El mejor de la copla
EDUARDO HARO TECGLEN
Varios teatros de Madrid, varios testigos con la memoria incierta por la edad, disputan hoy el honor de haber recibido y visto por primera vez en Madrid a Miguel de Molina. ?Fue en la Zarzuela, en el Calder¨®n, en el Fontalba? ?Con la Argentina, con Estrellita Castro, con Pastora, con Rosita Dur¨¢n? Y todos recuerdan el gran triunfo: el nacimiento de la estrella.Yo s¨¦ que le vi m¨¢s tarde, entre los ruidos de bombas y proyectiles de ob¨²s en el los fines de fiesta del cine Proyecciones: ?se ve¨ªan tantas cosas all¨ª! A Estrellita Castro y a Pastora Imperio, a Don Jacinto Benavente levantando el pu?ito y hasta a Do?a Concha Espina, que luego pudo escapar. Miguel de Molina sal¨ªa con su "blusa cuaj¨¢ de lunares" y los milicianos de permiso, o que ven¨ªan a pasar la tarde desde el frente, que estaba casi donde escribo ahora, gritaban "?La Miguela, la Miguela!".
No era un insulto: era una forma de homenaje. No le molestaba de ninguna manera: no ocultaba, no falseaba nada (y tampoco eran tiempos f¨¢ciles para la libertad sexual: El Campesino los mataba). Contestaba, sonre¨ªa, hablaba con el p¨²blico desde una cierta altura, digamos, desde un dominio. Cantaba Soy de la raza cal¨¦, y algui¨¦n gritaba, siempre, desde el p¨²blico "?Es que os llamais as¨ª ahora?". Se qued¨® la frase: "ese es de la raza cal¨¦". Bueno, aquel p¨²blico eramos los de la chusma, que dec¨ªan los otros. Pero cuando entonaba Ojos verdes, hab¨ªa silencio y respeto, y hasta un poco de escalofr¨ªo. Eso era algo muy serio.
Ah¨ª est¨¢n los discos: no hay mucho guardado, pero est¨¢ a la venta. Hay que desconfiar especialmente de alguno que ha guardado el registro de la voz y la ha hecho acompa?ar de una orquesta moderna, como a otros grandes. Contaba ¨¦l como naci¨® la copla famosa, y yo lo he repetido mas de una vez. En Barcelona: Lorca estrenaba Yerma, Rafael de Le¨®n fue a verle, Miguel de Molina cantaba en alg¨²n local nocturno: se encontraron, los tres, ya a la madrugada y, en una servilleta, Rafael de Le¨®n escribi¨® su letan¨ªa de verdes: ojos verdes, trigo verde, verde lim¨®n: y Lorca, entre bromas, le dijo que le copiaba su Romance son¨¢mbulo (Verde, que te quiero verde ... ). Andaluc¨ªa era verde, dec¨ªan los tres...Lorca, recordaba Miguel de Molina, llamaba a Rafael de Le¨®n Marqu¨¦s -lo era-; Rafael a Lorca, poeta. Esa fue la canci¨®n (que Rafael de Le¨®n termin¨® con Valverde; m¨²sica, claro, de Quiroga) y que se hizo famosa. Fue, probablemente, la que le trajo la desgracia a Miguel de Molina: todos -digamos todas: hab¨ªa m¨¢s mujeres que hombres metidos en la copla- la quer¨ªan cantar, y una de ellas fue Concha Piquer. La diferencia estaba en que Concha gan¨® la guerra, y ven¨ªa de la zona nacional, de la buena y homologada, y Miguel la perdi¨®. Miguel estaba en la zona roja y, adem¨¢s, cantaba en los frentes, en los hospitales, en los albergues de refugiados.
Francisco Ayala cuenta una an¨¦cdota de Miguel en Valencia: en una reuni¨®n, un joven militar se neg¨® a estrechar la mano de Miguel de Molina: por homosexual. El artista dijo a alguien que el oficial quedaba emplazado... Unos d¨ªas despu¨¦s, llam¨® por tel¨¦fono a ese alguien y le cit¨® en una habitaci¨®n determinada de un hotel: "Entra sin llamar: yo estar¨¦ dentro y dejo la puerta abierta". Cuando lleg¨®, Miguel estaba con el que le hab¨ªa repudiado. Una forma de orgullo, una forma de desprecio y, probablemente, algo m¨¢s: una demostraci¨®n de que nadie puede estar seguro... Lo cuento brutal y r¨¢pidamente, como todas estas notas escritas en el filo fin¨ªsimo entre la noticia de la muerte y el cierre del peri¨®dico: hay que leerlo entero, en Memorias y olvidos.
La ca¨ªda
As¨ª, Concha quer¨ªa cantar Ojos verdes y algunas cosas m¨¢s -otro monumento, La Bienpag¨¢, de Perell¨® y Mostazo-, y las cant¨®. A Miguel de Molina no le hab¨ªa servido saludar brazo en alto -tambi¨¦n con Benavente- desde una tribuna de la calle de Alcal¨¢ a las tropas franquistas que entraban en Madrid (a Benavente tampoco le vali¨®: estuvo mucho tiempo castigado a que su nombre no se imprimiese en los peri¨®dicos, ni el los carteles de los teatros: tuvo que hacer muchos m¨¦ritos para el perd¨®n). Con ellas entraba Concha Piquer, y con las canciones que tra¨ªa de la zona homologada, y que le hab¨ªa dado el Marqu¨¦s. Miguel de Molina sigui¨® trabajando en algunas provincias, en algunos pueblos: quiso venir a Madrid, al teatro Pav¨®n, y todo se precipit¨®: una noche fueron a detenerle, y los tres individuos que se lo llevaron de su camerino algo m¨¢s que polic¨ªas: se lo llevaron a un descampado de lo que entonces se llamaba el Hip¨®dromo (ya no estaba all¨ª: por donde est¨¢ ahora el monumento a la Constituci¨®n, que sirve de respaldo en la madrugada a los trasvestidos agotados) y le apalearon brutalmente.
Les reconoci¨®: uno era el Conde de Mayalde, Director General de Seguridad y, luego, alcalde de Madrid; otro, Sancho D¨¢vila, jerarca de la Falange; el otro, dec¨ªa ¨¦l, un jefe de sindicatos. Imagino alg¨²n nombre pero no tengo la seguridad. Recogi¨® sus casi despojos un taxista: le dijo quien era y le llev¨® al teatro, donde los que quedaban le cuidaron. Fue el principio de su exilio.
En ese exilio, much¨ªsimos a?os despu¨¦s, se lo cont¨® a Carlos Herrera en una filmaci¨®n memorable para el programa La copla, de Canal Sur, m¨¢s tarde retransmitido por otras emisoras auton¨®micas (Herrera est¨¢ publicando ahora, en Abc, una historia muy atractiva y muy completa de la copla; est¨¢ escribiendo otra, creo, Terenci Moix; y est¨¢ el libro fundamental de una generaci¨®n, el de V¨¢zquez Montalb¨¢n, Cr¨®nica sentimental de Espa?a). No compromet¨ªa Miguel en sus declaraciones a Concha Piquer: solo les culpaba a ellos. "La Piquer -dec¨ªa- era una gran cantante para las canciones valencianas". La Piquer era otra cosa: sus intelectuales -los de Mayalde y Sancho D¨¢vila- la llamaron tonadillera, por no aproximar a ella la desprestigiada palabra cupletista, o canzonetista, que no se ve¨ªa bien entonces; y se?ora de la escena.
No hay que lamentar nada de ello: era verdad, y esas grandes canciones las cantaba muy bien, con otras que fueron mucho m¨¢s suyas (Tatuaje); pero no se puede decir que cantase como nadie las coplas andaluza, porque Miguel de Molina segu¨ªa vivo, y trabajando en toda Am¨¦rica. Y con su gran casa en Buenos Aires. Una casa que vimos en la televisi¨®n cuajada de recuerdos, llena de blusas y sombreros cordoboses. Y un piano de cola a cuya vera recordaba, con la voz rota ya por los a?os, sus viejos ¨¦xitos.
Sombrero cordob¨¦s
A¨²n se le oy¨® en Espa?a por ¨²ltima vez, por la televisi¨®n, una pincelada de Ojos verdes: a Miguel de Molina le condecoraron en la Embajada de Espa?a en Buenos Aires -hace muy poco tiempo- y ¨¦l acudi¨® con la blusa, el chalequillo y el sombrero cordob¨¦s: su uniforme. Y cuando la c¨¢mara se clav¨® en su cara rota, arranc¨® con los primeros versos de la copla. No hab¨ªa voz, pero la musicalidad, el estilo, el misterio, estaban all¨ª.
No quiso volver a Espa?a, despu¨¦s de un breve viaje que hizo. Le pesaba este pa¨ªs,. quiz¨¢ le daba miedo. Todav¨ªa era el de ellos, los que le hab¨ªan apaleado hasta casi matarle en descampado; y se volvi¨® a Buenos Aires. Recordaba su M¨¢laga, donde empez¨® de verdad: desde el campillo pobre de su familia, ve¨ªa el teatro iluminado y so?aba con ser artista y cantar en ¨¦l.... Pero amaba Buenos Aires donde "hasta Per¨®n", dec¨ªa ¨¦l, le hab¨ªa respetado. Quer¨ªa, sin duda, morir all¨¢.
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