Afganist¨¢n, sin sovi¨¦ticos pero con guerra
Kabul sigue sitiada, pese a la retirada de la URSS
GEORGINA HIGUERAS ENVIADA ESPECIAL,La mujer, arrodillada, llora sobre el cad¨¢ver de su hijo. Al paso de la enviada especial de EL PA?S levanta la s¨¢bana, que deja al descubierto un cuerpo abrasado por la explosi¨®n de una mina, y alza las manos al cielo como preguntando: ?por qu¨¦? Un cansancio enorme se ha adue?ado de las almas de los kabul¨ªes, que han perdido la esperanza de que acabe esta guerra mort¨ªfera que se ha cobrado m¨¢s de un mill¨®n y medio de vidas. Hace m¨¢s de 16 meses que las tropas sovi¨¦ticas abandonaron Afganist¨¢n y la capital contin¨²a sitiada por los muyahidin, que controlan las monta?as que circundan el valle donde est¨¢ enclavada.
La gente habla en voz baja y lentamente, como si hablando de la guerra se sufriera menos. "Llevamos 11 a?os encerrados en Kabul. Como en una c¨¢rcel. Soy de Pagman, a s¨®lo 25 kil¨®metros, y los bombardeos no me dejan ir", se?ala Nomen, un telegrafista que aprendi¨® su oficio en Alemania Occidental.Al alba, como una rutina, la ciudad se estremece por el lanzamiento, desde la base de Dorelamon, cercana al Ministerio de Defensa, de uno o m¨¢s misiles Scud. Tienen un alcance de hasta 300 kil¨®metros y van dirigidos contra un supuesto pu?ado de muyahidin en una monta?a cualquiera, pero muchas veces tambi¨¦n caen en las ciudades.
"?Se acuerda de Najis y de Sucurti?", inquiere uno de los empleados del hotel donde se alojan los periodistas extranjeros. Con tristeza me conduce al aparcamiento donde a¨²n quedan los restos del cohete que mat¨®, hace dos semanas, al recepcionista y al portero. En estos tres d¨ªas el continuo bombardeo ha dejado caer en los jardines traseros del hotel cuatro cohetes, y te advierten que no te acerques a las ventanas, muchos de cuyos cristales ya han reventado por las ondas expansivas.
"El mayor n¨²mero de v¨ªctimas se produce entre la poblaci¨®n civil, y muchas son ni?os", afirma Darcy Christien, director del Comit¨¦ de la Cruz Roja Internacional. Las 200 camas del hospital de esta organizaci¨®n est¨¢n ocupadas, y la media de entrada de heridos diarios es de 12. Minas, metralla, disparos o misiles, la muerte acecha a cada kabul¨ª. "?Para qu¨¦ tanta muerte? Hace falta una soluci¨®n", musita Abdul Hadir, un anciano que tomaba el sol con varios amigos cuando un mortero estall¨® y mat¨® a nueve de ellos e hiri¨® a cinco.
La intensificaci¨®n de los combates desde que la nieve comenz¨® a derretirse y la guerrilla musulmana puede moverse por los pases de monta?a abiertos revela que el verano ser¨¢ caliente. La resistencia armada sabe que se encuentra ante su ¨²ltima oportunidad de participar en el poder, porque ya es imposible que lo tome. "Cada misil que ¨²ltimamente explota en Kabul erosiona la credibilidad de que gozaban los muyahidin", afirma un diplom¨¢tico asi¨¢tico.
Malo para el negocio
Por el contrario, el Gobierno, aunque sigue sin ganarse la confianza de la gente, comienza a ser respetado. Desde que en marzo levant¨® el estado de emergencia que pesaba sobre la capital desde la retirada sovi¨¦tica, el toque de queda ha quedado reducido a cinco horas. No hay cortes de electricidad y los suministros b¨¢sicos est¨¢n garantizados. "La vida es cara porque no hay forma de hacer negocios, pero es vivible", se?ala un peque?o comerciante al comparar con el a?o pasado, cuando no hab¨ªa ni az¨²car, ni harina, ni gasolina, y el mercado negro de lo poco existente dejaba en la m¨¢s horrible penuria a gran parte de los habitantes de la capital. Una mueca de sonrisa asoma a sus labios. Los kabul¨ªes s¨®lo se vuelven taciturnos cuando se les *hace reflexionar sobre el calvario que viven.
Abdul Wakil, ministro de Exteriores y uno de los pilares del r¨¦gimen, en una entrevista con EL PA?S, expres¨® su satisfacci¨®n por la reapertura de la Embajada de Francia en Kabul. Wakil se?al¨® que las diferencias entre Estados Unidos y la Uni¨®n Sovi¨¦tica sobre el problema afgano "se han estrechado considerablemente", y expres¨® su convicci¨®n de que tan pronto lleguen a un acuerdo, las Naciones Unidas tendr¨¢n v¨ªa libre para organizar las elecciones en Afganist¨¢n.
Lo cierto es que mientras la poblaci¨®n parece haber perdido toda esperanza, el gobernante Partido Democr¨¢tico Popular de Afganist¨¢n (DPDPA) ha ganado nuevos ¨ªmpetus y se dispone a librar una batalla por su nueva identidad. "Cuando se fueron las tropas sovi¨¦ticas nos dimos cuenta de que exist¨ªamos y ten¨ªamos una fuerza. Despu¨¦s del golpe de Estado frustrado del pasado marzo hemos comprendido que estamos Unidos", afirma Ahmad Mazdak. Miembro del bur¨® pol¨ªtico y de la secretar¨ªa del PDPA, Mazdak, de 32 a?os, representa toda una generaci¨®n de nuevos cuadros dispuesta a cambiar de arriba a abajo el partido: "Vamos a potenciar el sector privado, a tratar de atraer inversiones extranjeras".
Cuando el 15 de febrero del a?o pasado cruzaron la frontera las tropas que hab¨ªan sostenido en el poder contra la voluntad de los afganos al PDPA, los analistas internacionales vaticinaron que el presidente de la Rep¨²blica, Mohamed Najibul¨¢, y su partido no ser¨ªan capaces de mantenerse un mes.
Ahora, el PDPA, m¨¢s seguro que nunca, ha convocado el segundo congreso de sus 24 a?os de historia para finales de este mes, en el que, a imitaci¨®n de lo que han hecho los partidos comunistas del Este de Europa, se arrepentir¨¢ de sus errores hist¨®ricos, se cambiar¨¢ el nombre por el de Partido del Pa¨ªs y abrir¨¢ sus puertas a la econom¨ªa de mercado.
"Con tanto cambio, vamos a terminar por llamar al A?o de la Revoluci¨®n (1979) el A?o de Incidentes", comenta, medio en broma, medio en serio, un funcionario y miembro del PDPA.
Los que no est¨¢n afiliados desconf¨ªan, y se?alan que una renovaci¨®n de estatutos sin un nuevo cuadro dirigente es un "simple lavado de cara". Seg¨²n Mohamed Asgar, presidente de la Sociedad de Salvaci¨®n Nacional, cuya intenci¨®n es ser puente entre el Gobierno y la resistencia establecida en Ir¨¢n y Pakist¨¢n, y hacerlo "en nombre de la masa silenciosa", s¨®lo podr¨¢ hablarse de cambios cuando el PDPA "deje el monopolio del poder y acceda a desarmarse".
Hacia el fin de la mara?a
La mayor¨ªa de las familias afganas tiene sus varones divididos entre las fuerzas regulares y las rebeldes. "Las redes de uno y otro bando llegan hasta el ¨²ltimo rinc¨®n del pa¨ªs", comenta un miembro del partido gobernante, el PDPA, al se?alar que un primo de su mujer es uno de los jefes de distribuci¨®n de armas de la guerrilla que circunda Kabul. "Yo no puedo denunciarlo porque los muyahidin saben perfectamente qui¨¦n soy y d¨®nde est¨¢ mi familia. Estar¨ªamos perdidos. Aqu¨ª nos conocemos todos y sabemos d¨®nde y c¨®mo act¨²a cada uno".Las deserciones son frecuentes, aunque m¨¢s bien podr¨ªa hablarse de cambios temporales. Entre el Gobierno y los soldados, como entre los jefes de la guerrilla, residentes en Pakist¨¢n e Ir¨¢n, y los muyahidin, existe todo un entramado de lealtades tribales que colocan a una aldea o a un grupo hoy con un bando y ma?ana con otro.
La retirada sovi¨¦tica, la mayor islamizaci¨®n del pa¨ªs y el insistente bombardeo muyahidin de las ciudades est¨¢n inclinando lentamente la balanza a favor del Gobierno. A la p¨¦rdida de terreno en el interior, la guerrilla, cuyos lazos con el narcotr¨¢fico y el contrabando de armas est¨¢n m¨¢s que comprobados, se enfrenta tambi¨¦n al eventual cese de la ayuda norteamericana, su principal valedor. El fin de la mara?a parece cercano.
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