Pluriculturalismo
En el siglo XIX, los ¨²nicos precursores del pluriculturalismo en el mundo democr¨¢tico fueron Suiza, con su sistema cultural triling¨¹e, y Estados Unidos, en donde coexist¨ªan libremente diversas confesiones religiosas. Fueron tambi¨¦n las excepciones a la regla. El tipo de democracia, que predomin¨® hasta el final de la Segunda Guerra Mundial denegaba r¨ªgidamente cualquier proyecto de acuerdo multicultural: se apoyaba en la identificaci¨®n del demos y el ethnos.
La entidad predominante en la geograf¨ªa pol¨ªtica europea, el Estado nacional, que entra?a la unidad del demos y el ethnos, s¨®lo puede entenderse por contraste con el panorama de fracasos de las preexistentes reglas universalistas o los intentos de instaurar tales ¨®rdenes. La primera oleada de esta naturaleza surgi¨® con el protestantismo, que signific¨® la muerte del ordo sacra et universalis del catolicismo. La segunda y corta oleada lleg¨® con la Revoluci¨®n Francesa, que ofrec¨ªa la promesa de universalizar el legado de la Ilustraci¨®n. La tercera, el experimento comunista de crear un nuevo universalismo pol¨ªtico, estaba basada en la promesa de la emancipaci¨®n de las clases y en la utop¨ªa de la total homogeneizaci¨®n social. Su resultado fue la recreaci¨®n del difunto Imperio Romano, con una enorme y dependiente periferia en torno suyo, en lugar de la creaci¨®n de la "rep¨²blica del proletariado". Esta ¨²ltima oleada ha fracasado, precisamente, ante nuestros ojos. El resurgimiento del nacionalismo -cuando ya se le consideraba muerto- puede ser una consecuencia, muy mal recibida, del gran cambio; pero el curso de los acontecimientos sigue un patr¨®n hist¨®rico bien conocido.
Por tanto, la creaci¨®n de un "esp¨ªritu nacional", que fue una reacci¨®n ante el fracaso de los precedentes ¨®rdenes -o experimentos- universalistas, da testimonio de una cosa: que el completo divorcio entre el demos y el ethnos casi nunca ha funcionado, o por lo menos no lo ha hecho en el caso de grupos humanos con una continua y bien conservada memoria e identidad. Siempre se ha buscado una nueva esencia que reemplazara a la del viejo cristianismo.
?Pero qu¨¦ clase de esencia puede ofrecer la naci¨®n? En la mayor¨ªa de los casos, el escurridizo t¨¦rmino cultura se ha convertido en la nueva esencia. La cultura, como esencia nacional, implica la idea de una autocreaci¨®n artificial, en contraposici¨®n a la procreaci¨®n natural. En la medida en que una cultura determinada se constituye en nuestra esencia nacional ya no estamos ligados a or¨ªgenes m¨ªsticos; podemos dirigir nuestros intereses hacia las obras de arte, costumbres, historias, emblemas que han conformado nuestra fantas¨ªa y acciones m¨¢s t¨ªpicas, nuestra total forma de ser. Al mismo tiempo, la cultura se convierte en una segunda naturaleza; uno lee los signos naturales de la afiliaci¨®n nacional de otra persona y descubre ¨¢ trav¨¦s de ellos la esencia del otro. La cultura, que es instintiva en nosotros y al mismo tiempo asimilable por el extranjero, es, por tanto, natural y artificial a la vez. La cultura se invent¨® al mismo tiempo que la civilizaci¨®n, y mientras que la civilizaci¨®n est¨¢ enraizada en objetos y normas, la cultura se basa en el lenguaje; el lenguaje es, simult¨¢neamente, naturaleza (esencia) y artificio (funci¨®n). Mientras que el hecho de manejar las cosas y obedecer las reglas adecuadamente es, al menos en principio, una habilidad universal, el completo dominio del lenguaje y la participaci¨®n en su vida est¨¢ reservado a un grupo en particular. ?sta es la raz¨®n de que el asimilacionismo ling¨¹¨ªstico sea inseparable del nacionalismo. La cultura es tambi¨¦n equivalente a la memoria colectiva. El historicismo y el nacionalismo est¨¢n intr¨ªnsecamente ligados el uno al otro. Aunque la memoria, por definici¨®n, tiene l¨ªmites -est¨¢ determinada por el espacio y el tiempo-, la memoria colectiva est¨¢ deliberadamente condicionada a ser limitada. Se supone que uno debe recordar las historias colectivas de su propia comunidad, y no las de los otros; de aqu¨ª el premeditado egocentrismo de la memoria nacional. Si no podemos recordar ninguna otra historia excepto la de nuestra colectividad, nuestro v¨ªnculo con el ¨²nico pasado que poseemos colectivamente ser¨¢ tan indisoluble como nuestra uni¨®n con nuestro pasado personal, v¨ªa memoria.
Inherente a todos estos aspectos de la cultura como esencia nacional, est¨¢ la f¨®rmula "una naci¨®n-una cultura"; ecuaci¨®n inevitable, dadas las tareas asignadas a la cultura como esencia de la nueva identidad colectiva. Pero la actual aparici¨®n de movimientos que piden el pluriculturalismo como un derecho dentro de la comunidad nacional va en contra de esta tradici¨®n -tan fuertemente atrincherada- de identificaci¨®n entre cultura y naci¨®n. Tienen diferentes procedencias y aspiraciones. Los primeros de esta larga lista ser¨ªan las v¨ªctimas supervivientes de la colonizaci¨®n interna, as¨ª como los herederos de la colonizaci¨®n externa, y los esclavos de una civilizaci¨®n libertaria (los indios nativos de Am¨¦rica del Norte y del Sur, los negros, y los descendientes de antiguos esclavos y nativos de las colonias de Estados Unidos, Francia y Reino Unido) que presentan sus reivindicaciones. Un grupo especial es el constituido por la comunidad religiosa jud¨ªa. Su caso explica por qu¨¦ el reconocimiento de la libertad religiosa no es necesariamente id¨¦ntico al pluriculturalismo: los jud¨ªos han conseguido libertad religiosa en diversos pa¨ªses, en un momento en el que, sin embargo, estaba lejos de ser reconocida su diferencia cultural como un ethos que llevaba impl¨ªcita una religi¨®n en particular. Un tercer grupo de demandantes est¨¢ constituido por las v¨ªctimas (vascos, catalanes, galeses, escoceses, b¨¢varos, lombardos, bretones, etc¨¦tera) de una centralizacion excesiva, primero a cargo del Estado absolutista y m¨¢s tarde del Estado nacional. Considerar la unidad y homogeneidad del Estado nacional como una instituci¨®n concedida por Dios fue un peligroso escorzo de nuestra perspectiva hist¨®rica europea. De hecho, la homogeneidad nacional -tal como existe hoy- tiene un pasado muy corto, y alguno de los esfuerzos particularmente brutales para crear tal homogeneidad est¨¢n registrados en la memoria viviente. Finalmente est¨¢ el grupo de los residentes (temporales o permanentes). En este caso, tanto la diferencia cultural como la intenci¨®n de mantener su disparidad mientras dure su estancia -que normalmente se planea por el tiempo de una generaci¨®n- son evidentes por s¨ª mismas.
Es poco sorprendente, por tanto, que los hombres y mujeres occidentales -que ayer mismo consideraban su mundo como algo establecido para siempre- sientan ahora un temor m¨¢s complejo que el que sienten los europeos ante sus propios asuntos. Est¨¢n asustados ante una masiva p¨¦rdida de su propia identidad a causa de la aceptaci¨®n del pluriculturalismo y por el abandono de la idea y la pr¨¢ctica de un lenguaje dominante. Su pesadilla consiste en verse invadidos intramuros por los b¨¢rbaros. Sin embargo, aunque estos temores no son enteramente infundados, hay un hecho -as¨ª como una perspectiva prometedora- que los asimilacionistas occidentales deben considerar. El hecho es que el car¨¢cter monol¨ªtico de las culturas nacionales de Occidente ha sido erosionado de un tiempo a esta parte. La condici¨®n posmoderna en la que vivimos se distingue por la fragmentaci¨®n en microdiscursos del -en otro tiempo forzosamente homog¨¦neo- discurso universalista, humanista y racionalista. Para bien o para mal, todas las diferencias (pol¨ªticas, culturales, sexuales y raciales) tienen, cada vez m¨¢s, su propio microdiscurso, mientras que lo que Occidente ha denominado tradicionalmente como cultura ha prosperado con la universalidad del discurso: ¨¦ste ha creado sus propios c¨¢nones, normas y valores universales. Los peligros impl¨ªcitos de este cambio son enormes; al mismo tiempo, la situaci¨®n tiene tambi¨¦n un enorme potencial emancipador: la perspectiva de la posible creaci¨®n de un nuevo discurso global, en el que toda diferencia pueda encontrar su contrapartida y su alma gemela en otro discurso, quiz¨¢ muy distante geogr¨¢ficamente.
La modernidad occidental se encuentra ahora en una encrucijada. Tiene que reconsiderar muchos de sus mecanismos tradicionales, so pena de perder su identidad como instituci¨®n libre, siendo uno de ellos la homogeneidad y monocentrismo de la cultura nacional. Puede alimentar algunas esperanzas moderadas, aunque realistas, sobre su proceso de autoapertura. Tambi¨¦n se enfrenta a los peligros de la invasi¨®n y la erosi¨®n. Este no es un mundo seguro.
es profesora de Sociolog¨ªa de la Nueva Escuela de Investigaci¨®n Social, en Nueva York.Traducci¨®n: R. Cifuentes / P. Ripoll¨¦s.
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