El doctor Mara?¨®n entre dos fuegos
La realidad t¨®pica sobre Gregorio Mara?¨®n concluy¨® deform¨¢ndolo, porque no era la realidad aut¨¦ntica, afirma el autor. Hoy comienza en distintos centros de Madrid la Semana Mara?¨®n 1991. Mara?¨®n biologiz¨® la cl¨ªnica y, al tiempo, la humaniz¨®. Y atin¨® como nadie a convertir a los lectores en c¨®mplices de sus textos, agrega. En c¨®mplices satisf¨¦chos, fruto del rigor condescendiente.
Es curioso, pero siempre que uno trata de volver a la figura del doctor Mara?¨®n surgen, decididos e inevitables, los t¨®picos. Quiz¨¢ porque ¨¦l se pas¨® la vida luchando contra ellos.Don Gregorio era el antit¨®pico. Pero ya se sabe que la criatura empe?ada en circular a trav¨¦s de la vida colectiva apartando los prejuicios, es decir, las opiniones fuertes, se expone, al manotazo, al improperio, al desm¨¢n irresponsable. Esto, en una primera fase. Porque si el individuo resiste, esto es, persiste, llega un momento en que el insulto se convierte inesperadamente en admiraci¨®n, y el rechazo en aceptaci¨®n. Con lo cual no es nada extra?o que la actitud reverencial vaya, a su vez, tomando figura de lo con-sabido. Nace as¨ª la figura del partidario ciego, del incondicional que, por el hecho. de serlo, ya se cree segunda encarnaci¨®n de aqu¨¦l a quien, en principio, combati¨®. Es el que con-sabe, el que con-vive, el que co-participa de la gloria del otro. De ah¨ª el aire de par¨¢sito que tantos arrepentidos aceptadores de la ajena fama ofrecen.
Se ha dicho que la realidad, cuando la adulteramos, toma venganza deform¨¢ndonos. La realidad t¨®pica sobre don Gregorio concluy¨® deform¨¢ndolo. ?Por qu¨¦? Pues, sencillamente, porque no era la realidad aut¨¦ntica, la oculta, la valiosa. Los admiradores reflejaban -s¨®lo reflejaban- la superficie brillante de lo que el m¨¢ximo doctor defend¨ªa. Y fueron muchas las cosas que nuestro hombre defendi¨®. Por eso su presencia en la vida comunitaria era constante. Los dem¨¢s se la agradec¨ªan a su manera. Una manera con frecuencia arrebatada, sin control razonable e igual a la de los enemigos -que no fueron pocos?Y cu¨¢l era la verdad profunda de don Gregorio Mara?¨®n? ?Cu¨¢l era? ?En qu¨¦ consist¨ªa ese ¨²ltimo plano personal, al que casi nadie accede, en la comprensi¨®n del pr¨®jimo y que es, sin embargo, la mina profunda del mejor y m¨¢s rico fil¨®n? Dicho de otra manera, ?en qu¨¦ consist¨ªa la ¨ªntima estructura humana de Mara?¨®n? Esto me parece a mi que es lo que conviene determinar -si ello es hacedero-, ya que el otro form¨¢to, el externo, ah¨ª est¨¢ a la disposici¨®n de todos su obra m¨¦dica gigantesca, su labor humanista de primer¨ªsima calidad, su laboriosidad, su sempiterna entrega a las tareas intelectuales m¨¢s diversas. Mara?¨®n biologiz¨® la cl¨ªnica y, al tiempo, la humaniz¨®. Mara?¨®n nos aclar¨® el misterio de tantos y tantos personajes hist¨®ricos. Mara?¨®n nos alert¨® sobre ciertos males morales que suelen atacarnos con extra?a e irritante periocidad, etc¨¦tera, etc¨¦tera.
Mas todo eso, tan considerable, manaba de un ¨²nico hontanar, de una escondida veta ¨ªntima cuya esquem¨¢tica formulaci¨®n yo me atrevo a sintetizar en estas dos palabras: rigor condescendiente.
Claridad y exactitud
Ante todo, el doctor Mara?¨®n se exig¨ªa mucho de s¨ª mismo, y, en consecuencia, tambi¨¦n se lo exig¨ªa, pero de distinta manera, a los otros. Tomemos un ejemplo: su preocupaci¨®n por la claridad. Claridad en todo, en las ideas y en la exposici¨®n de las ideas. Claridad ante la propia, espec¨ªfica, tarea y, de rebote, claridad de entendimiento; esto es, supuesta buena intenci¨®n por parte del lector en la asimilaci¨®n de lo que ¨¦l, incansablemente, e incluso inesperadamente, propon¨ªa. Pero la exigencia pide ataduras, pide exactitud. Ambas cosas sobrenadaban en los escritos mara?onianos, ingr¨¢vidas, como aligeradas de pesadumbres conceptuales. Las ataduras formales apenas las notaba el lector. ?Por qu¨¦? Pues porque antes el indagador, el escritor, hab¨ªa tenido buen cuidado de ofrecerlas como un aliciente y no como una dificultad. As¨ª pues, a la transparencia de las ideas y del estilo, a la transparencia en la manera de decir las cosas, se un¨ªa una indudable facilidad. Es bueno, es magn¨ªfico si el autor. tiene en cuenta, generosamente, los afanes lectores y procura, con elegante adem¨¢n -que es el que no se nota-, encauzar h¨¢bilmente, el esfuerzo entendedor de los dem¨¢s. Estos d¨ªas rele¨ªa yo los Cahiers Andr¨¦ Guide, y en uno de sus vol¨²menes, en el que se incluye cierto intercambio epistolar entre el novelista y Mauriac, el primero le dice a su corresponsal: "El gran arte de usted consiste en convertir a sus lectores en c¨®mplices". Sin duda. Y esto era lo que acontec¨ªa con don Gregorio. Tambi¨¦n ¨¦l atinaba como nadie a convertir a los lectores en c¨®mplices de sus textos. En c¨®mplices satisfechos, fruto del rigor condescendiente.
Para m¨ª, esta fue la gran lecci¨®n, la m¨¢xim a lecci¨®n del gran hombre cuyo aniversario ahora subrayamos. Pues esa complicidad llev¨® en su seno una eborme carga de positivas virtudes, a saber: la tolerancia, el respeto como norma de convivencia, la busca constante-de lo verdadero, el salto audaz sobre la rutina, el culto a la fecundidad del trabajo y el rechazo inexorable de toda gratuita negaci¨®n. En suma -repito-, el rigor condescendiente.
Y ahora, cuando echo de menos -muy de menos- ese rigor condescendiente, aparece ante m¨ª -reaparece- el bulto humano de don Gregorio. Es una fugaz visi¨®n hecha de retazos en los que se funden numerosos recuerdos personales. Cuando se rememora, y a¨²n m¨¢s cuando la rememoraci¨®n acude espont¨¢nea a nuestra imaginaci¨®n, no vemos la a?orada figura como un todo coherente, sino como una especie de lienzo cubista en el que, de pronto, determinado fragmento cobra densidad y significaci¨®n propias, para inmediatamente diluirse y dejar paso, como en unas candilejas, a otro plano hasta entonces disimulado en la mara?a de las celdillas formales. Pues bien: he aqu¨ª la silueta de don Gregorio. He aqu¨ª, sin m¨¢s, su cabeza inclinada sobre el pecho, o atenta a lo que el interlocutor dice. He aqu¨ª sus ojos abiertos como intentando perforar las intenciones del dialogante. He aqu¨ª su apret¨®n de manos cordial, abierto, animoso.
Gesto comprensivo
Y finalmente, he aqu¨ª su gesto comprensivo, su sonrisa justificadora. En definitiva, su acendrada elegancia humana. Su obra de amor. Un amor que otro gran m¨¦dico, el doctor Francisco de Villalobos, defini¨®, all¨¢ por el 1515, de esta espl¨¦ndida forma: "El amor es una donaci¨®n que se da". ?Amor de donaci¨®n! El m¨¢s valioso, el ¨²nico por el que vale la pena luchar en este mundo. ?l fue la fuerza comunicadora y cordial que movi¨® la existencia de nuestro don Gregorio.
Esa existencia pervive, como regalo amoroso, en sus libros y en el ejemplo de su honesta vida. Pero, con todo, nos falta ¨¦l. Nos falta -me falta- el juego conmovedor de su figura. Los retazos diferentes, pero bien articulados, que compon¨ªan su presencia. Nos falta el ejemplo vivo.
Ante esta deficiencia s¨®lo una actitud es ya posible. Recordarle. Es decir, meterlo, de nuevo, en el coraz¨®n. Y desde all¨ª ofrecerlo, en din¨¢mica actuante, en din¨¢mica operativa, a la mente y al coraz¨®n de los mozos que no tuvieron la fortuna de conocerle.
es escritor y delegado del Gobierno en Galicia.
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