Despertar de un sue?o
No soy amigo de los paralelismos hist¨®ricos ni de vagas analog¨ªas entre los tiempos que corren y otras ¨¦pocas pasadas.Lejos quedan las ilusiones de la generaci¨®n spengleriana en torno a supuestas leyes de? devenir hist¨®rico. T¨¦rminos como ocaso o decadencia de una ¨¦poca (cultura o sociedad) deben usarse con prevenci¨®n. Si se utilizan con pretensi¨®n de pron¨®stico o de predicci¨®n carecen de valor cognoscitivo. Pero pueden adquirir entonces un claro sentido pol¨ªtico, ya que muchas veces basta pronosticar algo para disponer la atenci¨®n y el deseo en relaci¨®n a su cumplimiento. El soci¨®logo americano Merton hablaba de la "profec¨ªa que se cumple a s¨ª misma". Si se anuncia un crash econ¨®mico, el solo hecho de anunciarlo (con base o sin ella) hace muy posible que el pron¨®stico profetizado acabe por cumplirse.
Y sin embargo, la humanidad, con todas sus insondables diferencias entre etnias y entre particulares, no deja de ser, en ocasiones, bastante semejante a s¨ª misma. Tiende a, responder (ante est¨ªmulos, obst¨¢culos o situaciones parecidas) de modo tipificado y a trav¨¦s de formas que pueden perfectamente, si no repetirse de modo mec¨¢nico, al menos recrearse mediante los mecanismos complejos de la mimesis.
Como puro ejercicio de comprensi¨®n de los tiempos que corren se me plantea si existe alg¨²n recodo de la experiencia humana hist¨®rica que guarde con el presente algunas similitudes. Y entonces no puedo evitar que mi imaginaci¨®n y mi memoria vuelen, sin dificultad y sin asomo de duda, a una ¨¦poca determinada y s¨®lo a una. Se dirigen, en efecto, a ese misterioso siglo II de nuestra era en el que bajo la pl¨¢cida instalaci¨®n de un imperio bien asentado, firme en su dominio imperial, bien consolidado dentro de su limes, bull¨ªa una sociedad cada vez m¨¢s distante (y alejada en su fuero interno) en relaci¨®n a los valores que el propio imperio representaba. Una sociedad abrumadoramente urbanizada y masificada, entretenida con grandes espect¨¢culos circenses, sincr¨¦tica y mestiza toda ella, contaminada de provincianos y de b¨¢rbaros, en la que la provincia, especialmente oriental, iba ganando la partida a la metr¨®poli romana, minando su fatua supremac¨ªa moral y mental hasta invadirla con sus ancestrales y redivivas costumbres de viejos imperios, con sus religiones m¨¢s o menos helenizadas, con sus gustos y sus creencias. En esa sociedad ya se dibujaba, tras el limes, el fantasma de un tercer mundo, ni romano ni provincia no-oriental, sino perteneciente a pueblos reputados desde el imperio como salvajes o b¨¢rbaros, que miraban con envidia y avidez el derroche de civilizaci¨®n, cultura material, situaci¨®n (econ¨®mica, social y cultural) que la metr¨®poli y sus provincias presentaban. Detr¨¢s de la vanguardia (m¨¢s o menos asimilada) de esos pueblos b¨¢rbaros se apostaban sus infinitas retaguardias, formando c¨ªrculos conc¨¦ntricos ¨¢vidos de avance y de apremio por allegarse hasta, el limes, deseosos. de dar el asalto y el embite definitivo al cerco imperial romano.
Pronto despert¨® ese imperio de su sue?o cosmopolita y de su concepci¨®n universalista, la que le proporcionaba sobre todo la filosof¨ªa del P¨®rtico. Ese imperio ya no era el ¨²nico centro de poder sobre la- tierra perceptible, sino que, frente a ¨¦l, a modo de referencia negativa o sombra, se iba consolidando y reconstruyendo una vez m¨¢s el eterno enemigo, el hostes, el otro perenne de ese centro occidental, el imperio alternativo que ya hab¨ªa puesto en jaque a los antepasados hel¨¦nicos. Poco a poco resucitaba el gran imperio iran¨ª a trav¨¦s de la dinast¨ªade los sas¨¢nidas, instaurando en el siglo III, frente a Roma, un segundo espacio de poder pol¨ªtico, de irradiaci¨®n de cultura religiosa y de influencia moral y mental.
Dur¨® menos de un siglo la sucesi¨®n de buenos emperadores: un verdadero canto del cisne. Desdo C¨®modo en adelante, acaso desde el propio emperador estoico Marco Aurelio, en curiosa alternativa de dictadores de fortuna (generales del,Iimes, la mayor¨ªa provincianos o hasta b¨¢rbaros, algunos cristianos o mitraicos) y de -grandes histriones religioso-circenses (Heliog¨¢balo, Caracalla, etc¨¦tera), fue descomponi¨¦ndose el tejido social y pol¨ªtico hasta llegarse, a mediados del siglo III, al horizonte de no retorno, a la anomia general, a eso que los historiadores llaman la pavorosa revoluci¨®n.
Los mejores habitantes de esa caricatura de imperio ya no estaban dispuestos a restablecer las normas de un mundo pol¨ªtico, social y cultural sentenciado. Hu¨ªan al desierto, se refugiaban en la intimidad de sus propias almas, buscaban la salvaci¨®n por la v¨ªa del conocimiento contemplativo, por la m¨ªstica o por la gnosis, se un¨ªan entre s¨ª en peque?os grupos (lo m¨¢s parecidos a sectas), rend¨ªan tributo a dioses m¨¢s ¨ªntimos, m¨¢s pr¨®ximos, m¨¢s cercanos, que esos acartonados dioses del pante¨®n romano y de la religio oficial. Celebraban cultos a la Diosa Madre, a Cibeles, a Isis, a Astart¨¦-Afrodita (y a sus hijos tr¨¢gicos Adonis, Atis) o bien buscaban la felicidad ¨ªntima absoluta por el camino asc¨¦tico y m¨ªstico, por el encratismo, por la org¨ªa (o por todas estas formas de exaltaci¨®n y ¨¦xtasis combinadas). Las virtudes p¨²blicas eran concebidas como algo que debe ser superado, unamera ilusi¨®n hip¨®crita y un verdadero obst¨¢culo para el conocimiento, incluso una forma antit¨¦tica respecto al camino genuino de la sabidur¨ªa.
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