Tensi¨®n en la Catedral
En los ¨²ltimos a?os se han producido ciertas tensiones entre el Vaticano y algunas conferencias episcopales de notable relieve en la Iglesia cat¨®lica, como son las de Holanda, Francia, Brasil, etc¨¦tera, y m¨¢s recientemente la de Estados Unidos de Am¨¦rica.Cuando se est¨¢ redescubriendo la colegialidad entre el Papa y los obispos ya se aprecian en algunos ambientes de la Curia romana s¨ªntomas de reserva, de miedo y de sospechas frente a un posible independentismo y un nuevo galicanismo en las Iglesias locales.
Cuando se estaba desarrollando el movimiento de descentralizaci¨®n que promovi¨® el ¨²ltimo concilio y que requer¨ªa el pleno desarrollo de la colegialidad, ya se tiende a limitar el alcance de las conferencias episcopales, uno de los frutos m¨¢s granados del posconcilio, seg¨²n se desprende del documento de la Congregaci¨®n para los Obispos titulado Naturaleza teol¨®gica y jur¨ªdica de las conferencias episcopales, que ha sido generalmente mal acogido y. hasta rechazado por un buen n¨²mero de ¨¦stas.
Y sin embargo en la Iglesia cat¨®lica no se puede suprimir, ni siquiera reducir indebidamente, si se desea salvar no s¨®lo el ser sino tambi¨¦n la plenitud de la misma, tanto el papel unificador, coordinador y supervisor del Romano Pont¨ªfice como tampoco el ministerio de animaci¨®n, de creatividad y de acompa?amiento que los obispos deben desempe?ar a pie de obra en sus propias di¨®cesis, en contacto con la vida de cada d¨ªa y sus problemas. Si el ministerio de Pedro es como el tronco, que canaliza la vida y garantiza la continuidad y la estabilidad, las Iglesias locales son como las ramas que se abren al aire y al sol para dar frutos nuevos cada a?o.
La Iglesia no solamente es comuni¨®n y comunidad, sino tambi¨¦n colegialidad -entre el Papa y los obispos- y corresponsabilidad -entre cada obispo y su Iglesia local- La Iglesia es unidad, pero no uniformidad, sino infinita variedad de carismas, vocaciones y ministerios que el Esp¨ªritu suscita para el bien com¨²n, la mutua ayuda fraternal y el testimonio ante el mundo. De aqu¨ª que sea normal que se den en ella tensiones creativas y constructivas, como los arcos de una catedral se sostienen en sus fuerzas enfrentadas, no contrarias, que se ayudan y complementan empuj¨¢ndose mutuamente, intentando no destruirse sino sostenerse abraz¨¢ndose.
Por fijarnos ahora en dos aspectos de esa complementariedad m¨¢s en relaci¨®n con el problema planteado al comienzo de este art¨ªculo, recordemos en primer lugar el gran servicio que a lo largo de los siglos ha prestado el Obispo de Roma a la unidad de la Iglesia, tanto en el campo de la fe como en el de la liturgia, la disciplina y la pastoral.
Aunque es imposible evaluar exactamente su aportaci¨®n, por no poder saber hasta d¨®nde hubieran llegado las divisiones en la Iglesia cat¨®lica sin el ministerio del Papa, podemos deducirlo de alg¨²n modo por contraste con lo ocurrido a otras Iglesias separadas de Roma. Con todo el respeto y el aprecio que nos merecen los grandes valores cristianos que conservan los hermanos separados, es innegable el desmigajamiento que han padecido a lo largo de los siglos, formando un complejo mosaico de confesiones, diferentes en cuestiones importantes de doctrina, de liturgia y de moral.
De aqu¨ª que actualmente sean no pocos los que entre ¨¦stos reconocen el valor que supondr¨ªa para las Iglesias aceptar el ministerio del Obispo de Roma como garant¨ªa de la unidad, aunque a veces discrepen en la forma actual como es ejercido en la Iglesia cat¨®lica.
Al mismo tiempo el Papa necesita de la Iglesia universal. No puede vivir aislado si quiere recibir el aliento de vida que palpita en las Iglesias locales y percibir los signos de los tiempos en el mundo. Para una plena y fecunda comuni¨®n es necesaria tambi¨¦n una fluida y adecuada comunicaci¨®n. Y no basta que ¨¦sta circule en un solo sentido, del centro a la periferia, como ya ocurre, sino en sentido contrario tambi¨¦n, desde la periferia al centro, como algo se ,ha iniciado ¨²ltimamente, si bien todav¨ªa de manera insuficiente.
Y ello por dos razones principales, de diferente origen aunque complementarias. En primer lugar, por una raz¨®n pr¨¢ctica, de sentido com¨²n y de experiencia: como dice un refr¨¢n, "el que la lleva la entiende". Solamente en contacto cercano y habitual con la vida se pueden conocer los problemas y buscar soluciones; hacer an¨¢lisis, proyectos y programas y evaluar debidamente la pastoral, la evangelizaci¨®n y el compromiso con el mundo.
Pero existe adem¨¢s un doble motivo que a?adir, propiamente cristiano. Por una parte, el principio, reconocido por los concilios Vaticano I y II, de que los obispos tienen, por derecho divino, potestad ordinaria de jurisdicci¨®n sobre sus di¨®cesis, como verdaderos pastores y sucesores de los ap¨®stoles, elegidos por el Esp¨ªritu Santo, aunque por la mediaci¨®n de la Iglesia en la persona del Romano Pont¨ªfice. La Iglesia no es una multinacional con delegaciones y representantes en diversos pa¨ªses, sino que existe plenamente, con toda su riqueza y todos sus carismas, en cualquier Iglesia local presidida por un obispo.
Al mismo tiempo es tradici¨®n constante en la Iglesia, nuevamente reafirmada por el ¨²ltimo Concilio Vaticano II, la convicci¨®n de que "el pueblo santo de Dios participa tambi¨¦n de la funci¨®n prof¨¦tica de Cristo", y que "la totalidad de los fieles no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando 'desde los obispos hasta los ¨²ltimos fieles laicos' -cita de san Agust¨ªn- presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres" (Lumen gentium, n¨²mero 12).
Por eso, cuando se dice por un cardenal de la Curia romana que el mayor o menor n¨²mero de los que la sostienen no es garant¨ªa de la verdad y que las estad¨ªsticas no son necesariamente un dato de fe, es en principio cierto. Pero tampoco debe olvidarse que en este caso se trata de un cuerpo social muy especial, seg¨²n nuestra misma fe. De aqu¨ª que si una gran parte del pueblo de Dios, con sus obispos y presb¨ªteros, coincide en una determinada manera de entender la doctrina tradicional, de vivir la vida cristiana y de dar testimonio ante el mundo, en consonancia con su determinada coyuntura social y cultural, es de esperar que all¨ª se da una moci¨®n del Esp¨ªritu Santo, que anima a las Iglesias locales para el bien de la Iglesia universal.
Los obispos no podemos caer en la tentaci¨®n de ceder ante la demagogia o el af¨¢n de popularidad, claudicando frente a posibles desviaciones de los fieles, como muy bien dijo el cardenal Ratzinger a los obispos norteamericanos. Pero tampoco ser¨ªa bueno cultivar un estilo de ministerio episcopal de talante autoritario, distante y meramente doctrinal. El ideal del buen pastor es la cercan¨ªa, el acompa?amiento, el di¨¢logo, la paciencia, la esperanza, la comprensi¨®n y la compasi¨®n. Sin negar la radicalidad de los principios evang¨¦licos ni las exigencias del horizonte de la madurez cristiana, en medio hay un largo camino en el que deben andar juntos los pastores con su pueblo. Si la popularidad no es garant¨ªa a priori de acierto pastoral, a¨²n lo ser¨ªa menos la impopularidad.
Tambi¨¦n los hombres de la Curia romana pueden tener sus tentaciones. Una de ellas, que me pareci¨® muy notoria en el libro-entrevista del mismo Ratzinger, es el peligro de la extrapolaci¨®n. Se comprende que en el Vaticano se reciba informaci¨®n de la Iglesia del mundo entero y que acaso gran parte se refiera a problemas y desviaciones de todo tipo. Puede entonces caerse en la trampa de extrapolar esos s¨ªntomas a todo el cuerpo eclesial, lo que ser¨ªa algo as¨ª como si los diagn¨®sticos de una cl¨ªnica de enfermos mentales se extendieran a toda la poblaci¨®n de una ciudad o de un pa¨ªs entero. Es el fen¨®meno que ocurre en la opini¨®n p¨²blica: como s¨®lo es noticia destacable lo anormal, se olvida o no se tiene en cuenta todo lo que de vivo hay en la vida; todo lo bueno, lo bello y positivo que hay en el mundo, fij¨¢ndose -en el doble sentido de atenci¨®n y de fijaci¨®n obsesiva s¨®lo en lo patol¨®gico.
El Papa tiene la ¨²ltima palabra en la Iglesia cat¨®lica. Y aunque su ense?anza no sea infalible e irreformable sino en muy raras ocasiones, en cada tiempo de la historia es una referencia normativa de unidad que debe ser atendida y entendida, aceptada y vivida por los cat¨®licos, seg¨²n las normas hermen¨¦uticas de la misma tradici¨®n, y aplicada de acuerdo con la prudencia pastoral.
Ahora bien: as¨ª como normalmente s¨®lo hay una ¨²ltima palabra, no s¨®lo puede sino que debe haber antes muchas pen¨²ltimas palabras que ayuden a madurar aqu¨¦lla cuando y como el Esp¨ªritu la descubra a la Iglesia. No desoigamos la voz del Papa, pero tampoco pretenda nadie deso¨ªr la voz de la Iglesia y de las Iglesias. Las conferencias episcopales pueden ser en nuestro tiempo el cauce m¨¢s adecuado para el desarrollo y el ejercicio de la colegialidad, tanto entre los obispos de cada ¨¢rea territorial como de los obispos con el Papa y su Curia, sin miedo a las tensiones, sin miedo a la verdad; con caridad y claridad; sin diplomacias ni tapujos; con respeto pero sin servilismos ni oportunismos.
Como frecuentemente repet¨ªa el que fue mi primer obispo, luego cardenal en la Curia romana, Arturo Tabera, "en la Iglesia las tensiones siempre son fecundas". O sea, como un parto, que supone angustias y dolores pero que trae una vida nueva al mundo.
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