MIGUEL LE?N-PORTILLA Jos¨¦ Gaos, un gran espa?ol transterrado
Disc¨ªpulo distinguido de Ortega y Gasset, catedr¨¢tico en la universidad de Madrid y rector de ella (1936-1938), Jos¨¦ Gaos, que acu?¨® el t¨¦rmino, fue eso, "un transterrado". Quiso ¨¦l introducir as¨ª una tajante distinci¨®n. "Desterrado" es el que tiene que dejar su patria y pasa a lugar que le es ajeno. En cambio, "transterrado" es quien, teniendo que salir de su tierra, se establece en otra que le es af¨ªn y en la que llega a sentirse "empatriado", como lo dijo tambi¨¦n Gaos.Al igual que otros muchos miles de espa?oles, qued¨® ¨¦l transterrado en M¨¦xico a ra¨ªz de la guerra civil. El suyo fue fecundo encuentro con el Nuevo Mundo. Nacido en Gij¨®n en 1900, se afinc¨® para siempre en el pa¨ªs que se hab¨ªa llamado Nueva Espa?a. All¨ª, su vida y obra abrieron m¨¢s ancho camino de acercamiento. Su huella perdurable es tal vez menos conocida en Espa?a. Por ello quiero aqu¨ª recordarlo en ocasi¨®n de los 20 a?os de su muerte, acaecida en pleno ejercicio de la c¨¢tedra, el 10 de junio de 1969.
Jos¨¦ Gaos, junto con otros espa?oles tambi¨¦n transterrados y asimismo muy distinguidos, fue fundador de la Casa de Espa?a en M¨¦xico, que habr¨ªa de ser semillero de muchos investigadores y estudiosos. Cofundador de esa Casa fue el bien conocido escritor mexicano Alfonso Reyes, que, a su vez, hab¨ªa, pasado varios a?os de su vida en Espa?a. Con su rico bagaje internacional, Gaos fue en M¨¦xico maestro que form¨® muchos disc¨ªpulos, varios de ellos hoy maestros de maestros. Su acci¨®n en la universidad y en el colegio de M¨¦xico dej¨® honda huella. De entre sus disc¨ªpulos quiero recordar tan s¨®lo cuatro nombres, conocidos en todo el mundo de habla espa?ola: Leopoldo Zea, actualmente coordinador de la comisi¨®n mexicana del V Centenario; Ram¨®n Xirau, fil¨®sofo e hijo del fil¨®sofo catal¨¢n Joaqu¨ªn Xirau; Luis Villoro, que ha impartido cursos en varias universidades de Espa?a, y Jorge Portilla, fil¨®sofo, de muerte prematura.
Gaos motiv¨® a sus estudiantes, entre los que hab¨ªa muchos procedentes de diversos pa¨ªses de Am¨¦rica Latina, a especializarse en temas en relaci¨®n directa con el ser de sus pueblos y naciones. Nuevas formas de filosof¨ªa de la historia comenzaron entonces a florecer bajo su influencia. Entre las obras que ¨¦l escribi¨® hay aportaciones que pueden calificarse de cl¨¢sicas: El pensamiento hispanoamericano (1944), Pensamiento de lengua espa?ola (1945), De antropolog¨ªa e historiograf¨ªa (1962), as¨ª como la que apareci¨® despu¨¦s de su muerte, Historia de nuestra idea del mundo (1973). A todo esto habr¨ªa que a?adir su labor como traductor, o mejor como repensador en castellano, de obras tan importantes como Ser y tiempo, de Martin Heidegger.
He querido escribir acerca de Gaos porque tengo, adem¨¢s, un testimonio que quiero comunicar: Jos¨¦ Gaos, en pleno ejercicio de la c¨¢tedra, muri¨® en mis brazos. Fue el 10 de junio de 1969, en la antigua sede del colegio de M¨¦xico. Presid¨ªa el jurado de un examen doctoral, el de Jos¨¦ Mar¨ªa Muri¨¢, v¨¢stago tambi¨¦n de transterrados. Los otros dos miembros del tribunal ¨¦ramos quien esto escribe y don Wigberto Jim¨¦nez Moreno, distinguido antrop¨®logo, doctor honoris causa por la universidad Complutense. El examen concluy¨® con universal satisfacci¨®n. El sustentante y el p¨²blico asistente evacuaron el aula.
Los integrantes del tribunal iniciamos nuestra deliberaci¨®n. Como presidente, don Jos¨¦ estaba sentado en el centro, y don Wigberto, a su derecha. Coincidimos en la excelencia de la tesis y en lo adecuado de la r¨¦plica del sustentante. La conversaci¨®n, muy cordial, deriv¨® al tema de lo que es la rica complejidad de la historia. Gaos plante¨® la cuesti¨®n del ser de la historia como un arte. Arte m¨¢s que ciencia, y arte en s¨ª misma, como producci¨®n literaria, al modo de los grandes historiadores cl¨¢sicos.
La puerta del aula donde est¨¢bamos se abri¨® entonces. Entr¨® el bedel con el libro de actas de ex¨¢menes y lo coloc¨® sobre la mesa. Interrumpimos la conversaci¨®n. Don Jos¨¦ nos pregunt¨®: "?Aprobamos por unanimidad al examinado?". La respuesta fue un¨¢nime: "S¨ª, y con menci¨®n honor¨ªfica". Sac¨® ¨¦l su pluma y firm¨® en la primera de las actas de examen.
La pluma se escap¨® de su mano y cay¨® al suelo. Me apresur¨¦ a recogerla. Al tratar de d¨¢rsela vi que hab¨ªa perdido el conocimiento. Lo recargu¨¦ sobre m¨ª y con una mano le sostuve la cabeza. Volvi¨¦ndome a don Wigberto, que se mostraba muy perturbado, le dije: "Busque usted auxilio; al maestro Gaos le ha dado un infarto".
Sali¨® don Wigberto y dio aviso a quienes aguardaban fuera del aula. En tanto unos buscaban de urgencia un m¨¦dico, otros, entre ellos el sustentante, Jos¨¦ Mar¨ªa Muri¨¢, entraron al sal¨®n. Jos¨¦ Mar¨ªa se acerc¨® al maestro. Su vida se extingu¨ªa. Creo que me di cuenta del instante en que, despu¨¦s de un leve sacudimiento, su coraz¨®n dej¨® de latir.
En el aula mayor, despu¨¦s de presidir el examen de un disc¨ªpulo suyo, interrumpida su conversaci¨®n sobre el ser de la historia, hab¨ªa llegado al t¨¦rmino de su vida. Su muerte fue la que ¨¦l pudo haber deseado: fue la muerte de un maestro.
Hombre ¨ªntegro, como S¨¦neca, compatriota de origen, antepuso siempre los valores morales a cualquier forma de conveniencia. Jos¨¦ Gaos vivi¨® y muri¨® con sus disc¨ªpulos en torno a ¨¦l, y con su pensamiento apuntando siempre a las alturas. En ¨¦l y en su obra -como ocurri¨® antes con los grandes maestros humanistas del siglo XVI, los Bartolom¨¦ de las Casas, Vasco de Quiroga, Bernardino de Sahag¨²n...- M¨¦xico y Espa?a se acercan y se hermanan. Su legado, siendo nuestro, es asimismo universal.
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