El arte que sonr¨ªe
"El arte de las vanguardias era serio; el de ahora, divertido". ?Cu¨¢ntas veces hemos o¨ªdo reiterar este juicio, no tan temerario como necio?.Existe un lugar com¨²n de la cr¨ªtica seg¨²n el cual el arte moderno carec¨ªa de humor, mientras que el posmoderno deshiela el panorama introduciendo en sus obras la sonrisa y la broma. El severo reformador de ayer se contrasta con el juguet¨®n y fr¨ªvolo artista contempor¨¢neo; los manifiestos est¨¦ticos del primer tercio del siglo, con las citas esc¨¦pticas e ir¨®nicas de nuestro tercio final. Una silla de Rietveld era una declaraci¨®n, de principios; un taburete de Memphis, apenas un gui?o.
Sin embargo, esa interpretaci¨®n trivial s¨®lo es tangente a la epidermis opaca del arte. Otra mirada m¨¢s atenta mostrar¨ªa que el arte de la modernidad est¨¢ atravesado de punta a punta por una risa c¨¢ustica y alegre mientras que el de hoy oculta tras una sonrisa amable un alma de metal.
Resulta en todo caso embarazoso hablar del humor en el arte; desde luego, hay cuadros de Hockney que nos hacen sonre¨ªr, y mencionamos la iron¨ªa de una cornisa; hay esculturas de Calder y lienzos de Picasso que hieren la retina como golpear¨ªa el t¨ªmpano una carcajada rabelesiana, y hay muebles, en fin de un sarcasmo refinado.
En muchas ocasiones, en efecto, el artista establece una relaci¨®n c¨®mplice con el espectador, a trav¨¦s de un idioma visual que ambos dominan y en el que la obra introduce un equ¨ªvoco, un desplazamiento, una fractura interior que yuxtapone fragmentos inconexos. De esa grieta del lenguaje brota quiz¨¢ el humor.
Pero mientras el artista moderno r¨ªe, el posmoderno sonr¨ªe. En las distorsiones manieristas de lo cl¨¢sico o en las citas a contrapelo de la tradici¨®n acad¨¦mica por la vanguardia hay un ajuste de cuentas vigoroso y sarc¨¢stico. En las apropiaciones contempor¨¢neas de la iconograf¨ªa de los media se trasluce un desapego civilizado y ligero, una d¨¦bil mueca en la comisura de los labios.
Esa sonrisa ¨¢cida y amable es la que encontramos en los monigotes esquizofr¨¦nicos de Zush o Fenny Scharf, en los garabatos de Ferr¨¢n Garc¨ªa Sevilla o Jean Michel Basquiat, en las figuras esquem¨¢ticas de Keith Haring o Mariscal, en las palmera y los capiteles met¨¢licos de Hans Hollein o Charles Moore. Hay, sin embargo, humor? ?Lo hab¨ªa en las latas de sopa de Varhol o en las banderas de Jasper Johns, en las meninas de Equipo Cr¨®nica o en los fascistas y en los g¨¢nsteres de Arro, o, en los frontones de Venturi, en los ¨®rdenes gigantes de Bofill, en las hamburguesas de Rauschenberg? ?Y d¨®nde buscarlo si no?
Porque, desde luego, es dif¨ªcil hallar o en los animales tot¨¦micos de Paladino o Clemente, en el realismo sucio de David Salle o Rem Koolhaas, en Schriabe, en Cucchi o en Barcel¨®, para no hablar de Kiefer o Baseltz, cuya intensidad dram¨¢tica excluye la complicidad de la sonrisa. Los maestros de esta gereraci¨®n, gente como Beuys o Cy Twombly, han sido o son artistas obstinadamente serios.
Otro tanto ocurre con la figuraci¨®n realista o neocl¨¢sica. Rec¨®rranse con la memoria la veracidad inquietante e intensa de los relatos de Lucien Freud o de los paisajes de Antonio L¨®pez, los desnudos aleg¨®ricos de Carlo Mar¨ªa Mariani y las arquitecturas metafisicas de Aldo Rossi, las representaciones b¨ªblicas o mitol¨®gicas de Guillermo P¨¦rez Villalta, las l¨¢pidas hermeticas de Ian Hamilton Finlay, los interiores turbadores de Eric Fischl. ?Hay acaso humor?
La risa moderna -aquella risa inteligente y espont¨¢nea de Duchamp, de Arp, de Scharoun- se ha desvanecido del arte contempor¨¢neo. Nos quedan declaraciones solemnes y bromas amables. Es posible que aquella risa sard¨®nica, hiriente, afilada como un cuchillo, exigiese ejercitarse en primer lugar sobre la obra propia, desnud¨¢ndola de la ficci¨®n de la importancia. Y este es, probablemente, un ejercicio que pocos artistas de hoy se atreven a realizar.
Insertos en un mercado amplio pero cambiante, m¨¢s atentos en su mayor¨ªa a su carrera que a su obra, circulando a gran velocidad por un circuito dise?ado por un ej¨¦rcito de galeristas, cr¨ªticos, comisarios, curators y coleccionistas, los artistas contempor¨¢neos evitan a toda costa cualquier desequilibrio que pudiera arrojarles fuera de la pista central.
Celosos de su imagen y conscientes de su valor intangible, los artistas temen la risa como el jugador las lesiones o el cantante la afon¨ªa. Saben que esa risa disolvente acaba disgregando los castillos de cartas con los que trabajosamente nos hemos dotado de una identidad, y terminan inevitablemente exponiendo nuestra radical y aleatoria fragilidad.
Es posible que el humor sea hoy privilegio de aquellos que dirigen la representaci¨®n, fijan las reglas y pueden, por tanto, violarlas sin riesgo. Como espectadores infantiles de cine, tardamos tiempo en darnos cuenta de que detr¨¢s de Gary Cooper estaba John Ford, e ingenuamente atribu¨ªamos al actor la responsabilidad de la pel¨ªcula. De forma no muy distinta contemplamos hoy a los artistas, ignorando voluntariamente a los Leo Castelli o Mary Boorie que dirigen el rodaje e indican en cada momento al actor la temperatura emocional que requiere el gui¨®n. Y de un tiempo a esta parte, los guiones no suelen incluir risas. Todo lo m¨¢s, alguna sonrisa light.
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