Fugitivo en la noche
El follet¨ªn de El pasillo hediondo y sombr¨ªo terminaba en un callej¨®n. Lorencito Quesada sali¨® corriendo y al lo tropezar volc¨® un contenedor de basura, provocando una desbandada de gatos o de ratas. Hu¨ªa cuesta arriba, por calles estrechas y desiertas y plazuelas con ¨¢lamos, acord¨¢ndose de la expresi¨®n sanguinaria del portero, que al darse cuenta de sus intenciones hab¨ªa braceado en vano entre los japoneses beodos del Corral de la Fandanga queriendo alcanzarlo. S¨®lo bajo las luces de la calle Bail¨¦n sinti¨® que pod¨ªa respirar con alivio: hab¨ªa bares abiertos y grupos de gente en las aceras, y los faros de los coches deslumbraban el asfalto. ?Nadie dorm¨ªa en Madrid los viernes por la noche?Detuvo un taxi y le pregunt¨® al conductor por el Caf¨¦ Central: consider¨® que el peligro cierto y la urgencia de llegar a la cita con la bailaora rubia justificaban el gasto de una nueva carrera. Como de costumbre, apuntar¨ªa escrupulosamente el importe en su libreta, a fin de rendirle cuenta exacta a don Sebasti¨¢n Guadalimar en el momento oportuno. Pero la verdad era que se hab¨ªa descubierto una desmedida afici¨®n a viajar en taxi por Madrid: recostarse en el asiento trasero e ir mirando las calles y las luces eran placeres que subyugaban a Lorencito Quesada, a pesar del suplicio de ir vigilando de soslayo las cifras crecientes del tax¨ªmetro. Vio la plaza de Espa?a, sumida en la oscuridad, la resplandeciente Gran V¨ªa, donde a¨²n estaban iluminadas las marquesinas de los cines, la plaza del Callao, la calle de la Montera, con sus aceras pobladas de mujeres escu¨¢lidas y de africanos al acecho, volvi¨® a pasar por la Puerta del Sol, la calle Carretas y la plaza de Jacinto Benavente, ya a un paso de la plaza del Angel, donde le dijo el taxista que estaba el Caf¨¦ Central. Aquella veloz traves¨ªa nocturna de Madrid al mismo tiempo le daba miedo y lo excitaba: el sentimiento del peligro era tan intenso como el de una avidez colectiva que se le contagiaba nada m¨¢s que respirando el aire fr¨ªo de la noche y oyendo las carcajadas y la m¨²sica que flu¨ªan de los bares abiertos.
El Caf¨¦ Central no era menos ruidoso que el Corral de la Fandanga. Tambi¨¦n se daban en ¨¦l actuaciones en vivo, pero no de cante y baile flamenco, sino de una extra?a m¨²sica moderna, interpretada por negros, que a Lorencito, adepto sobre todo a los conciertos dominicales de la banda de M¨¢gina y a los coros de habaneras, no tard¨® en ponerle la cabeza como un bombo. Lo peor de aquella m¨²sica no era que le aturdiese los o¨ªdos, como cuando en los d¨ªas de feria tiene que ir a la caseta municipal para hacer la cr¨®nica de los conjuntos que act¨²an all¨ª: lo peor de todo era que no acababa nunca. Logr¨® acercarse a la barra, abri¨¦ndose paso entre j¨®venes serios y barbudos y muchachas de caras l¨¢nguidas que miraban hacia el escenario con los ojos en blanco y moviendo la cabeza como si dijeran s¨ª continuamente a algo, y pidi¨® una copa de vino quinado, explicando al camarero, a gritos, pero en vano, que le daba igual San Clemente que Santa Catalina: de ninguna de esas dos acreditadas marcas existe la menor noticia en Madrid. El camarero llevaba cola de caballo y un zarcillo diminuto en la oreja izquierda, y tambi¨¦n miraba al escenario y agitaba afirmativamente la cabeza, sin hacer ning¨²n caso a Lorencito, que al final se decidi¨® por un Benedictine, agreg¨¢ndole luego, por precauci¨®n, medio vaso de agua.
Beb¨ªa a tragos muy cortos, porque el licor, incluso aguado, se le sube r¨¢pidamente a la cabeza, y vigilaba la puerta, pero ni la muchacha rubia aparec¨ªa ni cesaba la m¨²sica de aquellos negros fren¨¦ticos. Durante casi media hora uno de ellos estuvo golpeando a solas y sin descanso ni piedad los platillos y los tambores de una bater¨ªa, y cuando dej¨® de tocar y le aplaudieron y ya parec¨ªa que todo iba a acabarse se adelant¨® otro que soplaba un saxof¨®n con la cara encendida, pero Lorencito dej¨® muy pronto de escucharlo: en la puerta de cristales hab¨ªa aparecido la bailaora rubia, que avanz¨® entre la gente como sin rozarse con nadie, sola y alta, vestida de negro, busc¨¢ndolo.
No dio muestras de haberlo visto cuando ¨¦l agit¨® la mano desde lejos para llamarle la atenci¨®n. Pas¨® junto a ¨¦l, don un gesto le indic¨® que la siguiera. La vio desaparecer tras una cortina que conduc¨ªa a los lavabos, y s¨®lo entonces fue tras ella. Estaba claro que por razones poderosas prefer¨ªa que no los vieran juntos... Debi¨® emplear denodadamente las rodillas y los codos para abrirse camino entre la apelmazada multitud que segu¨ªa aguantando a pie firme los pitidos y los bocinazos del saxof¨®n sin dar se?ales de fatiga. ?No los asfixiaban los vapores del alcohol y el humo denso del tabaco, no enloquec¨ªan con el ruido? Al menos en las escaleras que sub¨ªan a los lavabos el aire casi era respirable, y se atenuaba la m¨²sica. Hab¨ªa muchos pelda?os, y a Lorencito le palpitaba el coraz¨®n. Le palpit¨® mucho m¨¢s fuerte cuando lleg¨® arriba y vio a la rubia asomada a la puerta del lavabo de se?oras, al fondo de un sal¨®n con el techo muy bajo, iluminado por tubos fluorescentes.
-Vamos, entre, que lo van a ver -dijo la rubia, asi¨¦ndolo del brazo.
-Me da no s¨¦ qu¨¦... -Lorencito dudaba: en aquel reducto femenino se mor¨ªa de verg¨¹enza. Pero la rubia tir¨® de ¨¦l, mir¨® un instante hacia afuera y luego cerr¨®. No parec¨ªa la misma que en El Corral de la Fandanga: ahora iba sin maquillar y llevaba el pelo liso, un vestido flojo y largo, unas gafas redondas con montura de alambre, y en lugar de tacones unos zapatos negros, de suela gruesa y plana, todo lo cual le daba un severo aspecto como de apostolado seglar, muy parecido al de las chicas de M¨¢gina que asisten a los retiros espirituales para j¨®venes. Con la nuca apoyada en la puerta mir¨® un instante al vac¨ªo mientras segu¨ªa la vibraci¨®n d¨¦bil de la m¨²sica.
-Me fascina el jazz -dijo- Me fascina absolutamente. ?A usted no? Me gustan sus ambientes oscuros y cargados de humo. ?Sabe lo que m¨¢s me gustar¨ªa en la vida? Ser negra, negra como Billie y como Ella. Cantar borracha en un club a las cinco de -la madrugada...
-Pero usted tambi¨¦n es artista -apunt¨® Lorencito, queriendo t¨ªmidamente halagarla.
-No llame arte a eso que yo hago por ganarme la vida -la rubia suspir¨®, mir¨¢ndolo a los ojos- Es una mixtificaci¨®n acultural, el t¨ªpico discurso vac¨ªo, no una asunci¨®n v¨¢lida de las propias ra¨ªces. Aunque le extra?e, soy licenciada en Psicolog¨ªa y Antropolog¨ªa.
Lorencito no entend¨ªa nada, pero la mirada de la chica, el color de sus ojos, las formas turgentes de su cuerpo bajo aquel vestido penitencial, su olor reciente a gel de ba?o, le produc¨ªan un efecto como de ansiosa beatitud, acentuado por la proximidad en aquel espacio tan angosto. Que por su edad la rubia pudiera ser su hija no lo amedrentaba menos que el descubrimiento de que ten¨ªa estudios superiores. Unos pasos muy cerca de la puerta los inmovilizaron a los dos: alguien intentaba abrir, ve¨ªan girar el pomo y se miraban en silencio.
-No hay tiempo que perder -dijo la rubia, cuando los pasos se alejaron- Pueden habernos seguido. Pueden llegar en cualquier momento.
-?Qui¨¦nes? -Lorencito volv¨ªa a tener miedo- ?El Bocarrape y el Bimbollo?
-Los otros -la rubia se mordi¨® los labios sin pintar-. Los m¨¢s peligrosos. Los que raptaron al pobre Mat¨ªas Antequera.
-?Uno gordo, un chino y uno que lleva una u?a muy larga?
-Yo no los he visto nunca -dijo la rubia- Si los hubiera visto, si sospecharan de m¨ª, no estar¨ªa viva...
-?Cu¨¢ndo desapareci¨®?
-Estaba muy raro los ¨²ltimos d¨ªas -la rubia trag¨® saliva, busc¨® con nerviosismo en su bolso, encendi¨® un cigarrillo. Lorencito consider¨® que fumaba de un modo adorable-. No hablaba con nadie, ni siquiera conmigo, se encerraba en su camerino y yo lo o¨ªa rezar. El mi¨¦rcoles no fue al trabajo, ni ayer. Esta ma?ana me llam¨® por tel¨¦fono. Ya estaba secuestrado, pero consigui¨® de alg¨²n modo ponerse en contacto conmigo. Me pidi¨® que hiciera todo lo posible por hablar con usted...
-?Le dijo a usted ad¨®nde lo han llevado?
-Le vendaron los ojos y lo metieron en un coche. "Dile a mi paisano por lo que m¨¢s quieras que soy inocente": no paraba de repetirme lo mismo. Se ve que tiene en usted mucha confianza.
-?No le dijo nada m¨¢s? -Lorencito la apremiaba como un detective- Alguna pista, alguna palabra clave...
-El universo de los h¨¢bitos -de pronto la rubia record¨®- Eso fue lo ¨²ltimo que me pudo decir...
Pero se hab¨ªa olvidado de sujetar el pomo de la puerta: en el espejo del lavabo la vieron abrirse y una figura masculina apareci¨® en ella. Entonces la rubia se ech¨® instant¨¢neamente en brazos de Lorencito Quesada, lo atrajo hacia s¨ª con los ojos cerrados y le introdujo una lengua movediza y afanosa en la boca, apret¨¢ndose muy fuerte contra ¨¦l, muy fuerte y a la vez con una dulce blandura. Pero en menos de un segundo todo hab¨ªa terminado: la figura desapareci¨® del espejo, la golosa lengua ya no estaba en su boca, la rubia hab¨ªa escapado corriendo del lavabo, una mujer detenida en la puerta soltaba una exclamaci¨®n al ver a Lorencito Quesada. Tambi¨¦n ¨¦l se vio en el espejo: estaba echado contra la pared, con el tup¨¦ deshecho y las piernas abiertas, con los faldones de la camisa fuera del pantal¨®n, como un degenerado.
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