'Memento mor¨ª'
En estos tiempos, estar muerto no es normal. Como ha se?alado Baudrillard, la muerte es hoy una forma de delincuencia, una desviaci¨®n, una anomal¨ªa impensable. S¨®lo la muerte violenta del espect¨¢culo o el acontecimiento medi¨¢tico tiene legitimidad simb¨®lica: la muerte, cotidiana es vergonzante. Ocultamos a los muertos como ocultamos a los enfermos y a los viejos: juzgamos el duelo como una patolog¨ªa que puede curarse, reducimos los rituales funerarios a caricaturas abreviadas y degradamos la arquitectura de la muerte hasta extremos desconocidos en nuestra cultura.Para muchos espa?oles que han sufrido los lutos violentos del pa¨ªs profundo, esta muerte trivial es bienvenida. La reciente exposici¨®n de Vald¨¦s Leal, con los lienzos tremendos de la Caridad sevillana, nos ha refrescado la memoria sobre esa veta brava de la vanitas barroca que el cliente del pintor, Miguel de Ma?ara, describiera como "polvo y cenizas, corrupci¨®n y gusanos, sepulcro y olvido". Los ecos de esa Espa?a de drama y de tiniebla resuenan en la infancia de muchos adultos, pero apenas se escuchan hoy, y pocos lo lamentan. Berlanga represent¨® un cortejo f¨²nebre en la forma ominosa de una ara?a negra; la prosperidad y la secularizaci¨®n han disuelto esa imagen inquietante, y nadie ha derramado una l¨¢grima por, la ara?a funeral.
La higiene escatol¨®gica que ha blanqueado nuestras postrimer¨ªas corre el riesgo, sin embargo, de excederse en su celo
'de limpieza, borrando las huellas de la muerte para presentar un tr¨¢nsito maquillado y ligero. Esa actitud liviana corresponde, desde luego, a la que se observa en otros ¨¢mbitos del mundo contempor¨¢neo, y la erosi¨®n de las ceremonias y los lugares de la -muerte no es diferente a la que sufren las formas y los espacios de la vida. Pero el desvanecimiento de la muerte produce una inquietud peculiar; a fin de cuentas, somos el ¨²nico animal que posee ritos funerarios y antes de ser monos gram¨¢ticos fuimos monos sepultureros.
El deterioro de la muerte se manifiesta en la burocracia terminal hospitalaria; las ceremonias rutinarias y taquigr¨¢ficas; los entierros vertiginosos y confusos; el laconismo de las l¨¢pidas, las esquelas o los p¨¦sames; la banalidad inculta de las arquitecturas; la degradaci¨®n f¨ªsica y simb¨®lica de los cementerios. Tanto el espacio como el tiempo de la muerte se desgastan y se menosprecian. La buena muerte no es ya la muerte anunciada, que permite despedirse de los deudos y dejar resueltos los asuntos terrenos; la buena muerte es la muerte inesperada e indolora: la muerte r¨¢pida, en sinton¨ªa con la comida r¨¢pida, el dinero r¨¢pido o la vida r¨¢pida.
La decadencia del ritual funerario -reducido apenas a la esfera de la polic¨ªa sanitaria y mortuoria- no expresa s¨®lo el ascenso de los valores laicos, el pragmatismo econ¨®mico y el hedonismo optimista; revela tambi¨¦n la crisis de la dimensi¨®n espiritual de la vida, de los lazos afectivos con los parientes y amigos y de la memoria como argamasa del sentimiento comunitario. Tanto la propia identidad como la del grupo m¨¢s pr¨®ximo y la del colectivo social se contemplan en el espejo roto de la muerte amn¨¦sica.
La ciudad de los muertos ha sido tradicionalmente una versi¨®n escueta de la de los vivos, y un laboratorio de arquitectura, jardiner¨ªa y escultura. De las urnas en forma de caba?a a los panteones palaciegos o los nichos-colmena de sepultura social, la naturaleza y las fracturas de una cultura pueden discernirse en sus enterramientos. Buena parte de los fondos de nuestros museos arqueol¨®gicos provienen del saqueo de tumbas; las estelas, los mausoleos y los columbarios resumen el mundo cl¨¢sico de la misma manera que ciertos camposantos y sepulcros resumen el medievo, o algunos cenotafios y cementerios extramuros, los valores racionales de la Ilustraci¨®n.
El siglo pasado se evoca n¨ªtidamente en los esplendores neocl¨¢sicos del P¨¨re Lachaise parisiense o el Staglieno genov¨¦s; los desastres de ¨¦ste, en los campos de cruces del norte de Francia o en los sacrarios italianos de Redipuglia y Monte Grappa. Algunos arquitectos modernos nos ofrecieron versiones cl¨¢sicas y paganas del bosque sagrado, como los n¨®rdicos Asplud y Lewerentz en Estocolmo, o interpretaciones del cementerio como jard¨ªn -Scarpa para la familia Brion- y como f¨¢brica -Rossi en M¨®dena-. Sin embargo, ninguno ha expresado la cualidad del siglo tan vivamente como los hornos crematorios de Auschwitz transformados en lugar de culto y museo, o como el Valle de los Ca¨ªdos madrile?o, convertido en hito tur¨ªstico y destino excursionista, una postal m¨¢s de un recorrido tem¨¢tico.
Si es cierto que la necr¨®polis reproduce la metr¨®polis, poco ejemplos mejores de la obstinaci¨®n amn¨¦sica de nuestra ¨¦poca que ese memorial gigantesco y olvidado, tan irreal como un decorado cinematogr¨¢fico, 3 consumido por los autocares 3 las c¨¢maras con la avidez y la inocencia del que se ha despojado de su pasado y su memoria. M¨¢s a¨²n que la floraci¨®n de cementerios privados, aseados como campos de golf y previsibles como centros comerciales, que salpican la geograf¨ªa espa?ola con su oferta de ¨®bito con c¨¦sped y sin drama, es esa mole muda la que mejor nos habla de la ocultaci¨®n contempor¨¢nea de la muerte, vicio privado y virtud p¨²blica que s¨®lo alcanza relieve en la memoria.
Los signos de la muerte no son las cruces, las urnas, las antorchas invertidas o los cipreses, sino el sue?o y sus atributos. Hipnos y T¨¢natos son hermanos gemelos, hijos de la noche, y el cementerio es el lugar donde se duerme. No debemos olvidar a los dormidos, porque quiz¨¢ somos parte de su sue?o. Recuperar la vieja dignidad de los ritos y las arquitecturas funerarias es tambi¨¦n una forma de so?ar: una forma esperanzada de imaginar, desde la ciudad de los muertos, la comunidad civil de los vivos.
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