No hay viento
En estos d¨ªas hay tres grandes escuelas de pensamiento. Seg¨²n la primera y m¨¢s tradicional, el fin del mundo es inminente. La guerra del Golfo le dio mucha fuerza, tras el fracaso del discurso sobre el exterminismo, fase superior del capitalismo, con el que el excelente historiador Edward P. Thompson nos tuvo el alma en vilo durante la baja guerra fr¨ªa. Ahora, la conversi¨®n de Rusia y el aspecto meditabundo de un Wojtyla que en buena l¨®gica deber¨ªa estar euf¨®rico le dan nueva credibilidad: el tercer misterio de F¨¢tima siempre podr¨ªa ser una alternativa al derrumbe del capitalismo a consecuencia de nuestros pecados.La segunda escuela es m¨¢s optimista, y se podr¨ªa resumir en una canci¨®n de REM: Este es el fin del mundo que conocemos, y yo estoy encantado. La canci¨®n es anterior a la ca¨ªda del muro, y sin embargo podr¨ªa ser la consigna de quienes no eran (¨¦ramos) partidarios del status quo de la posguerra, y a¨²n apuestan (apostamos) por un mundo en el que la gente pueda tratar de elegir su propio destino, incluso aunque de partida haya que contar con una gran desigualdad de oportunidades. (Quiz¨¢ esto sea atribuir demasiados significados a la canci¨®n: puede que me ciegue la admiraci¨®n que siento por REM desde que me dijeron que Michael Stipe, su cantante, era novio de Natalie Merchant, de 10.000 Mamacs).
La tercera escuela sostiene que no ha tenido ni tendr¨¢ lugar el fin del mundo, pero que se ha acabado la historia, y aunque pasen muchas cosas ya nunca va a pasar nada. Esta es una escuela extra?a, pues aunque resume la esencia de la llamada y desacreditada posmodernidad, aunque es fiel herencia del vituperado Fukuyama, encuentra amplio p¨²blico entre quienes se dicen pol¨ªticamente radicales. Y enlaza, parad¨®jicamente, con la primera escuela, la de que el fin del mundo est¨¢ pr¨®ximo a causa de una creciente p¨¦rdida de los principios morales y pol¨ªticos.
Pues, en efecto, las dos coinciden en que ya no tiene sentido hacer pol¨ªtica ni hablar de ella. Si el mundo est¨¢ condenado de antemano no tiene sentido tratar de evitarlo (aquel pobre Lot, afan¨¢ndose pat¨¦ticamente en encontrar 10 hombres justos). Y, si no va a haber fin del mundo, hay tiempo de sobra para criticar las imperfecciones de lo cotidiano, prepararse con calma para ir creando la alternativa sin pecado original o, simplemente, para ocuparse de la vida privada y dejar que otros se afanen por la vida colectiva, llevados de un insensato af¨¢n de notoriedad, de dinero o, peor a¨²n, de un mal superado idealismo.
Pero supongamos que la segunda escuela es la m¨¢s sensata, y que en 1989 se acab¨® el mundo que conoc¨ªamos. Supongamos adem¨¢s que no se ha acabado la historia, y que de las decisiones que se tomen en esta d¨¦cada puedan depender cosas tan distintas como el nivel de vida de los espa?oles que sigan vivos en el a?o 2000, la posibilidad de que vivamos en un mundo en paz o en una crisis armada permanente, la posibilidad de que nuestras sociedades sean libres y pac¨ªficas, o guetos policiales como los que reflejaba aquella vieja y poco meditada pel¨ªcula, Soylent green (Cuando el destino nos alcance, creo que se tradujo, y no mal), con masas de parias y minor¨ªas protegidas e instaladas en una lujosa inseguridad.
Si as¨ª suponemos, resulta que precisamente estamos en el momento de tomar decisiones cruciales sobre la Europa que se va a crear, o por lo menos sobre la Europa que queremos, sobre la paz en Oriente Pr¨®ximo, sobre las relaciones de cooperaci¨®n y seguridad compartida en el Mediterr¨¢neo. Del ¨¦xito o el fracaso de la democracia en el Este y en la URSS, en el norte de ?frica o en Am¨¦rica Latina, depender¨¢ el mundo en que vamos a vivir, que sea o no un mundo pac¨ªfico y solidario o un mundo cada vez m¨¢s desigual y sacudido por convulsiones violentas. Resultan as¨ª escandalosos el provincianismo de nuestras discusiones pol¨ªticas y la miop¨ªa de algunos de sus protagonistas, el partidismo estrecho y la p¨¦rdida de cualquier horizonte que vaya m¨¢s all¨¢ del IPC y las expectativas econ¨®micas a muy corto plazo.
A las personas de cierta edad nos asalta la sospecha de que se repite una vieja historia, la de los a?os sesenta, cuando la generaci¨®n dirigente no supo transmitir los problemas pendientes a una multitud de j¨®venes a los que no les importaba nada lo bien que se hab¨ªan resuelto los problemas de la d¨¦cada anterior.
Esta desconexi¨®n tuvo efectos positivos (confieso, avergonzado, que en momentos de nostalgia sigo oyendo a los Beatles, a los Stones y a las bandas de la costa Oeste), pero tuvo efectos no tan buenos: la crisis econ¨®mica de los setenta y la aparici¨®n de la nueva mayor¨ªa moral gracias a la cual hemos vivido o estamos ahora viviendo la experiencia del neoconservadurismo.
Esta no es una reflexi¨®n moral, sino la expresi¨®n de un notable des¨¢nimo ante la fragilidad de los canales de comunicaci¨®n cultura], a los que los Fil¨®sofos m¨¢s optimistas atribuyen una cierta capacidad para lograr una evoluci¨®n social que superar¨ªa la lenta evoluci¨®n gen¨¦tica de la naturaleza. No somos capaces (mi generaci¨®n) de explicar a los m¨¢s j¨®venes que el futuro no tiene nada que ver con la agenda que impone la vida cotidiana, que las cosas que se nos imponen como importantes no lo son, ni que el destino que se nos dice fatal podr¨ªa ser cambiado.
Quiz¨¢ es una paradoja inevitable que en los tiempos en que se juegan las grandes decisiones nadie quiera hablar de pol¨ªtica, sino de personas y pol¨ªticas de campanario. Pero no deber¨ªamos resignarnos: como dir¨ªan otros n¨¢ufragos de otra rebeli¨®n m¨¢s joven, si no hay viento habr¨¢ que remar. Qui¨¦n sabe si en estos tiempos de modas cambiantes el remo se har¨¢ popular de la noche a la ma?ana, aunque s¨®lo sea por combatir el tedio y tratar de llegar a alguna parte.
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