Los h¨¦roes de la retirada
En todas las capitales de Europa se encuentra uno, all¨ª donde el espacio alcanza su mayor densidad simb¨®lica, o sea, en el centro, verdaderos centauros de enorme corpulencia, seres h¨ªbridos de metal fundido, bajo cuyos cascos acuden presurosamente funcionarios a sus ministerios, espectadores a la ¨®pera y creyentes a misa: emperadores romanos, grandes electores, generales eternamente victoriosos. La quimera del hombre montado a caballo representa al h¨¦roe europeo, una figura imaginaria sin la cual la historia pasada del continente ser¨ªa totalmente inimaginable. Desde la invenci¨®n del autom¨®vil, el sentir universal se ha bajado del caballo; Lenin y Mussolini, Franco y Stalin supieron manejarse sin monturas ecuestres. En cambio, aliment¨® el n¨²mero de muestras. Las islas del Caribe y las agrupaciones de Siberia fueron sembradas de h¨¦roes petrificados, y las botas de los representados alcanzaron en bastantes ocasiones alturas, similares a las de una casa unifamiliar. La inflaci¨®n y la elefantiasis anunciaron el pr¨®ximo final de aquellos h¨¦roes, a los que jam¨¢s les preocup¨® otra cosa, que la conquista, el triunfo y la megaloman¨ªa.Los escritores lo hab¨ªan presentido. La literatura se hab¨ªa despedido definitivamente, hace m¨¢s de un siglo, de aquellas figuras miiticas que ella misma hab¨ªa contribuido a crear. La loa soberana y la leyenda heroica pertenecen desde entonces a la prehistoria. La literatura no se ocupa ya desde hace mucho tiempo de Augusto o de Alejandro, sino de Bouvard y P¨¦cuchet, VIadimir y Estrag¨®n. Del rey Federico y de Napole¨®n s¨®lo se habla en los s¨®tanos literarios y, por supuesto, menos todav¨ªa de los himnos de Hitler y las odas de Stalin, cuya determinante era desde el principio verdadera escoria.
Por el contrario, la llamada gran pol¨ªtica se ha mantenido hasta el presente aferrada y entregada al cl¨¢sico esquema heroico. Hoy, como ayer, exalta con condecoraciones la memoria de los h¨¦roes y sue?a con triunfos inalcanzables. En este proceso de anquilosamiento, la pol¨ªtica ha alcanzado el ¨²ltimo grado, como se pone de manifiesto no s¨®lo en su impotencia simb¨®lica, sino tambi¨¦n en la peque?ez del ¨¢mbito de sus acciones. La normalidad democr¨¢tica est¨¢ presa de la ambici¨®n y sed de gloria que sufren de forma visible los dirigentes; no se trata de conquistar un imperio, sino, en el mejor de los casos, una circunscripci¨®n electoral, y el genio del general se ve circunscrito a islas que, como Granada o las Malvinas, s¨®lo con lupa pueden localizarse en el globo. Quien quiera regocijarse con el extraordinario encogimiento de la estructura heroica no necesita m¨¢s que comparar a Churchill con Thatcher, a De Gaulle con Mitterrand. o a Adenauer con KohI. El h¨¦roe ha estado investido siempre, como representante del Estado, de un car¨¢cter teatral; con su actual elite de poder, la Europa occidental ha completado el camino que va desde el modelo terror¨ªfico hasta el de la imitaci¨®n rid¨ªcula. La comicidad involuntaria de ese clan dirigente que se cree err¨®nea y tercamente instalado en no s¨¦ qu¨¦ cumbres pone de manifiesto que del h¨¦roe cl¨¢sico s¨®lo ha quedado una vulgar caricatura.
El lugar del h¨¦roe cl¨¢sico han pasado a ocuparlo en las ¨²ltimas d¨¦cadas otros protagonistas, en mi opini¨®n m¨¢s importantes, h¨¦roes de un nuevo estilo que no representan el triunfo, la conquista, la victoria, sino la renuncia, la demolici¨®n, el desmontaje. Tenemos todos los motivos para ocuparnos de estos especialistas de la negociaci¨®n, pues nuestro continente necesita de ellos si quiere seguir viviendo.
Ha sido Clausewitz, el cl¨¢sico del pensamiento estrat¨¦gico, el que ha demostrado que la retirada es la operaci¨®n m¨¢s dif¨ªcil de todas. Esto vale tambi¨¦n en pol¨ªtica. El non plus ultra del arte de lo posible consiste en abandonar una posici¨®n insostenible. Pero si la grandeza de un h¨¦roe se mide por la dificultad de la misi¨®n con que se enfrenta, se deduce de aqu¨ª que el esquema heroico no s¨®lo tiene que ser revisado, sino invertido. Cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba. Mil veces m¨¢s dif¨ªcil es desactivarla.
En cualquier caso, para hacer un h¨¦roe no bastan la simple habilidad y la competencia. Lo que hace memorable al protagonista es la dimensi¨®n moral de su acci¨®n. Pero precisamente en este aspecto encuentran los h¨¦roes de la retirada una reserva tan masiva como tenaz. La opini¨®n general se mantiene aferrada, sobre todo en Alemania, al esquema tradicional. Reclama, hoy como ayer, al personaje imperturbable y exige una moral pol¨ªtica de principios firmes y v¨¢lidos para todo, y esto significa tambi¨¦n, si es necesario, andar sobre cad¨¢veres. Pero precisamente esta claridad inequ¨ªvoca es lo que no puede ofrecer en ning¨²n caso el h¨¦roe de la retirada. Quien abandona las propias posiciones no s¨®lo entrega un terreno objetivo, sino tambi¨¦n una parte de s¨ª mismo. Semejante paso no puede tener lugar sin una separaci¨®n de la persona y su papel. El ethos del h¨¦roe se halla precisamente en su ambivalencia. El especialista en desmontaje demuestra su valor moral asumiendo esa ambig¨¹edad.
El paradigma aqu¨ª dise?ado ha encontrado su realizaci¨®n hist¨®rica al amparo de las dictaduras absolutas del siglo XX. Los pioneros de la retirada la dejaron entrever primero de forma velada y oscura. De Nikita Jruschov se podr¨ªa afirmar que no sab¨ªa lo que hac¨ªa, que no ten¨ªa en absoluto idea clara de las implicaciones de su actuaci¨®n; al final hablaba de completar el comunismo en lugar de suprimirlo. Sin embargo, ¨¦l puso, con su famoso discurso ante el 20? Congreso del PCUS, no s¨®lo el germen de su propia ca¨ªda. Su horizonte intelectual era limitado; su estrategia, torpe; su actitud, autocr¨¢tica; sin embargo, en coraje civil sobrepas¨® pr¨¢cticamente a todos los pol¨ªticos de su generaci¨®n. Precisamente su car¨¢cter vacilante lo calific¨® de forma especial para esa tarea. Hoy est¨¢ patente m¨¢s que nunca la l¨®gica subversiva de su carrera heroica: con ¨¦l ha comenzado el desmontaje del imperio sovi¨¦tico.
Todav¨ªa aparece de forma m¨¢s clara la divisi¨®n interior del especialista de derribos en la figura de Janos Kadar. Este hombre, que fue enterrado en Budapest sin pena ni gloria hace un par de meses, pact¨® con las tropas de ocupaci¨®n tras el levantamiento fracasado de 1956. Ochocientas sentencias de muerte, se dice, tiene en su haber. Apenas fueron enterradas las v¨ªctimas de la represi¨®n, Kadar puso manos a la obra de su vida, que le ocupar¨ªa durante casi 30 a?os. La obra consisti¨® en enterrar con paciencia y perseverancia la autocracia del partido comunista. Es digno de atenci¨®n el hecho de que este proceso discurriera sin grandes turbulencias; contragolpes y mentiras para vivir le han acompa?ado siempre; maniobras t¨¢cticas y compromisos han sido su est¨ªmulo permanente. Sin el precedente h¨²ngaro, dif¨ªcilmente habr¨ªa comenzado el desmoronamiento del bloque oriental; es indiscutible que Kadar marc¨® aqu¨ª un nuevo rumbo. Es asimismo evidente que el jefe h¨²ngaro no estaba en condiciones de hacer frente a las fuerzas que ¨¦l contribuy¨® a desatar. El sino t¨ªpico del empresario hist¨®rico de derribos est¨¢ precisamente en que con su trabajo mina siempre tambi¨¦n su propia posici¨®n. La din¨¢mica que ¨¦l pone en marcha le arroja a un lado; ¨¦l es v¨ªctinia de su ¨¦xito.
Adolfo Su¨¢rez, secretario general de Falange Espa?ola, se convirti¨®, tras la muerte de Franco, en primer ministro. En un golpe de mano exactamente planeado desmantel¨® el r¨¦gimen, despoj¨® de poder a su propio partido unificado y sac¨® adelante una Constituci¨®n democr¨¢tica: una operaci¨®n tan dif¨ªcil como arriesgada, que Su¨¢rez llev¨® a cabo con arrojo personal y brillantez pol¨ªtica. Aqu¨ª no estaba en acci¨®n, como en el caso de Jruschov, un presentimiento vago, sino una conciencia extremadamente clara. Se trataba no s¨®lo de transformar por completo el aparato pol¨ªtico, sino tambi¨¦n de disponer al Ej¨¦rcito a no moverse; una purga militar habr¨ªa conducido a una represi¨®n sangrienta y probablemente a una nueva guerra civil.
Tampoco este caos se puede abordar con una simple ¨¦tica de simpat¨ªas que s¨®lo distingue entre ovejas blancas y negras. Su¨¢rez fue participante y beneficiario del r¨¦gimen de Franco; si no hubiera pertenecido al c¨ªrculo m¨¢s ¨ªntimo del poder no habr¨ªa estado en disposici¨®n de abolir la dictadura. Al mismo tiempo, su pasado le asegur¨® la desconfianza insuperable de todos los dem¨®cratas. De hecho, Espa?a no le ha perdonado hasta el presente. A los ojos de sus antiguos camaradas, ¨¦l fue un traidor; a los ojos de aquellos para quienes hab¨ªa abierto el camino, fue un oportunista. Desde que se retir¨® como t¨ªpica figura de la transici¨®n no ha vuelto a pisar terreno firme. El papel que ¨¦l representa en el actual sistema de partidos ha quedado m¨¢s bien oscuro. Una cosa, y solamente una, tiene garantizada el h¨¦roe de la retirada: la ingratitud de la patria.
En la figura de Wojciech Jaruzelski, esta apor¨ªa moral adquiere incluso rasgos tr¨¢gicos. EI fue quien salv¨® a Polonia en 1981 de una inminente invasi¨®n sovi¨¦tica. El precio por ello fue la proclamaci¨®n de la ley marcial. y el arresto preventivo de la oposici¨®n, que hoy, bajo su presidencia, rige el pa¨ªs. Este impresionante ¨¦xito de su pol¨ªtica no le ha salvado de que una parte notable de la sociedad polaca le contemple en silencio todav¨ªa hoy con odio. Nadie le aclama: jam¨¢s se librar¨¢ de las sombras de sus acciones. ?l hab¨ªa contado desde un principio con ello, y en esto reside su fuerza moral. Jam¨¢s se le ha visto sonre¨ªr. El gesto tenso y totalmente inexpresivo, los ojos ocultos tras unas gafas oscuras, representan a este patriota como un m¨¢rtir. Este san Esteban de la pol¨ªtica es una figura de formato shakespeariano.
No puede decirse lo mismo de otros rezagados. Egon Krenz y Ladislav Adamec no ocupar¨¢n probablemente en la historia m¨¢s que una nota al pie de p¨¢gina: el uno, como una versi¨®n burlesca, y el otro, como la versi¨®n hip¨®crita del retirado heroico. Pero ni la sonrisa ir¨®nica del alem¨¢n ni el semblante paternal del checo pueden confundir a nadie sobre su indispensabilidad. La versatilidad acomodaticia que se les reprocha ha sido su ¨²nico m¨¦rito. En la quietud paralizante del momento exacto en que se espera a otro y no acontece nada, uno tuvo que carraspear primero, producir ese ruido peque?o, medio ahogado, que pone en movimiento a un alud. "Uno", como dec¨ªa en cierta ocasi¨®n un socialdem¨®crata alem¨¢n, "uno tiene que ser el tirano sanguinario". Setenta a?os despu¨¦s uno tuvo que sujetar el brazo al tirano sanguinario, por m¨¢s que eso lo hiciera un polichinela comunista que rompi¨® el silencio de muerte. Nadie le recordar¨¢ con benevolencia. Pero precisamente esto le hace memorable.
Los ep¨ªgonos de la retirada se mueven por impulso ajeno. Obran bajo una presi¨®n que viene de abajo y de arriba. El verdadero h¨¦roe de la renuncia, en cambio, es ¨¦l mismo, la fuerza motriz. Mijail Gorbachov es el iniciador de un proceso, con el que otros, m¨¢s o menos voluntariamente, intentan ir al paso. ?l representa -como es ya hoy manifiesto- una figura secular. La dimensi¨®n clara de la tarea que se ha impuesto es algo sin precedentes. Est¨¢ empe?ado en desmontar el pen¨²ltimo imperio monol¨ªtico del siglo XX, sin violencia, sin p¨¢nico, sin guerras. Si esto ser¨¢ posible o no est¨¢ por ver. Con todo, nadie habr¨ªa considerado posible hace unos meses lo que ¨¦l ha conseguido hasta ahora por ese camino. Ha tenido que pasar mucho tiempo hasta que el mundo ha empezado a entender su proyecto. La inteligencia superior, la valent¨ªa moral y la perspectiva amplia de este hombre, todo ello estaba tan lejos del horizonte de la clase pol¨ªtica -en Oriente y en Occidente- que ning¨²n Gobierno se ha atrevido a tomarle la palabra.
Tampoco sobre su popularidad en su pa¨ªs podr¨¢ Gorbachov hacerse muchas ilusiones. El m¨¢s grande de todos los pol¨ªticos de la renuncia se ve all¨ª a cada paso enfrentado al problema de los resultados inmediatos, como si se tratara de anunciar otra vez a los pueblos un futuro prometedor que ofreciera a cada uno, seg¨²n sus necesidades y de forma gratuita, jab¨®n, cohetes y fraternidad; como si hubiera alguna otra forma de progreso que la retirada; como si no dependieran todas las oportunidades futuras de desarmar al Leviat¨¢n y de encontrar el camino que conduce del abismo a la normalidad. Es claro que cada paso por este camino representa un peligro mortal para el protagonista. Por la izquierda y por la derecha est¨¢ rodeado de enemigos viejos y j¨®venes, gritones y mudos. Como corresponde a un h¨¦roe, Gorbachov es un hombre muy solitario.
No se trata en todo esto de reclamar un reconocimiento p¨²blico para los grandes y peque?os h¨¦roes del desarme, un reconocimiento que, por lo dem¨¢s, ni ellos mismos piden. No hacen falta nuevos monumentos. En cambio, es hora ya de tomar en serio a estos nuevos protagonistas y considerar aquello en lo que convienen y aquello en que se distinguen. Una moral pol¨ªtica que s¨®lo conoce figuras luminosas y seres desalmados no ser¨¢ capaz de realizar semejante examen.
Un fil¨®sofo alem¨¢n ha dicho que al final de este siglo no se trata de mejorar el mundo, sino de respetarlo. Este juicio vale no s¨®lo para aquellas dictaduras que actualmente est¨¢n siendo desguazadas con m¨¢s o menos arte delante de nuestros ojos. Tambi¨¦n a las democracias occidentales les aguarda un desarme del que no existe precedente. El aspecto militar no es m¨¢s que uno entre muchos. Otras posiciones insostenibles que hay que eliminar son las que se refieren a la guerra de deudas con el Tercer Mundo, y la retirada m¨¢s dif¨ªcil de todas es la de la guerra que estamos librando desde la revoluci¨®n industrial contra nuestra propia biosfera.
Ser¨ªa hora, por tanto, de que nuestros insignificantes pol¨ªticos tomaran ejemplo de los especialistas del desmontaje. Las tareas que hay que solventar exigen capacidades que hay que estudiar ante todo en los modelos. As¨ª, una pol¨ªtica de la energ¨ªa o del tr¨¢fico que merezca tal nombre s¨®lo puede abordarse con una retirada estrat¨¦gica. Esta pol¨ªtica exige el desmontaje de industrias clave que a largo plazo no son menos peligrosas que un partido unificado. El coraje civil que se necesitar¨ªa para ello es semejante al que un funcionario comunista necesita cuando se trata de abolir el monopolio d¨¦ su partido. En lugar de esto, nuestra clase pol¨ªtica se ejercita en posturas necias de vencedores y mentiras de autocomplacencia y vanidad. Triunfa levantando muros y cree que va a dominar el futuro qued¨¢ndose sentada fuera. Del imperativo moral de la renuncia no siente nada. El arte de la retirada le es ajeno. Nuestra clase pol¨ªtica tiene todav¨ªa mucho que aprender.
Hans Magnus Enzensberger es escritor. Traducci¨®n: Tom¨¢s Romera Sanz.
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