La melancol¨ªa democr¨¢tica
Pascal Bruckner, aquel compa?ero inseparable de Alain Finkielkraut, en El desorden amoroso y La aventura a la vuelta de la esquina, acaba de publicar, por separado, un libro en Seuil con el t¨ªtulo de La m¨¦lancolie d¨¦mocratique. ?Cu¨¢l es esta nueva melancholiae, bilis negra, o renovado spleen, que discurre por Occidente? En los ¨²ltimos a?os, desde Giorgio Amben hasta Jean Starobinsk, desde Erwin Panofsky hasta Ger Mattenklot, se ha acariciado el saber melanc¨®lico como manera de asociarse a la era finisecular y como rescate o seducci¨®n de una realidad extraviada.Seg¨²n Freud, la melancol¨ªa es una reacci¨®n a la p¨¦rdida de un objeto de amor, a la que no sigue, no obstante, como cabr¨ªa esperar, una transferencia de la libido hacia un nuevo objeto, sino su retirada al yo, identificado de modo narcisista con el objeto perdido. El individualismo contempor¨¢neo, el regreso al yo, la moda del cocoon o del sujeto egotista y encerrado en casa, la renuncia a proyectos colectivos denegados en favor del ¨¦xito particular, la general dispersi¨®n de la sociedad civil despu¨¦s de que el teatro de la utop¨ªa ha clausurado sus puertas, segregan por m¨²ltiples flancos este flujo sutil e invisible del cuerpo.
Pero ?en qu¨¦ estriba m¨¢s particularmente "la melancol¨ªa democr¨¢tica"? De una parte se refiere al estado de cada ciudadano, a su incesante universo de domingo por la tarde. Pero de otra, tambi¨¦n a la nostalgia respecto a un sistema democr¨¢tico que ha perdido el prestigio de su presencia ¨¦pica ante el contagio generalizado.
Nuevas giras
Es parad¨®jico, dice Bruckner, que justamente ahora, cuando la democracia triunfa por zonas apartadas, cuando la historia de las luces se enciende en regione antes oscuras o nubladas del extrarradio, cuando parece realidad que por fin los buenos hayan ganado a los malos, se viva en una amplia fracci¨®n de Europa (no tanto en la reciente democra cia espa?ola) una impresi¨®n de temerario vac¨ªo.
De un lado la alegr¨ªa del triunfo de la raz¨®n occidental invita a la celebraci¨®n, pero, de otro, el ¨¦xito mismo induce a reflexionar sobre su historia y su contenido. En la pugna por la extensi¨®n de la democracia se obten¨ªa un placer, un contraste con el enemigo, valiosas se?as de identidad moral. Consumada la lucha, siendo todos dem¨®cratas, regresa el recuerdo de los males que tanto reaccionarios como progresistas occidentales le achacaron al sistema. Para el reaccionario, la democracia es perversa porque eleva al inferior y rebaja al superior, sit¨²a la opini¨®n del ciudadano deslacado al nivel del desdichado. Es "la barbarie del n¨²mero" (Goncourt) o la "adici¨®n de ceros" (Nietzsche) que acaba transformando una naci¨®n en una colecci¨®n de ¨¢tomos exiliados en su propia multitud. Pero para el progresista, a su vez, el sistema democr¨¢tico es peligroso porque priva a los hombres de la esperanza de acabar de una vez por todas con la injusticia. Les pide respetar la legalidad y el veredicto de las urnas. Promete mucho, pero no cesa de retrasar el cumplimiento de sus promesas.
Para Marx la democracia (la "democracia formal", burguesa) reduce cada voz a "una patata dentro de un saco de patatas", consagra la separaci¨®n de los hombres y difiere la emancipaci¨®n del g¨¦nero humano.
Ahora la democracia viaja por el Este comunista, se aloja en zonas desvalorizadas del Tercer Mundo. La impresi¨®n, seg¨²n Pascal Bruckner, es parecida a la que produce el expediente de un cantante demod¨¦ en su propio pa¨ªs, que busca, mediante giras, reiniciar su carrera art¨ªstica en el extranjero. La emoci¨®n que despierta en los nuevos p¨²blicos se vive aqu¨ª (en el centro de la Europa con tradici¨®n democr¨¢tica) con similar melancol¨ªa a la que suscita la observaci¨®n del primer arrebato amoroso en un adolescente. Melancol¨ªa por aquello que hace dos siglos se combati¨® con ¨ªmpetu y hoy se asume con la certitud negativa de vivir el menos malo de los sistemas posibles. Un sistema que ha mostrado sus defectos e insuficiencias, su incapacidad para sintetizar los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad, que convive con la injusticia y con las nuevas castas separadas por las escalas salariales, que ha banalizado la cultura y que a la vuelta de su historia fija su obsesi¨®n en la ecolog¨ªa o, lo que es lo mismo, en la proclamaci¨®n no ya del derecho del hombre a la instrucci¨®n y a la salud, sino del simple derecho a ?sobrevivir!
Banalizaci¨®n de la cultura
?Puede llegar a ser lo mismo un buen dise?o de un frasco de perfume que un cuadro de C¨¦zanne? ?Es lo mismo un buen anuncio publicitario que una buena novela? Un p¨²blico crecientemente escolarizado, millones de ciudadanos con t¨ªtulo universitario o similar consumen indiscriminadamente una serie de televisi¨®n y un libro de Kundera, compran por cientos de miles una obra de Umberto Eco o de Harold Robins, visitan en tanta cantidad los estadios deportivos como los museos, se agotan con parecida prontitud las entradas a la ¨®pera como a un concierto de rock. M¨¢s de 2.000 festivales de danza de teatro o de m¨²sica en Europa procuran el complemento a los viajes tur¨ªsticos. Todos nos hemos vuelto consumistas camale¨®nicos de la cultura. Los dibujos animados fueron un descubrimiento de los grandes intelectuales de los a?os sesenta y hoy el videoclip o el anuncio publicitario a cargo de directores de el¨ªte se coloca al lado de las obras de arte. El v¨ªdeo sobre la exposici¨®n de Vel¨¢zquez multiplica la venta de ejemplares a las revistas sensacionalistas y los vips y drusgstores son las librer¨ªas de la actualidad.
La democracia de la cultura ha generado poco a poco una nueva melancol¨ªa, una nostalgia de lo grandioso fuera de la circulaci¨®n mercantil. Los genios, en la democracia, no han dejado de aparecer, pero son todos humanos, demasiado humanos. Desde el siglo XVII la obra de arte dejo de preocuparse por representar un macrocosmos exterior al hombre y se centr¨® en el mundo interior del individuo. Cada creador se convirti¨® en autor comisionado para dar cuenta de su propia realidad interior, como dice Luc Ferry.
La melancol¨ªa del arte actual que copia de los griegos (Bofill, Rossi, P¨¦rez Villalta), de los egipcios (pir¨¢mide de Pei), de los barrocos (Graves), es manifestaci¨®n del desencanto democr¨¢tico. ?Ser¨ªa hoy posible una cultura sin kitsch, sin mixtura, fuera de contexto y tono?
Posiblemente no. Pero pocos conf¨ªan en la solidez de las creaciones actuales. Si fuera afectada. por un terremoto una peque?a iglesia rom¨¢nica es predecible que antes se hablar¨ªa de reconstruirla que de levantar un edificio de nueva planta. La celeridad de las novedades, la vida efimera de los productos, en literatura o en arte mueven a la melancol¨ªa sobre obras de siglos precedentes que han preservado la solidez de su valor. La melancol¨ªa por lo grandioso bate el coraz¨®n del consumidor. Las largas expediciones ante la exposici¨®n de Vel¨¢zquez, pero tambi¨¦n de D¨¦gas o de Van Gogh, y la vigorizada devoci¨®n por el arte cl¨¢sico, denotan la ansiedad por comunicarse con una obra que rebase, con su aura, la polvorienta laicidad de la democracia. Melancol¨ªa de la democracia. Doblemente: ciudadanos que viven aislados, declinados de la participaci¨®n ut¨®pica; pero tambi¨¦n melancol¨ªa de la democracia primera, hoy divulgada, desprendida de carisma y fatalmente democratizada.
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