AURELIO ARTETA Desparpajo episcopal
Amortiguado el ruido de sables, vuelve el rumor de las casullas, un como golpear de b¨¢culos. El se?or arzobispo de mi di¨®cesis dijo el otro d¨ªa, en un alarde de originalidad, que nunca en este pa¨ªs hubo tanta corrupci¨®n como bajo el Gobierno socialista. Por las mismas fechas, una comisi¨®n episcopal pronunci¨® su vade retro contra el nuevo proyecto de ley de educaci¨®n. Agradezcamos a nuestros patriarcas que, por una vez, hayan prescindido del estilo melifluo que se gastan para contentar a fieles e infieles. Y demos por sentado que la libertad de expresi¨®n (que ellos est¨¢n bien lejos de permitir en sus dominios) ampara a todos, incluso a sus ilustr¨ªsimas. Aun as¨ª, parece justo y saludable poner a los obispos -civilmente hablando- en su sitio.Es ¨¦sta una tarea a la que la humanidad m¨¢s sensata lleva siglos dedicada, a lo que se ve sin resultados notables. Hasta la misma clerec¨ªa lleg¨® a proclamar no hace mucho "la autonom¨ªa de lo temporal", pero la doctrina no cuela, y menos desde que el esp¨ªritu sopla de Cracovia. Y es que la dificultad de estos prelados arranca de su doble ciudadan¨ªa. Si su reino fuera s¨®lo del otro mundo no habr¨ªa problemas; la complicaci¨®n surge de que su cuerpo mortal, ay, les hace tambi¨¦n habitantes de ¨¦ste. Es normal entonces, como sucede a tantos creyentes, que confundan su documento de identidad, y a la hora de presentar el secular exhiban su certificado celestial. En tal caso se les reconviene fraternalmente y en paz. Pero que desde su condici¨®n de administradores del m¨¢s all¨¢ los se?ores obispos se arroguen una autoridad -siquiera moral- en el m¨¢s ac¨¢, eso s¨ª que no. Monsergas de monse?or.
Los se?ores obispos tendr¨¢n autoridad en materia de fe, pero como tales no ostentan ninguna especial en materia de costumbres. Los se?ores obispos podr¨¢n ser maestros de moral cat¨®lica (y eso mientras su grey les reconozca en cada caso una peculiar inspiraci¨®n y resigne su propia conciencia a la de sus pastores), pero carecen de t¨ªtulo particular que los habilite en problemas de moral general y ¨¦tica civil. De tejas abajo, los pr¨ªncipes de la Iglesia no disponen en estas y otras cuestiones de m¨¢s autoridad que la de cualquier hijo de vecino: o sea, la de su propia capacidad racional. Afirmar otra cosa ser¨ªa tanto como decir que Arist¨®teles, Spinoza o Kant, puesto que no llegaron a obispos ni mostraron particular vocaci¨®n para ello, no pasaron de aprendices en el conocimiento moral. Lo cierto es m¨¢s bien lo contrario: que precisamente el peso de la mitra suele inclinar a cometer en este punto gruesos errores. Uno de los m¨¢s b¨¢sicos ser¨ªa el de hacer de la moral un mero ap¨¦ndice de la religi¨®n revelada, y as¨ª no dejar espacio para una ¨¦tica aut¨®noma. Otro, el de separar moral y pol¨ªtica de tal manera que esta divisi¨®n imposible destine a los ciudadanos comunes a ocuparse s¨®lo de la pr¨¢ctica civil y adjudique a estos ciudadanos consagrados la misi¨®n de juzgar la conducta privada y p¨²blica del resto. As¨ª que, por la presente y en nombre de los que no somos de la parroquia, solicito que los obispos nos dejen de "mirar desde arriba" (pues no otra es la misi¨®n del episcopo).
Advi¨¦rtase, de paso, que esta presunci¨®n de los jerarcas se refleja a menudo en los modos civiles de sus fieles m¨¢s arriscados. Estos benditos ponen el grito en el cielo (es un decir, porque suelen ponerlo bastante m¨¢s cerca) cada vez que imaginan detectar la m¨ªnima irreverencia hacia sus creencias. Tan naturales consideran sus convicciones que ni alcanzan a sospechar la molestia que los dem¨¢s soportamos ante su pr¨¦dica o manifestaci¨®n p¨²blicas. El asalto a nuestra intimidad -cuando no a nuestra cartera-, el agravio a nuestra inteligencia o sencillamente al buen gusto, no les produce el menor temblor. Al contrario, se escandalizan de nuestro mero existir. Se conoce que han olvidado la advertencia de su maestro de que ser¨ªan ellos, y no nosotros, el motivo de esc¨¢ndalo...
Pero resulta que, junto a no serlo ya de derecho, tampoco de hecho constituyen hoy los obispos ni sus subordinados inmediatos una autoridad moral para la mayor¨ªa de los espa?oles. Oiga, ?y acaso no es cierto que gran parte de nuestros conciudadanos sigue recurriendo, en los momentos claves de su existencia, a estos monopolizadores del sentido de la vida? Sin duda, pero sobran los indicios de que muchos los requieren no tanto por necesitarlos como por no haber aprendido aun a sustituirlos. Carente de expectativas sobrenaturales, hay gente que todav¨ªa no sabe festejar con naturalidad el nacimiento o la boda, acompa?ar al moribundo o despedir al difunto. Mientras lo aprenden, se reproduce solemnemente y como si nada pasara una mentira cotidiana: la de representar los gestos del rito cuando apenas se da ya cr¨¦dito al mito
A fin de probarlo, bastar¨ªa con examinar los resultados del refer¨¦ndum que Hacienda convoca cada a?o para pulsar nuestro ardor creyente desde el bolsillo. Tan decepcionantes resultan que el prelado de mi di¨®cesis no tard¨® en insinuar que ah¨ª hab¨ªa trampa. De seguir en vigor que "donde est¨¦ vuestro tesoro, all¨ª estar¨¢ vuestro coraz¨®n", sin embargo, las ense?anzas que se desprenden son di¨¢fanas. La primera, que la mayor¨ªa de los espa?oles no se muestra dispuesta a pagar un precio, por irrisorio que sea (y que de todos modos van a desembolsar), en favor de la salvaci¨®n de su alma. Y ello -entre otros motivos- porque no cree en tal salvaci¨®n o porque, aun aspirando a la vida eterna, desconf¨ªa que sea la Iglesia cat¨®lica una agencia salvadora de suficiente garant¨ªa. La segunda es que tampoco desea cotizar por otros servicios m¨¢s terrenales prestados por la Iglesia (asistenciales, sanitarios, educativos ... ). Pues debe de juzgar con raz¨®n que, o bien son servicios p¨²blicos, y su organizaci¨®n y cuidado debe correr a cargo del Estado, o son privados, y entonces han de ser sufragados por sus clientes.
Por uno y otro lado, en suma, se adelgaza la base social desde la que el poder eclesi¨¢stico persiste en reclamar para el presente sus pasados privilegios. ?De d¨®nde brota, por tanto (y por aludir a sus m¨¢s feroces exabruptos), su airada pretensi¨®n de que la educaci¨®n religiosa y la ense?anza privada sean financiadas con el dinero de todos? Es de temer que de los mismos manantiales tan poco sobrenaturales que Marx ya denunciara hace m¨¢s de cien a?os: "La venerable Iglesia anglicana, por ejemplo, perdona de mejor grado que se nieguen 38 de sus 39 art¨ªculos de fe que el verse privado de un treinta y nueveavo de sus ingresos pecuniarios". Y es que hay cosas para las que no corre el tiempo.
Justo al rev¨¦s, en definitiva, de lo que opinan sus ilustr¨ªsimas, una de las mayores dolencias de nuestra democracia es la de no ser a¨²n lo bastante laica. Pues esta forma de gobierno, a riesgo de contradecirse, no puede reconocer para lo com¨²n otra autoridad que la procedente del laos (es decir, del pueblo) ni otros derechos y procedimientos que no sean los establecidos por ¨¦l. All¨¢ el pueblo escogido si acepta depositar la palabra de Dios en sus pastores; una comunidad que se precie de humana s¨®lo aceptar¨¢ el vox p¨®puli, vox Dei como lema. De modo que cada vez que concedemos alguna prerrogativa civil a quien la funda en razones de derecho divino cedemos parte de nuestro propio derecho y raz¨®n.
Por recordar estas evidencias, ?como ha de importarnos ser tachados de rancio anticlericalismo? Vamos, hombre: simple r¨¦plica al m¨¢s viejo y a¨²n contempor¨¢neo antilaicismo de los cl¨¦rigos. Verbigracia, de los obispos. Tendr¨ªa gracia que quienes se hacen llamar los ordinarios del lugar pasaran por los m¨¢s listos del barrio.
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