Los traidores
Desde el principio hubo h¨¦roes y villanos; luego llegaron los ap¨®statas y los conversos, los tontos ¨²tiles, los sentimentales peligrosos, los expertos as¨¦pticos, los reba?os lentos de vencidos, los muladares de muertos, los celebradores voluntarios que han seguido de lejos a los ej¨¦rcitos y les recitaban coartadas ¨¦picas para encender su furia, como aquellos poetas mercenarios que viajaban en el s¨¦quito de los tiranos en las guerras antiguas. Pero hasta hace unos d¨ªas falt¨® en el reparto una figura imprescindible, la del traidor, sin la cual no hay hero¨ªsmo ni victoria posible. Es cierto que los peri¨®dicos extranjeros han publicado relatos sobre la persecuci¨®n y exterminio de palestinos en Kuwait despu¨¦s de la retirada de los iraqu¨ªes, pero he notado que la prensa espa?ola se ha abstenido casi escrupulosamente de traducirlos: en la revista Time un joven kuwalt¨ª, educado en las mejores universidades norteamericanas, cuenta con satisfacci¨®n, y con notables dotes literarias, c¨®mo mat¨® de un tiro en la sien a quien hab¨ªa sido hasta hace pocos meses su mejor amigo, un palestino que hab¨ªa ido con ¨¦l a la escuela y que al parecer se hab¨ªa convertido en informador del Ej¨¦rcito iraqu¨ª durante la invasi¨®n. En un pa¨ªs que no es m¨¢s que un desierto, con el cielo ennegrecido a mediod¨ªa y el horizonte iluminado por fuegos infernales como los que se ven al fondo de algunos cuadros de El Bosco, los palestinos se esconden, huyen y mueren acusados sumariamente de traici¨®n, pero se trata de una traici¨®n colectiva, muy semejante por cierto a la que durante siglos se atribuy¨® a los jud¨ªos, y para que esa culpa adquiera su m¨¢s alta eficacia es preciso que se encarne en una figura singular, como m¨¢ximo en dos, que pierda su sombr¨ªa cualidad de epidemia para convertirse en un pecado individual, en una cara que pueda ser destinada a la infamia, en un cuello que la horca o la cuchilla puedan cercenar. La guerra y la patria necesitan el hero¨ªsmo, pero necesitan sobre todo la traici¨®n: estatuas y gui?apos, pechos orgullosos en los que prender medallas, caras humilladas sobre las que escupir.Las caras de los h¨¦roes ya nos son familiares: puede que alguna vez obtengan el prestigio del m¨¢rmol y del bronce, pero por lo pronto ya han ingresado en la gloria tr¨¦mula y obsesiva de la televisi¨®n: el solemne general negro, con ese residuo de la dignidad agraviada de Martin Luther King, domesticada luego en las pel¨ªculas de polic¨ªas y de m¨¦dicos negros; el montanoso general Schwartzkopf, que hubiera querido culminar la guerra con el exhaustivo pundonor de un especialista en la erradicaci¨®n de cucarachas; aquella joven que fue prisionera de guerra y que volvi¨® del cautiverio con una sonrisa m¨¢s bien triste y un mono amarillo. En cuanto a las caras de los vencidos, no era preciso que ninguna destacase de la muchedumbre. Napole¨®n, que ten¨ªa motivos para saberlo, aseguraba que la victoria tiene padres innumerables, pero que la derrota es hu¨¦rfana: el nombre de los vencidos, como el del demonio, es multitud, y por eso nuestra memoria visual se ha acostumbrado a verlos en largas columnas de hombres derrotados que avanzan con las cabezas bajas y reh¨²yen mirar hacia los fot¨®grafos. El hero¨ªsmo, la traici¨®n, son m¨¦ritos singulares; el fracaso es gregario, y todos los perdedores de todas las guerras se agrupan en los caminos devastados con los mismos harapos y vendas y avanzan tristemente hacia ninguna parte junto a la chatarra militar tirada en las cunetas, arroj¨¢ndose a ellas cuando la aviaci¨®n victoriosa decide aplicarse sin riesgo a sembrar de cad¨¢veres la retirada. Los vencidos siempre tienen las caras mal afeitadas de los pobres, tal vez por la miserable raz¨®n de que todos son pobres: si no lo fueran no habr¨ªan ido a la guerra, no volver¨ªan de ella caminando, con alpargatas viejas, con botas deshechas, con mantas de mulos, como los ¨²ltimos republicanos espa?oles que pasaban a Francia.No puede ser casual que el pa¨ªs donde se han erigido las m¨¢s hermosas estatuas de h¨¦roes sea tambi¨¦n el m¨¢s f¨¦rtil en inolvidables traidores. La estatua del general Montgomery en un breve jard¨ªn urbano de Londres, la del general Gordon, tendido en su catafalco de m¨¢rmol negro en la catedral de San Pablo como sobre una pira funeraria, excitan una irresponsable admiraci¨®n que a los lectores de Graham Greene, de John Le Carr¨¦, de Borges, de Leopold Trepper no nos resulta incompatible con la que hemos dedicado desde siempre al insigne Kim Philby y a su apocado c¨®mplice sir Anthony Blunt, que nunca tendr¨¢n estatuas en ning¨²n parque ni l¨¢pidas en las que perseveren sus nombres, pero que alcanzaron en la jerarqu¨ªa inversa de los traidores una celebridad no indigna de las mejores p¨¢ginas de la literatura.
Pero sin duda esta variedad suprema de la traici¨®n es una prerrogativa brit¨¢nica. En su apartamento de Mosc¨², leyendo puntualmente en The Times los resultados de la liga de cr¨ªquet y tratando de comprender -sin ¨¦xito, seg¨²n propia confesi¨®n- las tortuosas intrigas de John Le Carr¨¦, Kim Philby sigui¨® conservando hasta el d¨ªa de su muerte una dignidad de coronel condecorado y retirado. Los traidores espa?oles tienen el patetismo arcaico de los condenados por la Inquisici¨®n, y como entre ellos se cuentan algunas de nuestras inteligencias m¨¢s altas, su cat¨¢logo se parece m¨¢s a una mon¨®tona eleg¨ªa. que a una novela de espionaje. En cuanto a los traidores norteamericanos, tienden a ser v¨ªctimas sin remisi¨®n inmoladas en la silla el¨¦ctrica, como Sacco y Vanzetti y los esposos Rosemberg, o doctrinarlos m¨¢s bien pelmazos cuyas narraciones autobiogr¨¢ficas suenan tediosamente a informe oficial y a confesi¨®n ante el psiquiatra. Ser¨¢ por falta de sutileza intelectual o de tradici¨®n literaria, pero cualquiera que compare las memorias del ex agente de la CIA Philip Agee con las de Kim Philby aceptar¨¢ que la impostura en los servicios secretos, igual que la novela de esp¨ªas, es un arte exclusivamente brit¨¢nico.
Y no parece que la situaci¨®n vaya a variar ahora que se han publicado las fotografi¨¢is de dos posibles traidores norteamericanos acusados de conspiraci¨®n a favor de Irak durante la guerra del Golfo. Da m¨¢s bien la impresi¨®n de que alguien not¨® en el ¨²ltimo momento que faltaban unos p0cos comparsas en la escenograf¨ªa barroca de la victoria, y que se han buscado r¨¢pidamente dos traidores y se les ha asignado la culpa igual que se elige a dos haraganes o a dos carpinteros en las bambalinas del teatro y se les da una lanza y se les viste un faldell¨ªn m¨¢s o menos egipcio y un tocado oriental para que desfilen como figurantes en la apoteosis de Aida, ¨®pera que por cierto tambi¨¦n trata de vencedores y vencidos, de traidores y h¨¦roes. A dos soldados norteamericanos les han asignado esa tarea: son negros, son musulmanes, cinco veces al d¨ªa se apartaban de sus compa?eros para prosternarse en oraci¨®n. Les acusan de haber tramado la muerte del capit¨¢n del buque donde serv¨ªan y de: intentar sabotearlo en beneficio de los iraqu¨ªes. Nadie sabe ahora mismo si son culpables o son inocentes, pero han empezado a parecerse tanto a toda una genealog¨ªa de traidores condenados sin motivo y rescatados de la infamia cuando ya estaban muertos, que la piedad hacia ellos es mucho menos poderosa que el hast¨ªo hacia un espect¨¢culo tan inagotablemente repetido en todas partes como el teatro angustioso de la mentira y de la crueldad.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.