La lengua de Castilla y el Nuevo Continente
Constituyen un hecho importante estas jornadas que la Universidad Internacional Men¨¦ndez y Pelayo ha organizado en Buenos Aires para analizar cuestiones culturales que son comunes a Espa?a y nuestras naciones iberoamericanas. Y pienso que, de alguna manera, se hacen bajo el signo del V Centenario del Descubrimiento de Am¨¦rica. Ocasi¨®n propicia, pues, para decir algunas palabras sobre un tema que es motivo de pol¨¦mica ardua y hasta violenta.Es cierto que ya hablar de descubrimiento puede ser considerado, desde el punto de vista de los impugnadores, como una despectiva denominaci¨®n euroc¨¦ntrica. Pero deja de serlo si se admite que la existencia de las grandes culturas precolombianas era efectivamente desconocida por los europeos, y as¨ª, no se deber¨ªa tomar como una valoraci¨®n peyorativa. Pero, lamentablemente, los propios europeos, animados de un prejuicio de superioridad, han sido los culpables de la pol¨¦mica. No obstante, ser¨ªa injusto silenciar el reconocimiento y hasta la admiraci¨®n que aquellas grandes culturas y civilizaciones de este continente despertaron en forma creciente en los esp¨ªritus europeos m¨¢s elevados. Desde esta leg¨ªtima perspectiva, ser¨ªa mejor hablar del encuentro de dos mundos` al propio tiempo que se reconocieran y lamentaran las atrocidades perpetradas por el sojuzgamiento. Reconocimiento que deber¨ªa venir acompa?ado por el inverso de los acusadores, admitiendo las positivas y trascendentes consecuencias que con el tiempo trajo la conquista. Bastar¨ªa nombrar el milagro de esta lengua hablada hoy por 300 millones de seres humanos, que ha producido adem¨¢s una literatura hispanoamericana que est¨¢ entre las m¨¢s profundas, y poderosas.
En relaci¨®n al descubrimiento y la conquista de estos territorios, los que defienden a ultranza los pueblos avasallados suelen hablar de la necesidad de recobrar nuestra identidad americana. Pero ?cu¨¢l? La de los aztecas, mayas y quichuas, para no hablar sino de las principales culturas. ?Que ser¨ªa entonces de los descendientes de europeos y negros? En estos siglos de dominaci¨®n, las razas ind¨ªgenas, europeas y negras se han fundido en una sustancia infinitamente compleja, con extra?as y permanentes reverberaciones de unas u otras.
?Qu¨¦ identidad, pues, es la que habr¨ªa que reivindicar? Si retrocedemos en el tiempo, y en cualquier parte del planeta, no sabr¨ªamos d¨®nde detenemos en la b¨²squeda de esa ilusoria identidad. Pensemos en los propios espa?oles. ?Ser¨ªa la de los reinos visig¨¦ticos? ?O la que podr¨ªa ha fiarse bajo la dominaci¨®n romana? Habr¨ªa que terminar pensan do en los iberos, misteriosos pueblos de los que poco o nada sabemos, pero que en todo caso invalidar¨ªan autom¨¢ticamente el derecho a la identidad espa?ola a todos los hombres que nacieron y crecieron bajo las dominaciones anteriores. Lo mismo suceder¨ªa analizando las diferentes regiones europeas, en Francia, en Italia, en Grecia, invadidas y sojuzgadas una y otra vez. La historia es siempre sucia, intrincada e infinitamente mezclada. Pero es que nada de lo que tiene que ver con el hombre es puro, porque el hombre no pertenece al orbe plat¨®nico, ¨²nico en el que se puede aplicar el ep¨ªteto de puro. Ni los ol¨ªmpicos dioses hel¨¦nicos, que hoy nos aparecen como arquetipos de la identidad griega, eran impolutos, pues estaban contaminados de antiguas deidades egipcias y asi¨¢ticas. Aceptemos, pues, la realidad humana como realmente es, y no nos empe?emos en bizantinas disputas sobre una absoluta identidad que no ha existido jam¨¢s.
Dolorosa supevivencia
Esto no significa de manera alguna que olvidemos o menospreciemos las antiguas culturas precolombinas, que a¨²n, subsisten, a pesar de la miseria y de la dominaci¨®n. No ya valorando, lo que ser¨ªa rid¨ªculo por lo obvio, civilizaciones como las de razas que poblaron los territorios de M¨¦xico, de Centroam¨¦rica, de Per¨², sino valorando y respetando las culturas de pueblos much¨ªsimo m¨¢s modestos, y precisamente porque sobreviven dolorosamente: debemos atenderlos, protegerlos y ayudarlos a preservar y hasta a restaurar sus culturas propias. Porque este tiempo nuestro, en medio de tantos infortunios, es, sin embargo, por eso mismo, un tiempo de reconocimiento de las nacionalidades oprimidas o postergadas. No todos estamos, felizmente, en la ¨¦poca en que el hombre concreto hab¨ªa sido olvidado para ser reemplazado por una especie de entelequia abstracta, t¨ªpica del cientificismo e hiperracionalismo que se acent¨²a a partir del siglo XVII. La ciencia y la t¨¦cnica han aportado enormes beneficios a la humanidad, pero han revelado su peligrosidad cuando exceden su ¨¢mbito propio y contribuyen a la masificaci¨®n de la criatura humana. La ciencia es por su misma naturaleza abstracta y abstrayente, pues, como dec¨ªa ya Arist¨®teles, no hay ciencia sino de lo general y lo concreto se pierde con lo particular.Esto no es peligroso para el mundo de los objetos, pero s¨ª lo es para el hombre, que puede terminar transformado ¨¦l mismo en una suerte de cosa. Fue necesario que grandes escritores como Dostoievski -recueden las memorias del hombre subterr¨¢neo-, los fil¨®sofos del romanticismo alem¨¢n, la formidable reacci¨®n del dan¨¦s S?ren Kierkegaard y toda la filosof¨ªa existencial que sigui¨®, para alertar contra el temible peligro de alienaci¨®n del hombre concreto, el ¨²nico que existe, el hombre de carne y hueso, que, a diferencia de las cosas, no s¨®lo es materia, sino tambi¨¦n, y sobre todo, esp¨ªritu, con voluntad, con libertad para elegir.
Y as¨ª, al hombre abstracto que desde los enciclopedistas se denominaba con H may¨²scula, sucedi¨® el respeto cada vez m¨¢s intenso por el hombre concreto, y, correlativamente, a una humanidad tambi¨¦n abstracta se la comenz¨® a sustituir por un conjunto de pueblos con sus h¨¢bitos, su lengua, sus idiosincrasias espec¨ªficas. No es de asombrar, pues, que en este tiempo de cataclismos, pero tambi¨¦n de revelaciones, se reivindiquen y defiendan todas las naciones, por peque?as que sean y sobre todo porque son peque?as e indefensas.
Lejos, pues, de nuestro ¨¢nimo menospreciar a los que han luchado por reivindicar los pueblos americanos anteriores al descubrimiento y la conquista. Esto es justo y leg¨ªtimo. Pero deja de serlo cuando se convierte en un ataque indiscriminado que pasa por alto los grandes y trascendentes hechos que resultaron de aquella conquista b¨¢rbara e inhumana.
Entre esos hechos, quiz¨¢ el m¨¢s admirable es el de la extensi¨®n de la lengua de Castilla a casi todo este continente iberoamericano.
Del mismo modo que la literatura norteamericana no sali¨® de su estricta realidad circundante, sino que es herencia de Ben Johnson, de Shakespeare y Chaucer, y hasta de esa admirable versi¨®n al ingl¨¦s de los textos b¨ªblicos -sin la cual no se concebir¨ªa la prosa de un Faulkner y otros grandes creadores-, as¨ª todos los escritores hispanoamericanos somos herederos de Cervantes, Quevedo y hasta de los oscuros rapsodas del Cid. Pero esta herencia se propag¨® en un inmenso continente, a trav¨¦s de selvas y diferentes razas, de deslumbramientos y odios novedosos, sufriendo alteraciones seg¨²n esa dial¨¦ctica entre la creaci¨®n y la tradici¨®n que rige todo proceso cultural. Porque en el mismo instante en que el primer espa?ol contempl¨® el cielo de Am¨¦rica y pis¨® su tierra, ni ese cielo era ya el cielo de su patria ni tampoco era la misma la tierra que lo hab¨ªa sustentado antes; ni tampoco la palabra amor signific¨® exactamente lo mismo, ni la palabra recuerdo, ni soledad, ni tristeza, ni nostalgia. Y as¨ª, escritores separados por inmensidades de cordilleras y desiertos realizaron el milagro de escribir en una lengua que esencialmente es la de Castilla y sin embargo es diversa.
Resucitar a Vossler
Acaso deber¨ªamos resucitar a Karl Vossler en esta ¨¦poca de sistematizaciones, pues uno de los efectos del sociologismo ha sido el olvido de su nombre, una de las consecuencias de eso que dije antes sobre el avance de la mentalidad cientificista y el correlativo predominio de lo abstracto sobre lo concreto. Ya, aunque fundamentales, son pocos los que se preocupan por el diablo de carne y hueso -ese de Unamuno-, excepto los autores de ficciones (puesto que no hay novelas ni tragedias de cuadril¨¢teros o sinusoides, sino de personas con nombre y apellido) y esos pensadores que encuentran su origen en las doctrinas rom¨¢nticas. Aparte de la polic¨ªa, claro.
Esta misma mentalidad empez¨® a prosperar en las teor¨ªas del lenguaje, hasta llegar a una suerte de neopositivismo que ha formulado una concepci¨®n despersonalizada y determinista d lenguaje. Vossler, en cambio como Humboldt, invocaba la libertad del esp¨ªritu, como cuando Kierkegaard defiende al individuo contra el sistema, con S may¨²scula. Es cierto que Ferdinand de Saussure ve¨ªa el lenguaje tambi¨¦n ¨¦l, como una actividad bipolar entre el individuo y la sociedad, entre la libertad y el determinismo, entre el estilo y la gram¨¢tica; pero Amado Alonso en un memorable ensayo, se?al¨® que mientras Vossler consideraba positivamente el polo individualista y creador, Saussure lo entend¨ªa como negativo, porque la libertad es siempre un obst¨¢culo para las sistematizaciones, previas a la ciencia.
Energ¨ªa creadora
De este modo, cuando hablamos del castellano tenemos que tener presente lo que afirmaba Humboldt, que el lenguaje no es un hecho cristalizado, sino un energ¨ªa en permanente creaci¨®n. Y, en consecuencia, no podemos ni debemos hablar de un castellano r¨ªgido y definitivo. Isabel la Cat¨®lica quiso que el habla de Castilla, ya consolidada, se convirtiese en el idioma de los vasto territorios que so?aba, en el convencimiento de que pod¨ªa servir para aligar pueblos diferente Nebrija, a su lado, trat¨® de fijarla para siempre, porque la lengua castellana estaba -dec¨ªa- "ya tanto en la cumbre, que m¨¢s se pudiera temer el descendimiento de ella que esperar su subida". El intento era pol¨ªticamente comprensible, pero los idiomas terminan por rechazar todas las imposiciones, tambi¨¦n las imperiales. De modo que hoy, 300 millones de seres humanos hablamos la lengua de Isabel y sin embargo somos diferentes. Porque esa lengua, como todas, difiere de un lugar a otro, si no hasta de un hablante a su vecino, motivo por el cual hay un castellano cervantino, otro quevediano y otro gongorino. Y as¨ª hasta el infinito.
Conmovedor destino el de este idioma en sus 1.000 a?os. Y revelador, como el arte, de los oscuros arcanos de las naciones porque a trav¨¦s de ¨¦l, sus pueblos -y sobre todo sus grandes escritores- revelan la sustancia de una comunidad y los signos de su enigm¨¢tico destino. Tambi¨¦n el gran misterio de la conquista espa?ola. No hay dudas de que fue cruel y despiadada, hasta s¨®rdida y miserable. Pero si ¨²nicamente fuera cierto lo que nos dijo la leyenda negra, los descendientes de las razas oprimidas invariablemente deber¨ªan expresar resentimiento. Y no: dos de los m¨¢s grandes poetas del idioma mestizos, no s¨®lo escribieron en la lengua de los dominadores sino que cantaron a Espa?a con poemas inmortales. Y hablo, naturalmente, de Rub¨¦n Dar¨ªo C¨¦sar Vallejo. ?sta es la prueba -a trav¨¦s de los entra?ables siempre y reveladores signos del lenguaje- de que la conquista fue algo infinitamente m¨¢s complejo de lo que podr¨ªa inferirse de esta leyenda: fue un profund¨ªsimo hecho espiritual, que despu¨¦s de medio milenio nos ha conver tido en una comunidad, de un lado y del otro del gran oc¨¦ano. No conozco otro acontecimiento tan portentoso, si no es la del Imperio romano, que llev¨® su ley y su idioma a tierras lejanas de una manera tan honda y trascendete que todav¨ªa hoy se sigue aplicando esa ley y hablando, como ahora yo mismo, un dialecto de ese idioma.
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