MIGUEL GARC?A-POSADA Premiados y castigados
Los fallos de los Premios Nacionales de Literatura han turbado el sosegado discurrir de nuestra vida literaria. En particular, parece haber molestado, y en sectores bien diversos, el hecho de que el Premio de Narrativa haya reca¨ªdo en un escritor que lo hab¨ªa obtenido ya hace cuatro a?os. La verdad es que hay algo en todo esto que yo no acabo de entender bien. Ser¨¦ m¨¢s preciso: no entiendo bien que se le otorgue a un premio, nacional o no, m¨¢s importancia de la que tiene. Lejos de m¨ª discutir si el Estado debe o no establecer galardones para fomentar las artes y las bellas letras, dicho sea con ret¨®rica dieciochesca. Aunque creo que es una de las cosas m¨¢s inocentes y menos da?inas que el Estado, casi siempre digno de poca confianza, puede hacer.Yo creo que el Estado est¨¢ en su derecho de convocar los premios que estime oportuno y de d¨¢rselos, a trav¨¦s dejos jura dos que designe, a quienes con sidere conveniente. Est¨¢ en su derecho la Administraci¨®n central, como lo est¨¢n los ayuntamientos, las diputaciones, las comunidades aut¨®nomas, los adoradores de san Filem¨®n el Casto y cualquier otra asociaci¨®n piadosa o filantr¨®pica. La literatura es, tambi¨¦n, una instituci¨®n social y los premios forman parte de su entramado.
Hace mucho que es as¨ª y discutir su justicia o injusticia no deja de ser un bizantinismo. Porque ?con qu¨¦ criterios se mide esa rectitud o falta de rectitud? No los hay. Los premios son, conforme a su origen, una loter¨ªa que, como tal, premia a unos pocos y deja sin premio a los m¨¢s. Desde luego, el destino de la literatura no se juega en esos fallos. Si se jugara, la Academia Sueca deber¨ªa ser procesada por el Nobel concedido, no s¨®lo a Echegaray (buen economista y hombre de ciencia), sino a bastantes mediocres m¨¢s de nula recordaci¨®n, y, en cambio, no hab¨¦rselo dado -citemos s¨®lo unos cuantos ejemplos- ni a Borges, ni a Graham Greene, ni a Joseph Roth, ni a Robert Musil, ni a C¨¦line, ni a Rilke, ni a Bertolt Brecht ni a Jorge Guill¨¦n, ni a Rafael Alberti, en fin. ?C¨®mo explicar con criterios de justicia que Jaime Gil de Biedma, el poeta hoy m¨¢s influyente de nuestra. literatura, no recibiera un solo galard¨®n oficial, y creo que tampoco privado? Pues es tan dif¨ªcil como f¨¢cil. Perm¨ªtaseme la an¨¦cdota. Fue hace pocos a?os. Se reun¨ªa en el Ministerio de' Cultura el jurado del Premio Nacional de Poes¨ªa. Una vez fallado este galard¨®n, el jurado deb¨ªa proponer nombres para el Premio Nacional de las Letras, que recompensa toda una trayectoria. Alguien, no me acuerdo qui¨¦n, lanz¨® el nombre de Jaime Gil de Biedma. El presidente del jurado, poeta a su vez, exclam¨® sorprendido: "?Pero eso es la juvenalia!". Gil de Biedma contaba para entonces cerca de 60 a?os y apenas tres despu¨¦s fallec¨ªa en Barcelona. La frase es, con todo, significativa: indica una mentalidad burocr¨¢tica, de escalaf¨®n, con forme a la cu¨¢l deben otorgarse los premios nacionales o institucionales. No es raro escuchar en los mentideros que es una verg¨¹enza que a fulano no le hayan dado el Nacional y que el de las letras le queda muy corto a zutano. Parece como si la historia de la literatura quedara vista para sentencia despu¨¦s de cada fallo. Aviada estar¨ªa la historia de la literatura si tuviera que depender de estas cosas. Pues nos encontrar¨ªamos con que ni Antonio Machado, ni Ortega y Gasset, ni Unamuno, ni Federico Garc¨ªa Lorca, ni Luis Cernuda, por ejemplo, tu vieron nunca galard¨®n oficial alguno. A Machado lo hicieron acad¨¦mico y no se molest¨® en leer el discurso de ingreso. No quiero con esto enaltecer a los no premiados, que en los casos referidos (y en otros, sin duda) se bastan y se sobran con ellos mismos. Premiados hay (Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, D¨¢maso Alonso, Jorge Guill¨¦n, por ejemplo) que son casos tambi¨¦n de evidente autosuficiencia. Lo que quiero decir es que la obsesi¨®n de los premios y su hipervaloraci¨®n son propias de sociedades endebles, literariamente hablando. La fortaleza literaria de una sociedad se muestra con el vigor de sus pol¨¦micas, la audacia o la novedad de las propuestas est¨¦ticas, la riqueza de sus publicaciones e cosi via. Los premios son algo accesorio y que no debieran acaparar tanta atenci¨®n. Si la acaparan es porque cada vez es m¨¢s fuerte la tendencia a la cultura de escaparate, o a la teatralizaci¨®n de la cultura, lo que viene a ser lo mismo. Est¨¢ bien que nos alegremos del premio concedido a fulano o a zutano -siempre es bueno regocijarse con el bien ajeno-, pero de ah¨ª a sacar otras consecuencias media un abismo que no debi¨¦ramos saltar. No ser premiado en modo alguno equivale a ser castigado. Fr¨¢gil me parece el argumento de que se pierde la oportunidad de conseguir nuevos lectores, porque los lectores se ganan o se pueden ganar tambi¨¦n de otros modos, y en todo caso siempre le llegan a la obra cuando la obra lo merece.
Si los escritores no aceptan que las cosas son as¨ª, peor para ellos, pues eso revela una evidente desconfianza en los propios planteamientos, o bien una vanidad a todas luces excesiva. Los premios tienen que ver, s¨ª, con la parte social de la literatura, pero no guardan relaci¨®n necesaria con los valores est¨¦ticos. Se impone, pues, relativizar esto de los premios. Prefiero no entrar por pudor en los premios comerciales, que se han convertido en meras operaciones publicitarias, aunque susciten cierta piedad esos autores modestos que presentan sus originales para probar una suerte que no existe.
Los premios distan de establecer jerarqu¨ªas est¨¦ticas: s¨®lo reflejan un momento social. Tampoco debemos rasgarnos las vestiduras porque pueda haber amiguismos: podemos deplorarlo, pero no evitarlo, porque su propia naturaleza social, insisto, orienta las cosas por ah¨ª. Por supuesto, hay premiados que se ven ratificados por el tiempo; por ejemplo, Alberti y su Marinero en tierra, premio Nacional de Literatura en 1925. Pero muchas veces no sucede as¨ª y literariamente no pasa nada. Los galardones, las medallas y los sillones acad¨¦micos se llevan regular con los valores est¨¦ticos. No lo lamentemos. Casi ser¨ªa peor que se llevaran bien. La dial¨¦ctica profunda de la gran literatura va por otros caminos. ?O alguien se imagina a Rimbaud con el atuendo, exornado uniforme, capa y bicornio, de la Acad¨¦mie Frani;aise?
es cr¨ªtico literario.
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