Vista parcial de Cangas de Narcea
Desde que estoy en esto de la literatura (y ya van algunos a?os), me han perdonado la vida tantas veces -incluso algunos de los que ahora me aplauden- que a veces dudo de si a¨²n estar¨¦ vivo. Me han llamado de todo: localista, rural, ecologista, provinciano, mesetario, de la boina y hasta l¨ªrico, todo por escribir de lo que mejor conozco -que es lo que siempre han hecho los novelistas- y todo, por supuesto, en su acepci¨®n m¨¢s peyorativa.Durante mucho tiempo trat¨¦ de responder ingenuamente a esas cuestiones explicando a todo el mundo lo que pensaba de la literatura y de m¨ª mismo: que el escritor no elige los temas, sino que los temas le eligen a ¨¦l (en funci¨®n, entre otras cosas, de su propia biografia); que en novela lo de menos es el qu¨¦ (el argumento) y lo de m¨¢s el c¨®mo (el estilo); que ni el h¨¢bito hace al monje ni la apariencia al que escribe (ya saben: aunque el escritor se vista de seda, etc¨¦tera); que, aunque algunos de mis escritos (no todos) se desarrollen en escenarios rurales (cosa tambi¨¦n discutible), mi concepci¨®n del mundo es urbana, aunque s¨®lo sea por haber vivido en ciudades las dos terceras partes de mi vida (aparte de que no entiendo por qu¨¦ ha de considerarse detestable lo rural, y menos en literatura); que el valor localista o universal de una novela se lo da su calidad y no el mayor o menor exotismo de sus escenarios y de sus personajes (aparte de que lo ex¨®tico es concepto muy variable, siendo as¨ª que para un sueco lo ex¨®tico no es Estocolmo, sino Lugo, del mismo modo que para un norteamericano lo cosmopolita no es el aeropuerto de Chicago, sino un tablao flamenco de Sevilla); que provinciano es el de provincias, y yo lo soy, en efecto, pero no entiendo qu¨¦ tiene que ver eso con la literatura; que no se es ecologista por sacar ¨¢rboles en las novelas y ponerle su nombre a cada uno (lo primero, en todo caso, ser¨¢ exigencia del gui¨®n, y lo segundo, vocabulario, pero nunca ecolog¨ªa, que es cosa muy religiosa y, por tanto, muy seria para m¨ª); que boina nunca he llevado; que la meseta la conoc¨ª en Madrid (mi tierra, como mis libros, est¨¢ llena de monta?as y barrancos), y que lo de l¨ªrico ni siquiera me ofende, sino que, por el contrario, lo considero un motivo de orgullo: al fin y al cabo, el lirismo -la musicaldad del texto- ha sido siempre una de mis metas principales cuando escribo.
Pronto me di cuenta, no obstante, de que mis esfuerzos no serv¨ªan para nada (entre otras cosas porque mis acusadores ni siquiera me escuchaban, partiendo como lo hac¨ªan de ideas preconcebidas, cuando no directamente del desprecio o de la envidia) y decid¨ª pasar al contraataque en lugar de seguir agot¨¢ndome en explicaciones que nadie me hab¨ªa pedido o que, si me ped¨ªan, no ten¨ªa por qu¨¦ darlas, pues en literatura, como en todo, cualquiera es libre de pensar lo que desee y, en todo caso, el que ha de demostrar es el que acusa. As¨ª que, en vez de contestar, empec¨¦ a poner ejemplos de escritores libres de toda sospecha y universalmente reconocidos -incluso por ellos mismos- y que, curiosamente, ten¨ªan mis mismos vicios. Si me llamaban rural, citaba a William Faulkner, a Rulfo, a Garc¨ªa M¨¢rquez, a Benet o a John Steinbeck. Si me dec¨ªan localista, a Bassani, a Joyce, a Sciascia, a Onetti, a Pratolini, a Bernhard, a Dos Passos o al mism¨ªsimo Cervantes, escritores todos ellos que se caracterizan por situar sus novelas en lugares concretos y f¨¢cilmente reconocibles (?qu¨¦ novela hay m¨¢s localista que El Quijote, que sucede en un lugar, como La Mancha, que est¨¢ ah¨ª al lado y que conoce pr¨¢cticamente todo el mundo?). Y si me llamaban l¨ªrico, apelaba a Ferlosio, a McCullers, a Proust, a Lars Gustaffson, a Carpentier o a Lezama Lima.
Pero tampoco eso me dio resultado. En un pa¨ªs como ¨¦ste, repentinamente atacado, como los pobres de K?nbach, del virus de la modernidad y el esnobismo, y en un tiempo como ¨¦ste, en el que lo que manda es la apariencia y el vestido, es muy dif¨ªcil abrir paso a lo evidente, sobre todo cuando lo evidente choca con el gusto establecido. Mientras haya que explicar que La ciudad de los prodigios, de Mendoza, por ejemplo, es una novela universal por su calidad, pero no porque suceda en Barcelona (y que si sucediera en Lugo seguir¨ªa si¨¦ndolo lo mismo, aunque Lugo no sea ol¨ªmpica); mientras haya que luchar contra corriente para poder recrear la propia memoria -el germen principal de la literatura- en lugar de inventarse una m¨¢s fina, y mientras haya que pedir perd¨®n por escribir lo que uno quiere, y no lo que desean algunos, el escritor realmente est¨¢ perdido. Por eso yo hace ya tiempo que he decidido dejar las explicaciones a un lado y pasar directamente a la ofensiva: antes de que me digan nada, le doy ya la raz¨®n a todo el mundo.
Hubo un tiempo, sin embargo, en el que lo provinciano era, precisamente, la admiraci¨®n de lo ajeno y el desprecio de lo propio, y no, como pasa ahora, el respeto y la pasi¨®n por ambos mundos. Ahora, para no ser provinciano, para no ser localista y cavern¨ªcola, hay que hacer exactamente lo contrario: situar las novelas en Londres o en Nueva York (aunque uno nunca haya viajado a esas ciudades), pero jam¨¢s en su pueblo o en su provincia (aunque a trav¨¦s de ellos est¨¦ dando una visi¨®n de todo el mundo). Del mismo modo, para ser aniversal, para ser trascendente y cosmopolita, lo de menos es escribir bien y tener una visi¨®n propia del mundo, que es lo que siempre se ha pedido al novelista, sino que los personajes se muevan y viajen mucho, a ser posible por aeropuertos y por ciudades en los que ni el lector ni el autor hayan estado nunca. Es lo que est¨¢ de moda en Espa?a, y el resultado salta ? la vista: una literatura (y un cine, y una pintura, y una m¨²sica, y hasta una arquitectura si me apuran) que, salvo cases aislados, parece descongelada en el microondas o sacada de cat¨¢logos tur¨ªsticos.
Y eso, mal que les pese a algunos, a veces se nota mucho. Uno lee una novela ambientada, por ejemplo, en Kansas City y est¨¢ viendo a sus amigos de La Coru?a; escucha una canci¨®n sobre la Costa Oeste (el ejemplo no es casual) y le recuerda enormemente la orilla del r¨ªo Bernesga; mira un cuadro que retrata el amor en Central Park y est¨¢ viendo a una pareja en el Retiro; ve un edificio posmodernista y se imagina dentro a las se?oras cocinando lentejas y a sus maridos mirando el f¨²tbol. Para eso es m¨¢s sencillo, aunque epate mucho menos, es verdad, describir lo que uno tiene m¨¢s cerca, o lo que mejor conoce, que, al fin y al cabo, en el fondo es igual que todo el mundo.
Pero nadie parece entenderlo. El ¨²nico quiz¨¢, que yo conozca, aparte de los extranjeros, que traducen e importan lo que quieren sin dejarse seducir por falsos modernismos, es el due?o del Kwai, un viejo bar del centro de Madrid, que, como es asturiano y, ya por eso s¨®lo, es ciudadano de todo el mundo, ha colgado detr¨¢s de la barra un enorme cartel de Nueva York bajo el que ¨¦l mismo ha escrito a bol¨ªgrafo: "Vista (parcial) de Cangas de Narcea".
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