l mismo hab¨ªa sugerido al congreso el nombre de don Joaqu¨ªn Mosquera, seguro de que no aceptar¨ªa. Se sumergi¨® en una cavilaci¨®n profunda, y no volvi¨® a hablar hasta la merienda. "?Ni un solo voto por m¨ª?", pregunt¨®. Ni uno solo. Sin embargo, la delegaci¨®n oficial que lo visit¨® m¨¢s tarde, compuesta por diputados adictos, le explic¨® que sus partidarios se hab¨ªan puesto de acuerdo para que la votaci¨®n fuera un¨¢nime, de modo que ¨¦l no apareciera como perdedor en una contienda re?ida. ?l estaba tan contrariado que no pareci¨® apreciar la sutileza de aquella maniobra galante. Pensaba, en cambio, que habr¨ªa sido m¨¢s digno de su gloria que le aceptaran la renuncia desde que la present¨® por primera vez.

"En resumidas cuentas", suspir¨®, "los demagogos han vuelto a ganar, y por partida doble".

Sin embargo, se cuid¨® muy bien de que no se le notara el estado de conmoci¨®n en que se encontraba, hasta que los despidi¨® en el p¨®rtico. Pero los coches no se hab¨ªan perdido de vista cuando cay¨® fulminado por una crisis de tos que mantuvo la quinta en estado de alarma hasta el anochecer. Uno de los miembros de la comitiva oficial hab¨ªa dicho que el congreso fue tan prudente en su decisi¨®n, que hab¨ªa salvado a la rep¨²blica. ?l lo hab¨ªa pasado por alto. Pero esa noche, mientras Manuela lo obligaba a tomarse una taza de caldo, le dijo: "Ning¨²n congreso salv¨® jam¨¢s una rep¨²blica". Antes de acostarse reuni¨® a sus ayudantes y a la gente de servicio, y les anunci¨® con la solemnidad habitual de sus renuncias sospechosas:

"Ma?ana mismo me voy del pa¨ªs".

No fue ma?ana mismo, pero fue cuatro d¨ªas despu¨¦s. Mientras tanto recobr¨® la templanza perdida, dict¨® una proclama de adi¨®s en la que no dejaba traslucir las lacras del coraz¨®n, y volvi¨® a la ciudad para preparar el viaje. El general Pedro Alc¨¢ntara Herr¨¢n, ministro de guerra y marina del nuevo gobierno, se lo llev¨® para su casa de la calle de La Ense?anza, no tanto por darle hospital, como para protegerlo de las amenazas de muerte que cada vez se hac¨ªan m¨¢s temibles.

Antes de irse de Santa Fe remat¨® lo poco de valor que le quedaba para mejorar sus arcas. Adem¨¢s de los caballos vendi¨® una vajilla de plata de los tiempos pr¨®digos de Potos¨ª, que la Casa de Moneda hab¨ªa tasado por el simple valor met¨¢lico sin tomar en cuenta el preciosismo de su artesan¨ªa ni sus m¨¦ritos hist¨®ricos: dos mil quinientos pesos. Hechas las cuentas finales, llevaba en efectivo diecisiete mil seis cientos pesos con sesenta centavos, una libranza de ocho mil pesos contra el tesoro p¨²blico de Cartagena, una pensi¨®n vitalicia que le hab¨ªa acordado el congreso, y poco m¨¢s de seiscientas onzas de oro repartidas en distintos ba¨²les. ?ste era el saldo de l¨¢stima de una fortuna personal que el d¨ªa de su nacimiento se ten¨ªa entre las m¨¢s pr¨®speras de las Am¨¦ricas.

En el equipaje que Jos¨¦ Palacios arregl¨® sin prisa la ma?ana del viaje mientras ¨¦l acababa de vestirse, s¨®lo ten¨ªa dos mudas de ropa interior muy usadas, dos camisas de quitar y poner, la casaca de guerra con una doble fila de botones que se supon¨ªan forjados con el oro de Atahualpa, el gorro de seda para dormir y una caperuza colorada que el mariscal Sucre le hab¨ªa tra¨ªdo de Bolivia. Para calzarse no ten¨ªa m¨¢s que las pantuflas caseras y las botas de charol que llevar¨ªa puestas. En los ba¨²les personales de Jos¨¦ Palacios, junto con el botiqu¨ªn y otras pocas cosas de valor, llevaba el Contrato Social de Rousseau, y El Arte Militar del general italiano Raimundo Montecuccoli, dos joyas bibliogr¨¢ficas que pertenecieron a Napole¨®n Bonaparte y le hab¨ªan sido regaladas por sir Robert Wilson, padre de su edec¨¢n. El resto era tan escaso, que todo cupo embutido en un morral de soldado. Cuando ¨¦l lo vio, listo para salir a la sala donde lo aguardaba la comitiva oficial, dijo:

"Nunca hubi¨¦ramos cre¨ªdo, mi querido Jos¨¦, que tanta gloria cupiera dentro de un zapato".

En sus siete mulas de carga, sin embargo, iban otras cajas con medallas y cubiertos de oro y cosas m¨²ltiples de cierto valor, diez ba¨²les de papeles privados, dos de libros le¨ªdos y por lo menos cinco de ropa, y vanas cajas con toda clase de co-

El general en su laberinto

sas buenas y malas que nadie hab¨ªa tenido la paciencia de contar. Con todo, aquello no era ni la sombra del equipaje con que regres¨® de Lima tres a?os antes, investido con el triple poder de presidente de Bolivia y Colombia y dictador del Per¨²: una recua con setenta y dos ba¨²les y m¨¢s de cuatrocientas cajas con cosas innumerables cuyo valor no se estableci¨®. En esa ocasi¨®n hab¨ªa dejado en Quito m¨¢s de seiscientos libros que nunca trat¨® de recuperar.Eran casi las seis. La llovizna milenaria hab¨ªa hecho una pausa, pero el mundo segu¨ªa turbio y fr¨ªo, y la casa tomada por la tropa empezaba a exhalar un tufo de cuartel. Los h¨²sares y granaderos se levantaron en tropel cuando vieron acercarse desde el fondo del corredor al general taciturno entre sus edecanes, verde en el resplandor del alba, con la ruana terciada sobre el hombro y un sombrero de alas grandes que ensombrec¨ªan a¨²n m¨¢s las sombras de su cara. Se tapaba la boca con un pa?uelo errabebido en agua de colonia, de acuerdo con una vieja superstici¨®n andina, para protegerse de los malos aires por la salida brusca a la intemperie. No llevaba ninguna insignia de su rango ni le quedaba el menor indicio de su inmensa autoridad de otros d¨ªas, pero el halo m¨¢gico del poder lo hac¨ªa distinto en medio del ruidoso s¨¦quito de oficiales. Se dirigi¨® a la sala de visitas, caminando despacio por el corredor tapizado de esteras que bordeaba el jard¨ªn interior, indiferente a los soldados de la guardia que se cuadraban a su paso. Antes de entrar en la sala se guard¨® el pa?uelo en el pu?o de la manga, como ya s¨®lo lo hac¨ªan los cl¨¦rigos, y le dio a uno de los edecanes el sombrero que llevaba puesto.

Adem¨¢s de los que hab¨ªan velado en la casa, otros civiles y militares segu¨ªan llegando desde el amanecer. Estaban tomando caf¨¦ en grupos dispersos, y los atuen dos sombr¨ªos y las voces amordazadas hab¨ªan enrarecido el ambiente con una solemnidad l¨²gubre. La voz afilada de un diplom¨¢tico sobresali¨® de pronto por enci ma de los susurros:

"Esto parece un funeral".

No acababa de decirlo, cuando percibi¨® a sus espaldas el h¨¢lito de agua de colonia que satur¨® el clima de la sala. Entonces se volvi¨® con la taza de caf¨¦ humeante sostenida con el pulgar y el ¨ªndice, y lo inquiet¨® la idea de que el fantasma que acababa de entrar hubiera o¨ªdo su impertinencia. Pero no: aunque la ¨²ltima visita del general a Europa hab¨ªa sido veinticuatro a?os antes, siendo muy joven, las a?oranzas europeas eran m¨¢s incisivas que sus rencores. As¨ª que el diplom¨¢tico fue el primero a quien se dirigi¨® para saludarlo con la cortes¨ªa extremada que le merec¨ªan los ingleses.

"Espero que no haya mucha niebla este oto?o en Hyde Park", le dijo.

El diplom¨¢tico tuvo un instante de vacilaci¨®n, pues en los ¨²ltimos d¨ªas hab¨ªa o¨ªdo decir que el general se iba para tres lugares distintos, y ninguno era Londres. Pero se repuso de inmediato.

"Trataremos de que haya sol de d¨ªa y de noche para Su Excelencia", dijo.

El nuevo presidente no estaba all¨ª, pues el congreso lo hab¨ªa elegido en ausencia y le har¨ªa falta m¨¢s de un mes para llegar desde Popay¨¢n. En su nombre y lugar estaba el general Domingo Caycedo, vicepresidente electo, del cual se hab¨ªa dicho que cualquier cargo de la rep¨²blica le quedaba estrecho, porque ten¨ªa el porte y la prestancia de un rey. El general lo salud¨® con una gran deferencia, y le dijo en un tono de burla:

"?Usted sabe que no tengo permiso para salir del pa¨ªs?"

La frase fue recibida con una carcajada de todos, aunque todos sab¨ªan que no era una broma. El general Caycedo le prometi¨® enviar a Honda en el correo siguiente un pasaporte en regla.

La comitiva oficial estaba formada por el arzobispo de la ciudad, hermano del presidente encargado, y otros hombres notables y funcionarios de alto rango con sus esposas. Los civiles llevaban zamarros y los militares llevaban botas de montar, pues se dispon¨ªan a acompa?ar varias leguas al proscrito ilustre. El general bes¨® el anillo del arzobispo y las manos de las se?oras, y estrech¨® sin efusi¨®n las de los caballeros, maestro absoluto del ceremonial untuoso, pero ajeno por completo a la ¨ªndole de aquella ciudad equ¨ªvoca, de la cual hab¨ªa dicho en m¨¢s de una ocasi¨®n: "?ste no es mi teatro". Los salud¨® a todos en el orden en que los fue encontrando en el recorrido de la sala, y para cada uno tuvo una frase aprendida con toda deliberaci¨®n en los manuales de urbanidad, pero no mir¨® a nadie a los ojos. Su voz era met¨¢lica y con grietas de fiebre, y su acento caribe, que tantos a?os de viajes y cambios de guerras no hab¨ªan logrado amansar, se sent¨ªa mucho m¨¢s crudo frente a la dicci¨®n viciosa de los andinos.

Cuando termin¨® los saludos, recibi¨® del presidente interino un pliego firmado por numerosos granadinos notables que le expresaban el reconocimiento del pa¨ªs por sus tantos a?os de servicios. Fingi¨® leerlo ante el silencio de todos, como un tributo m¨¢s al formalismo local, pues no hubiera podido ver sin lentes ni una caligraf¨ªa aun m¨¢s grande. No obstante, cuando fingi¨® haber terminado dirigi¨® a la comitiva unas breves palabras de gratitud, tan pertinentes para la ocasi¨®n que nadie hubiera podido decir que no hab¨ªa le¨ªdo el documento. Al final hizo con la vista un recorrido del sal¨®n, y pregunt¨® sin ocultar una cierta ansiedad:

"?No vino Urdaneta?"

El presidente interino le inform¨® que el general Rafael Urdaneta se hab¨ªa ido detr¨¢s de las tropas rebeldes para apoyar la misi¨®n preventiva del general Jos¨¦ Laurencio Silva. Alguien se dej¨® o¨ªr entonces por encima de las otras voces:

"Tampoco vino Sucre".

?l no pod¨ªa pasar por alto la carga de intenci¨®n que ten¨ªa aquella noticia no solicitada. Sus ojos, apagados y esquivos hasta entonces, brillaron con un fulgor febril, y replic¨® sin saber a qui¨¦n:

"Al Gran Mariscal de Ayacucho no se le inform¨® la hora del viaje para no importunarlo".

Al parecer, ignoraba entonces que el mariscal Suere hab¨ªa regresado dos d¨ªas antes de su fracasada misi¨®n en Venezuela, donde le hab¨ªan prohibido la entrada a su propia tierra. Nadie, le hab¨ªa informado que el general se iba, tal vez porque a nadie pod¨ªa ocurr¨ªrsele que no fuera el primero en saberlo. Jos¨¦ Palacios lo supo en un mal momento, y luego lo hab¨ªa olvidado en los tumultos de las ¨²ltimas horas. No descart¨® la mala idea por supuesto, de que el mariscal Sucre estuviera resentido por no haber sido avisado.

En el comedor contiguo, la mesa estaba servida para el esplendido desayuno criollo: tamales de hoja, morcillas de arroz, huevos revueltos en cazuelas, una rica variedad de panes de dulce sobre pa?os de encajes, y las marmitas de un chocolate ardiente y denso como un engrudo perfumado. Los due?os de casa hab¨ªan retrasado el desayuno por si ¨¦l aceptaba presidirlo, aunque sab¨ªan que en la ma?ana no tomaba nada m¨¢s que la infusi¨®n de amapolas con goma ar¨¢biga. De todos modos, do?a Amalia cumpli¨® con invitarlo a ocupar la poltrona que le hab¨ªan reservado en la cabecera, pero ¨¦l declin¨® el honor y se dirigi¨® a todos con una sonrisa formal.

"Mi camino es largo", dijo. "Buen provecho".

Se empin¨® para despedirse del presidente interino, y ¨¦ste le correspondi¨® con un abrazo enorme, que les permiti¨® a todos comprobar qu¨¦ peque?o era el cuerpo del general, y qu¨¦ desamparado e inerme se ve¨ªa a la hora de los adioses. Despu¨¦s volvi¨® a estrechar las manos de todos y a besar las de las se?oras. Do?a Amalia trat¨® de retenerlo hasta que escampara, aunque sab¨ªa tan bien como ¨¦l que no iba a escampar en lo que faltaba del siglo. Adem¨¢s, se le notaba tanto el deseo de irse cuanto antes, que tratar de demorarlo le pareci¨® una impertinencia. El due?o de casa lo condujo hasta las caballerizas bajo la llovizna invisible del jard¨ªn. Hab¨ªa tratado de ayudarlo llev¨¢ndolo del brazo con la punta de los dedos, como si fuera de vidrio, y lo sorprendi¨® la tensi¨®n de la energ¨ªa que circulaba debajo de la piel, como un torrente secreto sin ninguna relaci¨®n con la indigencia del cuerpo. Delegados del gobierno, de la diplomacia y de las fuerzas militares, con el barro hasta los tobillos y las capas ensopadas por la lluvia, lo esperaban para acompa?arlo en su primera jornada. Nadie sab¨ªa a ciencia cierta, sin embargo, qui¨¦nes lo acompa?aban por amistad, qui¨¦nes para protegerlo, y qui¨¦nes para estar seguros de que en verdad se iba.

La mula que le estaba reservada era la mejor de una recua de cien que un comerciante espa?ol le hab¨ªa dado al gobierno a cambio de la destrucci¨®n de su sumario de cuatrero. El general ten¨ªa ya la bota en el estribo que le ofreci¨® el palafrenero, cuando el ministro de guerra y marina lo llam¨®: "Excelencia". ?l permaneci¨® inm¨®vil, con el pie en el estribo, y agarrado de la silla con las dos manos.

"Qu¨¦dese", le dijo el ministro, "y haga un ¨²ltimo sacrificio por salvar la patria".

"No, Herr¨¢n", replic¨® ¨¦l, "ya no tengo patria por la cual sacrificarme".

Era el fin. El general Sim¨®n Jos¨¦ Antonio de la Sant¨ªsima Trinidad Bol¨ªvar y Palacios se iba para siempre. Hab¨ªa arrebatado al dominio espa?ol un imperio cinco veces m¨¢s vasto que las Europas, hab¨ªa dirigido veinte a?os de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo hab¨ªa gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran. El ¨²nico que tuvo bastante lucidez para saber que en realidad se iba, y para d¨®nde se iba, fue el diplom¨¢tico ingl¨¦s que escribi¨® en un informe oficial a su gobierno: "El tiempo que le queda le alcanzar¨¢ a duras penas para llegar a la tumba".

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