El h¨ªper del pecado
Con las venas del cuello y de las sienes hinchadas, con los ojos vueltos, como los santos en estado de trance, el saxofonista a¨²n segu¨ªa emitiendo un sonido de claxon cuando Lorencito Quesada baj¨® de los lavabos del Caf¨¦ Central, buscando a la bailaora rubia con un vano residuo de esperanza. Iba como trastornado, con los ojos tan vueltos como el saxofonista, acomod¨¢ndose a¨²n los faldones de la camisa, mir¨¢ndose de reojo en los espejos de las columnas para ajustarse la corbata, para recuperar la onda exacta del tup¨¦. Tan aturdido iba que no le extra?¨® que alguien gritara su nombre entre el barullo de la m¨²sica unos segundos antes de que unos dedos de acero se le hincaran en el h¨ªgado.-?Lorencito insigne! ?Como yo digo, el mundo es un pa?uelo! ?En un Madrid, y vernos dos veces el mismo d¨ªa!
Entre las caras p¨¢lidas, intelectuales y devotas, entre las barbas y las gafas, las orejas masculinas con pendientes, las mujeres l¨¢nguidas y enigm¨¢ticas que fumaban con los finos labios apenas separados, hab¨ªa aparecido como una victoriosa irrupci¨®n de M¨¢gina en medio del m¨¢s. sofisticado cosmopolitismo la cara ancha, colorada, saludable, nutrida inmemorialmente de torreznos, tortas de candelaria y potajes de garbanzos, la cara redonda como un pan de Pep¨ªn Godino. Un acceso de recelo contuvo y casi desbarat¨® la franca alegr¨ªa de Lorencito Quesada al reconocer a nuestro paisano y mirarle de soslayo, cuando se recuperaba de su certero uppercut, la u?a impoluta del me?ique.
-Hombre, Pep¨ªn, qu¨¦ sorpresa.
-?No me llames Pep¨ªn! En Madrid todo el mundo me llama Jota Jota. Veo que a ti tambi¨¦n te ha dado por el tema del jazz...
Pep¨ªn Godino tom¨® a Lorencito del brazo y lo us¨® como ariete para abrirse camino hasta la salida. La tranquilidad y el aire fresco de la calle disiparon r¨¢pidamente los vapores del alcohol y el martirio de la m¨²sica, pero no las sospechas de Lorencito ni el sabor de aquella lengua l¨²brica que unos minutos antes se agitaba en su boca. Iban a dar las tres de la madrugada, y en la calle hab¨ªa cada vez m¨¢s coches y m¨¢s gente. Pep¨ªn Godino, Jota Jota, lo guiaba del brazo por la angosta acera de una calle llamada de las Huertas y le hablaba a gritos para que su voz prevaleciera sobre el ruido de los motores, los cantos espirituosos de los noct¨¢mbulos y la m¨²sica que sal¨ªa de los bares, pero ¨¦l, en vez de o¨ªrlo, levitaba, acord¨¢ndose de la blandura c¨¢lida del seno palpitante de la bailaora, de los muslos duros y largos que hab¨ªan atenazado los suyos durante menos de un segundo en el lavabo de se?oras del Caf¨¦ Central.
Decididamente, reflexion¨®, era un irresponsable: en circunstancias tan comprometedoras como las que lo envolv¨ªan esa noche en Madrid s¨®lo pensaba que ten¨ªa sue?o y que estaba caliente, m¨¢s caliente que el rabo de un cazo, para decirlo en los t¨¦rminos soeces que emplean los mocetones r¨²sticos de M¨¢gina, esos de bozo sombr¨ªo y granos en la cara que no se acercan a la confesi¨®n para no declararse convictos del vicio solitario.
-?Mira, mira, Quesada, qu¨¦ mujer¨ªo, que carnes!, f¨ªjate en ¨¦sa, como mueve el culo, mira c¨®mo se restriega con el t¨ªo que va con ella, y la otra, ¨¦sa, la que viene hacia aqu¨ª, ?vista a la derecha, que te la pierdes, Lorencito inconmensurable!, f¨ªjate qu¨¦ pantal¨®n lleva, que se le nota todo, si es que van pr¨¢cticamente desnudas. ?Y sabes en qu¨¦ van pensando todas? -Pep¨ªn Godino se detuvo, d¨¢ndose varias palmadas en la frente con la mano derecha- ?Sabes lo que llevan aqu¨ª, incrustado, como yo digo, en el cerebro? ?El tema sexo... ! Pero a ver, celeb¨¦rrimo, con la mano en el coraz¨®n, francamente, de hombre a hombre, ?cu¨¢nto hace que no mojas?... O dicho m¨¢s finamente, ?cu¨¢ndo fue la ¨²ltima vez que echaste un coito?
-Hombre, Pep¨ªn -Lorencito se puso colorado mientras intentaba bucear en las regiones m¨¢s arcanas de su memoria Esas preguntas no se hacen.
-?Basta de Pep¨ªn y Pep¨ªn! T¨² a m¨ª me llamas Jota Jota o no te llevo a donde pensaba llevarte...
El gent¨ªo los expulsaba de la acera: ten¨ªan que caminar entre los coches atascados, eludiendo deportivos con las ventanillas abiertas, por, las que sal¨ªa un estruendo de m¨²sica de baile, y motos rugientes sobre las que cabalgaban parejas con cascos de astronauta y, trajes de cuero. En todas las esquinas hab¨ªa negros o ¨¢rabes vendiendo tabaco de contrabando y familias enteras de coreanos o vietnamitas abrigados con anoraks que ofrec¨ªan bocadillos y latas de Coca-Cola y de cerveza. Pep¨ªn Godino guiaba a Lorencito con soltura y decisi¨®n y le daba codazos y le gui?aba un ojo cada vez que distingu¨ªa a una mujer de bandera.
-?No todo va a ser en la vida adoraci¨®n nocturna y novenas del Sant¨ªsimo! -continu¨®, moviendo la cabeza en todas direcciones, alargando el cuello como un ave zancuda para seguir con la vista a las mujeres que pasaban- Voy a, llevarte a un sitio que no olvidar¨¢s nunca, Quesada, y no me lo preguntes porque no te pienso contestar... ?Hay que espabilarse, hombre, no me pongas esa cara, que no estamos en un entierro!
"El universo de los h¨¢bitos", pensaba Lorencito: en esas palabras de Mat¨ªas Antequera estaba sin duda la clave del enigma de su cautiverio, pero por m¨¢s vueltas que le daba no consegu¨ªa vislumbrar ni una raya de luz. ?Ser¨ªa un mensaje cifrado, una especie de contrase?a, el nombre de alg¨²n sitio? La falta de sue?o, los impulsos de la lujuria, el estr¨¦pito de la calle Huertas y la palabrer¨ªa incesante de Pep¨ªn Godino no lo dejaban pensar. Vio que torc¨ªan a la derecha por una calle m¨¢s despoblada y m¨¢s sombr¨ªa y temi¨® estar siendo conducido a una trampa, o qui¨¦n sabe si a uno de esos locales oscuros que llaman whisker¨ªas donde mujeres venales y desnudas sirven bebidas narc¨®ticas a los incautos...
-?Falta mucho para llegar? -le pregunt¨® t¨ªmidamente a Godino.
-?No te impacientes, Quesada, que ya te noto ¨¢vido de placeres camales, como dice el p¨¢rroco de la Trinidad! -hab¨ªan llegado a una calle transversal y m¨¢s ancha, y Pep¨ªn Godino se?al¨® con un adem¨¢n de descubridor hacia la acera de enfrente, donde refulg¨ªan grandes letreros de ne¨®n-. ?Est¨¢s a punto de hollar con tus plantas piadosas el mayor sexshop de Europa, la catedral del vicio, la bas¨ªlica de los doce pecados capitales!
-Son siete -dijo Lorencito, mientras cruzaban la calle, que result¨® ser la de Atocha.
-Eso ser¨¢ en provincias, que est¨¢is m¨¢s atrasados -Pep¨ªn Godino ahora lo empujaba, abr¨ªa delante de ¨¦l una gran puerta de cristales que daba a lo que parec¨ªa el vest¨ªbulo lujosamente iluminado y decorado de unos grandes almacenes. Le se?al¨® una pared ocupada enteramente por estanter¨ªas como las de los videoclubes- Mira qu¨¦ pel¨ªculas, Quesada predilecto, las m¨¢s fuertes del mercado en el tema porno. Pero no te pares, que se te van los ojos, y prep¨¢rate, que todo esto no es m¨¢s que el aperitivo... Se impone una visual r¨¢pida al sexy-bar.
Hombres cabizbajos y de mediana edad y grupos de adolescentes de mirada turbia deambulaban por anchos corredores de paredes de m¨¢rmol y suelo de lin¨®leo, exan-¨²nando las portadas de los v¨ªdeos (que Lorencito procuraba no mirar) o los extra?os art¨ªculos ordenados sobre anaqueles de cristal que ten¨ªan algo de escaparates de ortopedia. Sonaba una m¨²sica estridente entremezclada con jadeos febriles, que se hizo m¨¢s intensa cuando Pep¨ªn Godino levant¨® una pesada cortina negra. Lorencito lo sigui¨®, y al principio, como iba algo atontado, s¨®lo vio la barra de un bar ocupada ¨²nicamente por hombres que beb¨ªan y conversaban acodados en ella. Un ca?¨®n de luz roja y azul barr¨ªa desde una esquina del techo la penumbra, y una voz masculina gritaba en un micr¨®fono con el mismo acento que los locutores de las t¨®mbolas: entonces, como si lo aniquilara una aparici¨®n, Lorencito vio a una mujer que bailaba sobre la barra, sin m¨¢s vestuario que unos tacones de charol y una cadena dorada alrededor del tobillo, revolvi¨¦ndose el pelo negro al ritmo de la m¨²sica, acarici¨¢ndose las ingles con las dos manos abiertas. Los hombres beb¨ªan con las cabezas levantadas, y las luces rojas y blancas del suelo proyectaban sombras de m¨¢scaras en sus rasgos inm¨®viles.
-V¨¢monos de aqu¨ª -dijo, casi rog¨®, con la voz temblorosa, notando que la sangre se le sub¨ªa a las sienes, bajando la mirada. Pep¨ªn Godino mir¨® su reloj de pulsera y se encogi¨® de hombros, gozoso y exaltado, muy serio en fracciones de segundo, la cara roja y azul a la luz de los focos.
-Espera, que todav¨ªa no hemos terminado -declar¨®: hab¨ªan salido del sexy-bar y ahora lo llevaba por un pasillo de cabinas numeradas. En una de ellas, un hombre vestido con un mono de color naranja pasaba una fregona por el suelo y esparc¨ªa un aerosol desinfectante. Cuando la cabina estuvo libre, Pep¨ªn Godino empuj¨® hacia el interior a Lorencito, al mismo tiempo que le entregaba un pu?ado de monedas dici¨¦ndole: "Entra ah¨ª y me lo agradecer¨¢s eternamente". Tardo siempre, d¨¦bil de car¨¢cter, con el coraz¨®n sobresaltado, Lorencito Quesada se qued¨® encerrado en la cabina, frente a un espejo de cuerpo entero y a una especie de tax¨ªmetro que lo urg¨ªa en silencio con parpadeos electr¨®nicos: "Deposite monedas".
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