El mensajero asi¨¢tico
El follet¨ªn de Recios golpes sonaron en la puerta. Lorencito Quesada se levant¨® en la oscuridad sin saber d¨®nde estaba y medio dormido todav¨ªa, so?ando que se le hac¨ªa tarde para llegar a El Sistema M¨¦trico. Al mismo tiempo, el tel¨¦fono empez¨® a sonar. Buscando el interruptor de la luz se dio contra los barrotes de la cama un golpe que no lleg¨® a despertarlo del todo. Las llamadas en la puerta y los timbrazos del tel¨¦fono sonaban con igual contumacia. Por fin dio la luz, abri¨® la puerta, vio a un hombre de rasgos orientales, corri¨® hacia el tel¨¦fono, que estaba sobre la mesa de noche, volc¨® un vaso de agua que se rompi¨® a sus pies, dijo: "Espere un momento" y volvi¨® a la puerta, recogi¨® un sobre que el oriental le tend¨ªa, le dijo gracias y cerr¨®, corri¨® al tel¨¦fono, d¨¢ndose otro golpe en los barrotes de la cama, ahora en la rodilla, levant¨® el auricular y escuch¨® el mismo silencio que unas horas antes, mir¨® el sobre que ten¨ªa en las manos, colg¨® con disgusto el tel¨¦fono, aunque no con rabia, porque es un hombre de sentimientos extremadamente apacibles, se acord¨® del oriental y quiso salir en busca suya para preguntarle qui¨¦n le enviaba el sobre, pero cuando abri¨® otra vez la puerta casi se dio de bruces contra ¨¦l, porque a¨²n estaba delante de ella, inescrutable, con esa fr¨ªa impasibilidad de las razas asi¨¢ticas, con la mano derecha extendida en una posici¨®n que Lorencito Quesada atribuy¨® al principio a sus posibles habilidades como karateka, pero que result¨® ser una contumaz solicitud de propina.Le dio cien pesetas al cabo de un rato buscando en sus bolsillos. El oriental mir¨® la moneda en la palma de su mano todav¨ªa abierta y luego mir¨® a Lorencito con un gesto de desprecio absoluto. Volvi¨® a cerrar: abri¨® suavemente de nuevo y el oriental hab¨ªa desaparecido. Desde el fondo del pasillo ven¨ªa una m¨²sica como de tambores africanos y una pestilencia de guisos ex¨®ticos. Veinte a?os antes, pens¨®, en la pensi¨®n del se?or Rojo se escuchaban romanzas de zarzuela y ol¨ªa dulcemerite a cocido madrile?o. S¨®lo al sentarse en la cama (porque en la habitaci¨®n no hab¨ªa ninguna silla) record¨® el sobre, que no ten¨ªa nada escrito.
Antes de abrirlo lo palp¨®: las llamadas de tel¨¦fono y la torva cara del mensajero oriental lo hab¨ªan sumido en un principio de temor. En Madrid no era infrecuente el env¨ªo de cartas bomba. Mir¨® el sobre al trasluz, pero la claridad que daba la bombilla era muy poca. Al tacto no parec¨ªa que contuviera nada peligroso. Con sus dedos h¨¢biles y un poco m¨¢s gruesos de lo que a ¨¦l le gustar¨ªa, diestros por el manejo inveterado de las telas, fue cortando uno de los filos, procurando no rasgar lo que hab¨ªa dentro. Pero no era una carta, sino una hoja doblada de papel de envoltorio, recio y brillante, de color morado. Lo extrajo tan cuidadosamente como desprender¨ªa un artificiero la espoleta de una bomba. Cruj¨ªa al tocarlo, y exhalaba un olor muy tenue como a incienso o a cera. Al desdoblarlo, Lorencito Quesada encontr¨® un trozo rectangular de tela gruesa, tambi¨¦n doblado en dos, con una pericia en la que sus ojos avezados reconocieron la mano de un aut¨¦ntico profesional del comercio de tejidos. Abri¨® el sobre en hueco y mir¨® y palp¨® meticulosamente su interior sin encontrar nada. Estaba claro que era v¨ªctima de una broma pesada. Por mucho mundo que uno tenga, en Madrid le toman el pelo sin misericordia a poco que se descuide. Alis¨® de nuevo el sobre, lamentando haber dejado en ¨¦l sus huellas dactilares, pero carec¨ªa de unas pinzas y no hab¨ªa tenido la precauci¨®n de traerse sus guantes de lana. Sacudi¨® el trozo de tela toc¨¢ndolo s¨®lo con las u?as, y cuando iba a envolverlo en el papel para guardarlo otra vez en el sobre (consider¨® que era vital no destruir ninguna prueba, ni las que parecieran menos importantes, pues con frecuencia son ¨¦stas las que sirven para averiguar la clave de un enigma) oy¨® un ruido lev¨ªsimo como de algo que ca¨ªa y vio una cosa pequefia y ovalada en elsuelo. La recogi¨® con la misma cautela que habr¨ªa empleado para atrapar a un insecto: era una u?a larga, curvada, perfecta, una ufia dura y puntiaguda, tan fuerte como la de un ave rapaz. Casi la solt¨® al comprender a qui¨¦n pertenec¨ªa. ?Era una de las u?as del conquistador m¨¢rtir de M¨¢gina, la de uno de sus pulgares, para ser exactos, una reliquia arrancada de la mano del Santo Cristo de la Gre?a!
A modo de relicario provisional us¨®, no sin reverencia, el bote de sus lentillas. ?Era posible que Mat¨ªas Antequera hubiese llegado tan lejos en su abyecci¨®n como para repetir con la venerada imagen la cruel amputaci¨®n infligida hace cuatro siglos (o infringida, o inflingida: con esas dos palabras, Lorencito Quesada padece siempre dudas lacerantes) al antepasado m¨¢rfir de los actuales condes de la Cueva? Pero en el fondo de su conciencia ¨¦l no terminaba de aceptar la culpabilidad de Antequera: ¨¦l lo hab¨ªa visto postrado de rodillas ante el trono de los Siete Dolores, el d¨ªa en que se le impuso el nuevo manto sufragado ¨²nicamente a su costa, ¨¦l hab¨ªa estado en el camerino de Mat¨ªas Antequera, la noche de su ¨²ltima actuaci¨®n en la feria de M¨¢gina, y hab¨ªa observado el n¨²mero de estampas piadosas que rodeaban el espejo frente al que se maquillaba, y pod¨ªa jurar que entre ellas, y en posici¨®n preferente, estaba la del Santo Cristo de la Gre?a, por el que Antequera, como todo el mundo en la ciudad, sin distinci¨®n de ideolog¨ªas ni de clases, siente una fervorosa devoci¨®n.
"Si es culpable, lo desenmascarar¨¦", pens¨®, como si hablara en voz alta, "pero si es inocente, no descansar¨¦ hasta demostrarlo". Dobl¨® el trozo de tela y el papel y los guard¨® en el sobre de modo que ¨¦ste quedase igual que lo hab¨ªa recibido. Por miedo a que alguien se lo arrebatara, lo puso en el bolsillo derecho de su cazadora de ante y se asegur¨® de que la cremallera quedaba bien cerrada. Con un sobresalto se dio cuenta de que no sab¨ªa la hora que era, ni si era de d¨ªa o de noche. Mir¨® su reloj digital, regalo de un viajante de libros al que le hab¨ªa comprado la Gran enciclopedia de las ciencias ocultas, de la que suele extraer la documentaci¨®n exhaustiva que enriquece sus art¨ªculos sobre uf¨®log¨ªa en Singladura: eran las 13.27, de modo que hab¨ªa estado durmiendo cinco horas, sin confort, desde luego, sin el c¨¢lido pijama tobillero que lo abriga en los inviernos de M¨¢gina, tendido sobre la colcha, con toda la ropa puesta, como un bohemio, en una cama extra?a.
No s¨®lo ten¨ªa sue?o atrasado: tambi¨¦n ten¨ªa hambre. Pens¨® con repugnancia en los olores a frituras paganas que infectaban el aire en el pasillo de la pensi¨®n. Afortunadamente, hab¨ªa tra¨ªdo en su bolsa una fiambrera de pl¨¢stico, con cierre herm¨¦tico, tipo Tupperware, en la que, a pesar de las prisas y el aturdimiento de la partida, hab¨ªa tenido tiempo de guardar su cena de la noche anterior, que era carne con tomate. Desconfiando de la calidad del pan que suele venderse en las grandes ciudades, donde la gente, obsesionada con guardar la l¨ªnea, apenas come otra cosa que pan Bimbo, Lorencito Quesada hab¨ªa agregado a su equipaje una s¨®lida mollaza de corteza rubia y miga suculenta, envuelta en un cernadero a cuadros azules, para que no cogiera pelusa de la ropa. Dispuso el cenadero sobre la mesa de noche, abri¨® la fiambrera y la boca se le hizo agua al ver el rojo intenso del tomate frito y las protuberancias de las tajadas de lomo, aunque le daba un poco de asco el notorio olor a calcetines que reinaba en la habitaci¨®n. Pens¨® que un hombre desnutrido mal puede enfrentarse a los peligros de una ciudad como Madrid.
Estaba deglutiendo con dificultad la primera sopa untada en tomate cuando el tel¨¦fono volvi¨® a sonar. Que no lo dejen comer a gusto o que lo priven de nueve horas de sue?o son las dos ¨²nicas razones que pueden alterar el car¨¢cter sosegado de Lorencito Quesada. "Pues el que sea se va a fastidiar", dijo, indignado, con la boca llena. Termin¨® de tragar y el tel¨¦fono segu¨ªa sonando. Al cogerlo ten¨ªa los dedos manchados de tomate y aceite y el auricular se le escurr¨ªa. Observ¨® con dolor que le hab¨ªa ca¨ªdo una mancha en la solapa de la cazadora.
-Al aparato -dijo desganadamente, imaginando que otra vez s¨®lo escuchar¨ªa el silencio.
-?Quesada? -dijo una voz ansiosa, que inmediatamente le pareci¨® conocida- ?Lorencito Quesada?
-El mismo -respondi¨®-, al bajar los ojos vio que acababa de limpiarse los dedos en el pantal¨®n.
-Lorencito, ni?o, ?no te acuerdas de m¨ª? -era la voz de Mat¨ªas Antequera, con su caracter¨ªstico seseo, fruto de sus largas giras por Hispanoam¨¦rica. A Lorencito Quesada, m¨¢s que extra?arle la llamada, lo consol¨® escuchar tan lejos de M¨¢gina la voz de un paisano.
-Mat¨ªas -dijo, tan nervioso que volvi¨® a imprimir en el pantal¨®n la mancha de sus dedos-. D¨ªgame d¨®nde est¨¢. Necesito verlo urgentemente.
-No creas nada -suplic¨® la voz-, no permitas que manchen mi nombre...
En ese momento se escuch¨® algo que pareci¨® un estampido, luego una confusi¨®n de pasos y de voces y por fin un grito muy agudo. Lorencito Quesada llam¨® a Mat¨ªas Antequera y oprimi¨® varias veces la horquilla del tel¨¦fono, como hab¨ªa visto que hacen en las pel¨ªculas. Pero la comunicaci¨®n se hab¨ªa interrumpido.
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