Un peluqu¨ªn comprometedor
El follet¨ªn de Sin aflojar la dolorosa presi¨®n de sus dedos sobre el brazo de Lorencito Quesada, don Sebasti¨¢n Guadalimar lo gui¨® por un peque?o corredor abovedado hacia la nave de la iglesia. En la oscuridad se le o¨ªa respirar muy afanosamente, por la nariz, porque manten¨ªa los labios apretados en un rictus de dolor. "Ya no hay nada sagrado", murmur¨® Lorencito Quesada con desolaci¨®n y reverencia, "ya no respetan nada". Entre aquellas tinieblas sobrecogedoras, en las que resonaban c¨®ncavamente los pasos, choc¨® de frente, y a la altura de las ingles, con el pico dur¨ªsimo de un reclinatorio labrado, pero antes que gritar o que llevarse las manos a la parte herida, que era de las m¨¢s blandas de su anatom¨ªa, prefiri¨® apretar los dientes y dejar que una l¨¢grima se le deslizara por la mejilla temblona. "No puedo creerlo", dijo cuando don Sebasti¨¢n oprimi¨® un conmutador y se encontr¨® frente a la capilla ojival donde el Santo Cristo de la Gre?a recibe culto desde 1546, como afirman los miembros de su cofrad¨ªa, o desde dos o tres siglos m¨¢s tarde, seg¨²n dicen por lo bajo los directivos de alguna cofrad¨ªa rival, empe?ados en disputarle el decanato de nuestra Semana Santa, igual que disputan -en vano, desde luego- el r¨¦cord en el n¨²mero de penitentes.El noble trono dorado, con su basamento de ¨¢ngeles y de alegor¨ªas de los misterios teol¨®gicos, estaba vac¨ªo. Los cirios de la capilla, y los dos focos recientemente a?adidos a la misma, que lo iluminan gracias a un ingenioso mecanismo que se activa con una moneda de 25 pesetas, mostraban ahora una oquedad desierta, una pared de piedra desnuda que resaltaba la ausencia de la imagen: el rostro moreno, atormentado, evoc¨® Lorencito, con los hilos de sangre sobre la frente, enmarcado por la negra y caudalosa melena de pelo natural que le cae sobre los hombros agobiados por la cruz y que es una de las reliquias m¨¢s valiosas de nuestro patrimonio eclesi¨¢stico, pues perteneci¨®, como las u?as, a un valiente presb¨ªtero de nuestra ciudad (miembro colateral de la familia De la Cueva) que particip¨® en la conquista y evangelizaci¨®n de la Florida y que padeci¨® martirio a manos de los feroces indios sem¨ªnolas por no abjurar de su fe. Los indios le arrancaron la cabellera, larga y undosa, a la manera de la ¨¦poca, y tambi¨¦n las u?as, que para ser u?as de conquistador eran largas y cuidadas, y que ahora relucen en los extremos de los dedos del Santo Cristo de la Gre?a, asiendo el madero m¨¢s corto de la cruz. Hace algo m¨¢s de un siglo, el m¨¢rtir fue beatificado por su Santidad P¨ªo Nono, y se rumorea que est¨¢ pr¨®xima su canonizaci¨®n...
-Una tragedia, amigo m¨ªo, una d¨¦b?cle -don Sebasti¨¢n permanec¨ªa inm¨®vil delante de la capilla, mirando hacia el trono, todav¨ªa del brazo de Lorencito Quesada, como desfallecido- Algo peor: un esc¨¢ndalo. Calcule en qu¨¦ lugar quedar¨¢ la honra de mi casa si se descubre que la imagen ha sido robada. Faltan menos de tres semanas para el Domingo de Ramos. Imagine que llega el Jueves Santo y que nuestra procesi¨®n no puede salir con la primera luz del d¨ªa, seg¨²n es costumbre secular, ab urbe condita, por citar al excelso Tito Livio, al que usted, sin duda, igual que yo, venerar¨¢ en el altar de sus preferencias. Por supuesto, nadie m¨¢s, que usted est¨¢ al tanto de esta horrible desgracia. Ni siquiera. con mi mujer, la condesa, me he atrevido a sincerarme. Usted la conoce: una noticia as¨ª la matar¨ªa. La imagen fue robada anoche. Los ladrones forzaron la puerta sur, que ten¨ªa los cerrojos podridos de herrumbre. Afortunadamente, la iglesia, por privilegio papal, como usted sabe, no se abre al culto regular. He pensado publicar una nota en Singladura -con su inestimable mediaci¨®n, desde luego- anunciando que la imagen se retira temporalmente al objeto de restaurarla de cara a las solemnidades de Semana Santa. Pero lo cierto, mi joven amigo (perm¨ªtame que me atreva a llamarlo as¨ª, que me reclame de su amistad en estas horas de aflicci¨®n), es que estoy desesperado, al filo del abismo, qu¨¦ s¨¦ yo, de cometer una locura.
A Lorencito Quesada se le empa?aron los ojos de l¨¢grimas: don Sebasti¨¢n era su amigo, lo eleg¨ªa como su ¨²nico confidente, le supon¨ªa una envidiable familiaridad con las costumbres y el car¨¢cter de la condesa y con la lengua latina, le agradec¨ªa de antemano sus buenos oficios ante la direcci¨®n de Singladura, rog¨¢ndole -con magistral delicadeza, todo hab¨ªa que decirlo- que mediara en el nada f¨¢cil asunto de la publicaci¨®n de una nota.
-P¨ªdame lo que quiera, don Sebasti¨¢n -se volvi¨® hacia ¨¦l y se atrevi¨® a ponerle una mano en el hombro, en la seda tibia y bordada de su bat¨ªn. Pens¨® que parec¨ªa, tan afilado y p¨¢lido, una figura de El Greco, ese pintor que hac¨ªa los santos alargados por culpa de un defecto de la vista-. Yo har¨¦ lo que sepa, por usted, por su casa y por M¨¢gina -hab¨ªa observado con admiraci¨®n que don Sebasti¨¢n Guadalimar dec¨ªa algunas palabras como si las pronunciara con may¨²sculas- ?Sospecha usted de alguien? ?Ha encontrado alguna huella de los ladrones? Piense que con los adelantos actuales de la criminolog¨ªa cualquier detalle, un solo cabello, puede significar una pista.
-Un solo cabello no -suspir¨® don Sebasti¨¢n, y se inclin¨® para recoger algo que estaba oculto bajo el fald¨®n de terciopelo del trono. Lo sacudi¨® con asco, ech¨® hacia atr¨¢s la cabeza y se lo mostr¨® a Lorencito, que se acord¨® al verlo de la cabellera del conquistador martirizado-. Un peluqu¨ªn entero. Estaba aqu¨ª mismo, al pie del trono. Uno de los ladrones lo debi¨® de perder mientras desmontaba la imagen.
-?No lo toque! -Lorencito, que ha enviado algunos reportajes a El Caso, si bien hasta el presente no le han publicado ninguno, est¨¢ muy familiarizado con los procedimientos forenses-. Una peque?a distracci¨®n puede destruir una prueba. Le aconsejo que lo ponga cuanto antes en manos de la polic¨ªa.
-Ni pensarlo -Don Sebasti¨¢n alz¨® la barbilla, con ese gesto nobiliario que se ha hecho c¨¦lebre en nuestra ciudad, y apart¨® el peluqu¨ªn del alcance de Lorencito, como temiendo que fuera a arrebat¨¢rselo-. No me es posible acudir a la polic¨ªa. Ser¨ªa el esc¨¢ndalo, la ruina. ?Por qu¨¦ cree que he recurrido a usted?
-Eso. ?Por qu¨¦? -Lorencito se arrepinti¨® enseguida de haber dicho esas palabras: imagin¨®, con raz¨®n, que hab¨ªa puesto cara de tonto.
-Porque con la ayuda de un hombre como usted, que tiene mundo y savoir faire, que sabe moverse, en raz¨®n de su oficio, por las m¨¢s diversas esferas sociales, que sin duda dominar¨¢ varios idiomas, que est¨¢ acostumbrado a viajar, es posible que logre recuperar la imagen. Le digo m¨¢s: porque no necesito a la polic¨ªa para saber qui¨¦n me la ha robado.
-?Lo sabe usted? -Lorencito procur¨® no quedarse con la boca abierta y los ojos fijos para no malograr la idea halagadora, aunque desconcertante, que don Sebasti¨¢n Guadalimar ten¨ªa de ¨¦l. Le¨ªa sus art¨ªculos, sin duda, estaba al tanto de su obra. Casi se olvid¨® ¨¦l mismo de que no hablaba idiomas, salvo alguna rudimentaria noci¨®n de franc¨¦s, y que no hab¨ªa salido de la ciudad m¨¢s de tres veces en su vida.
-?C¨®mo no voy a saberlo? -don Sebasti¨¢n Guadalimar hizo un gesto como de desgana, dejando que le cayera un poco el labio inferior, y puso el peluqu¨ªn ante la cara de Lorencito, que dio un leve repullo, porque un rizo le hab¨ªa cosquilleado la nariz. Era un peluqu¨ªn de pelo negro, azulado, sint¨¦tico, casi una peluca de mujer, recogido hacia adentro, con una especie de caracolillo en la parte que deb¨ªa de corresponder a la frente. La mano derecha de don Sebasti¨¢n, enfundada en el peluqu¨ªn, parec¨ªa una cara encogida y m¨¢s bien repugnante. Don Sebasti¨¢n, que pronuncia todas las eses, aunque ha pasado casi toda su vida en nuestra ciudad, hablaba en un murmullo eclesi¨¢stico, que se difund¨ªa por las oquedades de la iglesia en penumbra como un rumor de confesi¨®n-. Este peluqu¨ªn s¨®lo puede pertenecer a una persona. Alguien a quien usted conoce igual que yo. Un sinverg¨¹enza -la voz de don Sebasti¨¢n se volv¨ªa gradualmente m¨¢s alta, aunque apenas separaba los dientes, que casi chirriaban-, un sepulcro blanqueado, un falso cristiano, un enemigo visceral de nuestra cofrad¨ªa, un...
Don Sebasti¨¢n se interrumpi¨®, vuelto hacia Lorencito, agitando delante de ¨¦l el peluqu¨ªn, con una expresi¨®n de ira que descompon¨ªa sus maduras y armoniosas facciones, ennoblecidas por la breve barba blanca, como pregunt¨¢ndole: "Pero hombre, ?todav¨ªa no ha acertado usted a qui¨¦n me refiero?".
-Perdone usted, don Sebasti¨¢n, pero es que no caigo.
-F¨ªjese en ese rid¨ªculo caracolillo. F¨ªjese en la calidad lamentable del material, pelo sint¨¦tico. Usted, que conoce a todo el mundo en esta ciudad, d¨ªgame si sabe de muchas personas capaces de llevar un peluqu¨ªn as¨ª.
Lorencito Quesada, de repente, abri¨® mucho la boca y los ojos y estuvo a punto de pronunciar un nombre. Pero no era posible, no pod¨ªa creerlo, aunque en estos tiempos, se dec¨ªa a veces con desolaci¨®n, puede creerse todo, hasta lo imposible. ?l hab¨ªa visto ese peinado en la cabeza de alguien, hab¨ªa una frente c¨¦lebre en la ciudad, y pr¨¢cticamente en todo el mundo, sobre la que reluc¨ªa aquel caracolillo. ?l lo conoc¨ªa, ¨¦l se hab¨ªa honrado con su amistad y lo hab¨ªa entrevistado para Singladura... Afirmando tristemente con la cabeza, baj¨® los ojos hacia el suelo, donde vio sus zapatones negros y algo polvorientos junto a las pantuflas exquisitas de don Sebasti¨¢n Guadalimar.
-Mat¨ªas Antequera -dijo Lorencito, y agreg¨®, como si recitara un eslogan-: el astro de la canci¨®n espa?ola.
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