El fin de un coloso
La inesperada muerte del editor brit¨¢nico sobrecoge hasta a sus peores enemigos
Genio y figura hasta el final. La noche londinense estaba ayer iluminada por miles de hogueras y el cielo rebosaba de col ores y estruendo. Robert MaxweIl muri¨® en la festividad de Guy Hawkes, la fecha en que los brit¨¢nicos se entregan a la magia del fuego. Bajo los cohetes, el edificio MaxweIl -hasta ayer capital de su imperio period¨ªstico- estaba silencioso. Un polic¨ªa en la puerta, reporteros en la entrada y un espeso estupor. MaxweIl no era un hombre querido por la gente, pero, como la de los emperadores, su muerte sobrecogi¨® incluso a sus peores enemigos.
Dentro del edificio MaxweIl y de los bloques adyacentes, donde se albergan todos los peri¨®dicos del grupo, se preparaban las luctuosas primeras p¨¢ginas de hoy. Muerte de un coloso era uno de los titulares que, provisionalmente, barajaba el DaLy Mirror. "Fue un coloso, y hay que ser muy cobarde o muy est¨²pido para no admitirlo", comentaba Jonh Phiens, uno de los redactores del Mirror, uno de los pocos que confesaba p¨²blicamente su admiraci¨®n por el fallecido magnate. "Se hizo cargo de un grupo en quiebra y lo convirti¨® de nuevo en un gran negocio", a?ad¨ªa. "Fue el hombre m¨¢s grande que he conocido".En el cercano White Hart (Ciervo blanco) uno de los pub en el que se re¨²nen los periodistas del Mirror y el European, las opiniones eran considerablemente distintas. "De todos los grandes bastardos de Fleet Street [la calle hist¨®rica de la prensa londinense fue el peor", mascullaba uno de los parroquianos mientras sorb¨ªa su cerveza. Quienes no guardan buen recuerdo de MaxweIl se cuidaban ayer muy mucho, obviamente, de declararlo en p¨²blico con su nombre y apellidos. Entre otras cosas, porque los hijos de MaxweIl son los nuevos jefes.
Empleos en peligro
Pero aunque algunos quisieran alegrarse -alguien canturreaba entre dientes la canci¨®n Some where beyond the sea (En alg¨²n lugar m¨¢s all¨¢ del mar), el ambiente no era festivo. M¨¢s bien al contrario. Por una vez, no hab¨ªa m¨²sica en el local. Y la pregunta constante, reiterada entre la enumeraci¨®n de an¨¦cdotas del difunto, se refer¨ªa al futuro. Y ahora, ?qu¨¦? MaxweIl dej¨®, al caer al oc¨¦ano, un vast¨ªsimo imperio corro¨ªdo por las deudas. De cada 100 libras, que se ingresan, 70 deben ser destinadas a pagar intereses bancarios. Las pintas de cerveza que se consum¨ªan en el White Hart deb¨ªan tener el regusto amargo del puesto de trabajo en peligro.
Cuando, a primera hora de la tarde, los empleados del Mirror hab¨ªan sido reunidos urgentemente, todos sospechaban que se trataba de una mala noticia. Esperaban ser informados sobre la venta del grupo, sobre una reducci¨®n de plantilla, o incluso sobre una suspensi¨®n de pagos. La asamblea sindical convocada para ese mismo momento, en torno a las acusaciones de espionaje formuladas contra Robert MaxweIl, fue precipitadamente suspendida para acudir a la gran sala donde el directivo Charles Wilson ley¨® un breve mensaje. El gran jefe hab¨ªa desaparecido en el mar. Tras la lectura, un comentario: seguramente hab¨ªa muerto. Tras el comentario, la perplejidad.
Como a la muerte de William Randolph Hearst -el Ciudadano Kane de Orson Wells- flotaban en el aire miles de preguntas. ?C¨®mo lleg¨® a ser tan grande? ?Qu¨¦ suceder¨¢ ahora? El australiano Rupert Murdoch, el otro gran magnate de la prensa brit¨¢nica, el otro R. M., mortal enemigo de MaxweIl desde que en 1968 ambos toparon en la puja por el diario The Sun -que se llev¨® Murdoch-, emiti¨® ayer un lac¨®nico comunicado para lamentar la desaparici¨®n de "un hombre notable". Tal vez vio c¨®mo el periodista que inform¨® del suceso en Sky News, su propia cadena de noticias ininterrumpidas v¨ªa sat¨¦lite, ten¨ªa l¨¢grimas en los ojos.
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