El desierto de los t¨¢rtaros
No s¨¦, cuando se publique este escrito, si habr¨¢ estallado la guerra del Golfo ni si Sadam Husein habr¨¢ tenido un nuevo sue?o o George Bush una nueva pesadilla. ?Qui¨¦n puede saberlo en esta ¨¦poca tan mala para los futur¨®logos? Ya casi hab¨ªamos olvidado lo que era la incertidumbre, y de s¨²bito, sin que los muchos expertos en el futuro nos alertaran, hemos entrado en una extra?a atm¨®sfera de dudas. Seg¨²n se ha repetido a menudo en las conversaciones de estos d¨ªas, "no sabemos qu¨¦ puede pasar". Tampoco antes lo sab¨ªamos, como es obvio, pero simul¨¢bamos que s¨ª lo sab¨ªamos: no pod¨ªa pasar nada. As¨ª, algunas voces prematuramente nost¨¢lgicas han empezado a hablar de los felices a?os ochenta. Una comparaci¨®n, cuando menos, turbadora si se tiene en cuenta las dos d¨¦cadas que sucedieron a los supuestamente felices a?os veinte.Una comparaci¨®n, por lo dem¨¢s, gratuita, como la mayor¨ªa de las comparaciones hist¨®ricas, aunque ilustradora de un extendido modo de ver las cosas, de acuerdo con el cual un mundo es feliz en la medida en que logra convencerse de que nada inquietante sucede. No es, por tanto, relevante si hay sucesos inquietantes -los hab¨ªa en abundancia tanto en los veinte como en los ochenta-, sino m¨¢s bien la capacidad de autoconvencimiento de que no los hay. Al parecer, un mundo con esta capacidad se considera feliz, y una ¨¦poca con tales caracter¨ªsticas, pr¨®spera.
Lo que se ha resquebrajado en los ¨²ltimos meses es esta capacidad. De pronto, inesperadamente, ha aparecido la incertidumbre. Son curiosos los ritmos que provoca la incertidumbre: primero, perplejidad; luego, temor, y finalmente, cierta laxitud, casi indiferencia, en busca de nuevas formas de olvido. Mientras el ruido de los tambores de guerra sonara en la lejan¨ªa, el mundo feliz pod¨ªa vivir sin sobresaltos. Estaba tan habituado a las borrosas guerras lejanas que se hab¨ªa familiarizado con ellas sin alterar para nada sus costumbres. La sangre pod¨ªa ser servida por los televisores a la misma hora en que se serv¨ªan los platos a la mesa. Las im¨¢genes no dificultaban la digesti¨®n porque proced¨ªan de guerras tan remotas que asemejaban acontecer en mundos inexistentes.
De repente, los tambores sonaron m¨¢s cerca. Hubo al principio, durante unos pocos d¨ªas, sordera e incredulidad. Al fin y al cabo, el escenario no era nada novedoso: durante los felices ochenta, all¨ª hab¨ªa tenido lugar una representaci¨®n de la que hab¨ªan emanado tantas im¨¢genes repetidas de brutalidad que hab¨ªa acabado por convertirse en anodina. Dentro de esta monoton¨ªa era f¨¢cil confundir una guerra con otra. Hasta que fuimos informados de que no deb¨ªa ser as¨ª. Esta guerra nos concern¨ªa. Entonces se supo que algo efectivamente estaba ocurriendo y que las im¨¢genes que se emit¨ªan, aunque aparentemente similares a las de tantas ocasiones, eran esta vez importantes. Nos involucraban.
Tras el asombro producido por el hecho de que algo estaba sucediendo brotaba el temor al qu¨¦ suceder¨¢. Una guerra, en apariencia como tantas, se hab¨ªa metamorfoseado en nuestra guerra. Ya no era posible permanecer imp¨¢vidos ante el televisor cuando era nuestro mundo, sorprendentemente infeliz de la noche a la ma?ana, el que formaba parte de la representaci¨®n. Las im¨¢genes no eran muy diferentes de las que hab¨ªamos contemplado, con cierto tedio, centenares de veces: m¨¢quinas de guerra, refugiados, fanatismo, caras de exaltaci¨®n y de miedo. Pero comprend¨ªamos que eran distintas, pues sab¨ªamos, o nos hac¨ªan saber, que est¨¢bamos implicados en ellas. El tono fr¨ªo y cansino que relataba las masacres distantes se hab¨ªa cambiado por el acento nervioso y solemne que anuncia la amenaza.
Sin embargo, tambi¨¦n la incertidumbre genera sus propios anticuerpos. Pasado alg¨²n tiempo, el aire de la amenaza, tras su m¨¢ximo enrarecimiento, se disuelve en vapores m¨¢s soportables. Un secreto alivio lleva a munnurar que nada ha sucedido. Lo ir¨®nico es que, en efecto, no ha sucedido nada que permita llegar a esta conclusi¨®n. Las condiciones que llevaron a golpear los tambores de guerra permanecen inalterables, pero, parad¨®jicamente, su sonido parece escucharse m¨¢s lejano. Es cierto que se producen bruscas aproximaciones, aunque por lo general el acento solerrine ha ido remitiendo a favor del tono cansino. Ya no conmueven las im¨¢genes como lo hac¨ªan en el periodo ¨¢lgido de la amenaza, y a pesar de que todav¨ªa f¨®rmernos parte de la representaci¨®n, tenemos la oscura conciencia de que podremos abandonar el escenario de modo que nuestra guerra se transforme de-nuevo en una de esas guerras que fastidiosamente, en el breve intervalo entre concursos, meteorolog¨ªas y deportes, nos emiten las pantallas de los televisores. Superada la amenaza de nuestra guerra en directo, tenemos el cuerpo acostumbrado a tolerar las peque?as dosis de guerras en diferido.
Aunque tambi¨¦n podr¨ªa pasar que la amenaza no hubiera sido superada y que el peligro de que ¨¦sta fuera nuestra guerra subsistiera. Podr¨ªa reiniciarse el ciclo de la incertidumbre para volver a la sospecha, al temor y a la simulaci¨®n. ?sta es la lecci¨®n para un mundo que identifica su bienestar con la ausencia de inquietud: no poder ignorar permanentemente el acecho de mundos inquietantes. Por muy pertrechado que est¨¦ en su fortaleza.
Durante estos meses me ha venido a la memoria con frecuencia la novela de Dino Buzzati El desierto de los t¨¢rtaros. He recordado la historia del oficial Giovanni Drogo, destinado a una fortaleza fronteriza sobre la que planea una amenaza siempre aplazada pero recurrentemente actual. M¨¢s all¨¢ de la frontera, a trav¨¦s de la gran estepa, pueden aparecer los invasores. Por mucho tiempo nadie interrumpe la neblinosa l¨ªnea de horizonte. Los habitantes de la fortaleza llegan a habituarse a su rutina, hasta que un d¨ªa, al fondo de la llanura, surgen unos puntos sospechosos. A lo largo de unas semanas irrumpe la incertidumbre, con su temor y su amenaza. Luego, olvidados los indicios, de nuevo la rutina. La operaci¨®n se repite varias veces, increment¨¢ndose el ciclo de la incertidumbre. La invasi¨®n de los t¨¢rtaros se suspende indefinidamente, y los defensores llegan a convencerse de que es inexistente. Pero es s¨®lo autoconvencimiento: saben que existe.
No s¨¦ si se desencadenar¨¢, en la realidad de las armas, la guerra del Golfo. La guerra, en su realidad espectral, ya lo ha hecho, suscitando el aprendizaje de la incertidumbre. Mientras el mundo feliz se fundamente en la persistencia de mundos inquietantes ser¨¢ Inevitable esperar que m¨¢s all¨¢ del desierto aparezcan los t¨¢rtaros para recordarnos que existen.
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